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Domingo, 2 de febrero de 2014

FAN › UNA DIRECTORA DE TEATRO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: AGOSTINA LUZ LóPEZ YVIVE L’AMOUR, DE TSAI MING LIANG

MIRAR PERO NO VIVIR

 Por Agostina Luz López

Cuando tuve que pensar en una película favorita de estos tiempos, me acordé de que había visto Stories We Tell, de Sarah Polley, y me había fascinado pero supuse que no tenía nada que escribir porque todavía estaba en esa fase que no te deja racionalizar, en esa etapa del hechizo que todavía no se puede describir.

Automáticamente después pensé en Vive l’amour, de Tsai Ming-Liang. La vi hace cuatro años y la volví a ver un par de veces más y fue una película muy inspiradora para el proceso de creación de La laguna.

Tengo la sensación de que esa película empieza con el final, como si al verla uno estuviera hipnotizado y recién se despertara cuando la chica está caminando por ese parque desierto y desolado. Como si el despertar fuera con el ruido de los tacos contra el asfalto. Ese ruido preciso y constante nos saca de nuestro adormecimiento y de a poco su imagen se va volviendo visible como si fuera un fantasma que descubrimos en el medio de la noche. Es un proceso lento donde acompañamos su caminata mientras los paisajes van cambiando. Ese proceso se parece a ese momento de la mañana donde uno se despierta y vuelve, de a poco, a entender el mundo otra vez.

Cuando ya apareció por completo frente a nuestros ojos, llega a su destino. Aparece por fin otro ser humano, ella se sienta tres filas más adelante en uno de esos bancos de madera y empieza a llorar. Llora y hay una especie de liberación. Llora y hace ruidos, el pelo revolotea por su cara pero a ella no le molesta, sólo puede seguir llorando y cuando no llora, hace esos ruidos que uno hace cuando el llanto se vuelve silencio. Durante aproximadamente cinco minutos la vemos a May (así se llama) llorar, es un plano fijo donde podemos concentrarnos o desconcentrarnos en su llanto pero ella está ahí, ofreciéndonos su desconsuelo.

Ahora que volvimos al mundo de la realidad, ahora que nos despertamos, las imágenes de la película vuelven como un tornado hacia nosotros. Es un final que todo lo cristaliza. No sé bien en qué orden, ni sé bien qué pasó, pero sé que vi a un chico que mira en la cama a otro chico que ama y que está dormido, vi su cara amándolo y me pareció muy triste pero valiente tener muy cerca a la persona que amás, estar en una cama que es el territorio del amor y no poder hacer nada, sólo robar un beso y quedarse con ese deseo adentro para después levantarse e irse y pasear por la calle, incómodo, con el deseo dando vueltas por el cuerpo. Ese mismo chico antes está acostado abajo de la cama escuchando el sonido de la pasión de ese otro chico con una chica y esa pasión lo hace masturbarse. También pensé en él, su mirada desde ahí abajo, viendo los pies de ella al levantarse, el dolor y la pasión de no ser correspondido y cómo la pasión proviene de los lugares más extraños y complejos.

El lugar de encuentro de estos personajes es un departamento vacío que estos dos jóvenes usan para vivir su amor y al que ella accede porque es agente inmobiliaria. Aquel que crea el triángulo puede entrar porque robó las llaves.

No hay muchas palabras en la película. Los vemos a ellos dos, los que posiblemente se aman, desnudarse y a ella chupándole el pecho a él y dejando marcas, la vemos a ella maquillarse mientras está sentada en el inodoro, la vemos comer agachada frente a una heladera una torta de crema y matar mosquitos, lo vemos a ese que los espía convertir una sandía en una pelota de bowling y romperla y frotársela por la cara, también trata de cortarse las venas y se disfraza de mujer y como mujer hace fuerza de brazos y medialunas.

Todo está al mismo nivel y ni siquiera entiendo por qué, es muy triste. Verlos desplomados en la cama tocando el colchón, o tomar agua, como verlos desnudarse, hacer el amor y quererse suicidar.

Cuando escribía y ensayaba La laguna, la película me guiaba en el sentido de poder construir personajes que tienen un estado pero en donde ese estado no se construye con las palabras. Si para el personaje de Denise Groesman pensaba en las chicas que no paran de hablar en las películas de Rohmer, cuando pensé en Lucía, el personaje que hacía Martina Juncadella, tenía como referencia mis dieciséis años, un momento donde yo sentía que todo lo tenía adentro, que fuera al lugar que fuera iba a estar callada, que expresar mis sentimientos era tan difícil porque ni siquiera sabía cuáles eran, estaban enterrados adentro mío. Y que lo único que hacía era mirar la vida de los demás desde afuera, mirar pero no vivir, como lo que hace el protagonista. Lo que más sabe hacer es estar solo, lo que es con los otros es robado o espiado. Lucía está ahí con su familia pero también no está, tiene una vida secreta que no conocemos, no puede juzgar nada, sólo toma un poco de ron y se ríe pero al segundo llora. No tiene capacidad de reaccionar, sólo de seguir las corrientes.

Para mí, ellos dos se unen, son como personajes que viven todo el día en ese estado de recién despertar. Hace poco leí en un libro que en el sueño regresamos a un estado de dulzura, a un estado de sabia inocencia. El sueño renueva esa inocencia, que en su raíz significa alguien libre de lesiones y daños, que procura no hacer daño a nadie pero que también puede sanar heridas. Personajes que miran despojados de cualquier ironía o cinismo, que están ahí, abiertos y receptivos, que tratan de discernir ese material infinito de los sueños con la realidad que hay después, viendo todo el tiempo en qué momento encajan y pueden vivir la vida, decir algunas palabras, materializar sus deseos.

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