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Domingo, 4 de noviembre de 2007

SALí

 Por Mercedes Halfon

Lo bello y lo triste

Antes: una adaptación libre de Frankie y la boda, de Carson McCullers

Un niño de seis años que tiene colgada una carterita de mujer, una criada negra y tuerta y una chica de doce que no se baña, conviven en una pequeña y floreada cocina familiar. La chica y el niño son primos, y la criada, Bernice, es el único ser adulto a la vista. Los tres personajes pertenecen a la novela Frankie y la boda de Carson McCullers, y fueron llevados a escena por Pablo Messiez con algunas modificaciones. Las diferencias de edad se unificaron en los actores, y la criada negra es interpretada por un hombre moreno y rellenito —el excelente Javier Rodríguez—, dando nuevos sentidos escénicos a la historia original.

El universo literario de MacCullers, sureño y de seres tristes e inadaptados, es transmitido en la puesta con delicadeza y, ante todo, mucha libertad. Por un lado está el relato central en el que Francisca, la chica de doce, se obsesiona con el casamiento de su hermano mayor al punto de preparar una valijita para irse con ellos en su luna de miel. Por otro, Messiez incorporó algunas anécdotas de la niñez de los actores. La floreada cocina ficcional se va desdibujando hacia uno de los costados del escenario, dejando ver maderas y bastidores al desnudo. Es en ese espacio donde los actores quiebran la cuarta pared y relatan algo que los vincula de un modo casi arbitrario con la historia: cuando uno fingió un desmayo en el velatorio de su abuelo, cuando otra jugaba a ladrar como un perro y su padre se avergonzaba, cuando otro se incomodaba con los objetos domésticos que se repetían en su casa y en las de sus amiguitos.

Los tres cuerpos que se ven en Antes llaman la atención por sus (hermosas) diferencias físicas y psíquicas. Algo de la imagen que dan juntos, así como la tristeza y ternura de estos personajes recuerda los extraños vínculos de amistad y amor que Wes Anderson suele crear en sus películas. La negra Bernice sufre por un amor perdido en el pasado y cita letras de Julio Iglesias para recordarlo. El primito participa en discusiones que no comprende en absoluto y disfruta haciendo ridículas maldades en los momentos de paz. Francisca se interroga e interroga a los demás acerca de los motivos de su angustia, con la lucidez que sólo una niña de doce puede tener. Sus diferencias terminan uniéndolos. O por lo menos esa sensación queda flotando sobre las butacas, porque no podemos menos que sentirnos parte de ese entrañable grupo.

Viernes a las 21.30, en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960. Entrada: $15.-


Mujeres (in)quietas

Dos minas: un gesto vale más que mil palabras

Alejandro Catalán fue el actor de la enigmática La Caja (Cercano oriente) junto a Luis Machín, y muchos años atrás, de la memorable El pecado que no se puede nombrar, de Ricardo Bartís. También fue el creador de la rústica y desgarradora Foz, su primer trabajo como director. Todas obras eminentemente masculinas en cuanto a actores, autores y directores. Por el contrario, en este trabajo se puso a dirigir a dos actrices, para plasmar un universo hasta el momento desconocido para su lenguaje. La obra se llama sencillamente Dos minas. Hay que decir que además de los antecedentes mencionados, Catalán es uno de los maestros de actores más reconocidos de este momento. Y es por ahí donde hay que empezar a pensar esta obra.

El suceso es prácticamente inenarrable, pero por excesivamente simple: dos amigas de más de treinta en un reencuentro que, parece, tardó en concretarse. Conversan acostadas en una suave alfombra de piel en la que permanecen horizontales —pero elevadas por una tarima que las deja a la altura de nuestros ojos— durante el tiempo de la obra. Una está conviviendo con un hombre de dinero, negando en parte el pasado poco distinguido y cachivache que compartía con la otra. Un trabajo en una galería, un viaje a Brasil donde se tomaron hasta el agua de los floreros, novios incapaces de invitarlas siquiera con un helado. Luego de la predecible desconfianza y falsedad inicial, no tardan en llegar las cuentas pendientes y echadas en cara.

Pero todo esto es casi irrelevante en la obra. Lo verdaderamente extraño, lo inquietante es ver este lánguido estatismo de mujeres tiradas sobre una alfombra sin ningún tipo de acción más que la de afectarse, deprimirse o alterarse, mostrado con el detalle de una filigrana, en un permanente primer plano actoral. Podemos seguir perfectamente una ceja que se levanta, una boquita temblorosa, una palabra a medio decir y estos gestos tienen una potencia mucho mayor que cualquier vuelta de tuerca textual. Nunca una mirada de reojo afectó tanto. El electrocardiograma emocional de estas mujeres —que es simple y hasta banal— se ve en sus rostros como si fueran transparentes. Y los son. Son nada más que Dos minas.

Sábados a las 23, en el Teatro Anfitrión, Venezuela 334. Entrada: $ 15.


Humor negro

La funeraria, de Bernardo Cappa: el grotesco de la muerte

La nueva obra de Bernardo Cappa —el mismo director de la exitosa El aliento que aún sigue en cartel— oscila entre una comedia costumbrista tradicional, al mejor estilo Esperando la carroza, y el humor contemporáneo y negrísimo de una serie como Six Feet Under. La factura del trabajo está más cerca de la película de Doria, en principio por su total despreocupación por el embellecimiento de aquello que cuenta: una muerte. La estética no pretende estilizar sino deformar, hay feísmo y berretada.

La historia es la siguiente: a una no muy prestigiosa funeraria de pueblo, llega un cuerpo en circunstancias poco claras. Los de la casa de sepelios no tienen un “cliente” hace meses, por lo que reciben al muerto muy entusiasmados, aunque no cuenten con los elementos necesarios para ocuparse de él. La familia del occiso, copetudos con mucho que ocultar, aceptan el trato. Pero ese cóctel de nervios de punta, falta de recursos y ostensible —y ridiculizada— diferencia de clases no va a tardar en hacer que todo salte por el aire.

La puesta en escena, deliberada en su teatralidad grotesca, abunda en exageraciones varias: la peluca de la señora del difunto, el delantal empapado de sangre de la taxidermista, la mano de madera del encargado del lugar. Hay entradas y salidas, portazos, corridas y demás tópicos de comedia de enredos. A esto se suman los detalles escabrosos del tratamiento al difunto. La risa surge de lo subrayado de las actuaciones, inflamadas de drama y vulgaridad. Como en El aliento, Cappa —esta vez acompañado por Martín Otero en la dramaturgia y la dirección— logra brillar en los momentos de desborde grupal y caos en el escenario. Es ahí cuando se aleja de la comedieta más trillada. En los movimientos inesperados o actuaciones que llegan al borde de su extrañamiento, aparece la opinión más fuerte de la obra: mostrar seres perturbados por la muerte, pero incapaces ya de entristecerse.

Domingos a las 20.30, en el Sportivo Teatral, Thames 1426. Entrada: $ 15.

Bajar la cortina

Liquidación: el derrumbe del amor y de un negocio familiar

En una casa de lencería a medio vaciar un matrimonio de edad indefinible espera la llegada de un proveedor, repasa las enrojecidas cuentas del negocio, conversa sobre su situación y la del resto de la humanidad. El hombre, Rodolfo, tiene una suerte de inclinación hacia la filosofía, de modo que su fracaso comercial lo arroja a la reflexión rencorosa sobre la condición del ser humano, sus escasas posibilidades de alcanzar la felicidad, y, por ende, la perpetua mentira a la que se somete día tras día para seguir viviendo. Su mujer, en cambio, encarna la practicidad. Intenta seguir con los quehaceres, encontrar un punto de contacto con su marido y con el mundo exterior. Pero esto no parece posible. Tanto el negocio como la pareja se van a pique.

En su primer trabajo como director, Alexis Cesán realiza esta comedia angustiante, donde la decadencia de un orden social, el mundo de comerciantes honestos y negocios familiares en el barrio del Once, da pie a un derrumbe personal y amoroso.

El espacio del local, un bello diseño de Mariana Tirantte, muestra sucesivas estanterías vacías en la penumbra, marco en el que vemos a los personajes moverse como animales asustados. Y es esa danza quieta, el contrapunto actoral entre Cesán —también protagonista— y Mariana Cavilli, el fuerte del trabajo. Hay una perfecta combinación entre palabras y emociones. Entre la verborragia racionalista de Rodolfo y el silencio conmovedor y los arranques new age de Irma. En ese contrapunto sucede la obra. La posibilidad de salida a aquel encierro será encontrada también entre los dos; pero no como un esperable rayito de luz que entra, sino en un sumergirse aun más en la extraña dinámica de pulsiones opuestas de la pareja.

Viernes a las 21.30 en el Espacio Callejón, Humahuaca 3759. Entrada: $ 15.

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