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Domingo, 25 de julio de 2004

PáGINA 3

La sobreestimación de la cordura

El viernes 16 murió en Buenos Aires Juan Fresán. Pionero del diseño gráfico, miembro de la generación que acercó el diseño al arte (ahí están sus libros sobre Borges, Cortázar y España para atestiguarlo), él, sin embargo, reivindicaba su perfil de publicista que trabajaba por encargo. Rodolfo Terragno, su amigo y compañero de trabajo en Caracas, donde vivieron el exilio, lo recuerda y reivindica uno de sus mayores talentos: no tener en demasiada estima a la cordura.

Por Rodolfo H. Terragno

“Siempre me fascinó la locura. Varias veces fui al altillo en que murió Van Gogh. También a la casa de Hölderlin. ¿Qué sabemos sobre la locura? ¿Quién sabe si lo que hemos hecho hasta ahora no es sobreestimar la cordura, que a menudo es simple mediocridad?”
El razonamiento lo hizo Ernesto Sabato. Me viene a la memoria porque debo definir a Juan Fresán, que no era un loco clínico, pero se negaba a sobreestimar la cordura. Lo que para Sabato era hipótesis, para Fresán era convicción: el exceso de sensatez sólo puede producir vulgaridad e insignificancia.
No pintó girasoles ni autorretratos. Su arte, en todo caso, lo acercaba más a Toulouse Lautrec, capaz de hacer afiches para el Moulin Rouge o anuncios para circos.
Con una diferencia: a Fresán no le interesaba el gusto del público; le importaba su sensibilidad. Se molestaba cuando alguien le decía que un trabajo suyo era “lindo” o “feo”; “gracioso” o “absurdo”. Como “publicista asumido”, sólo quería sorprender, conmover o intrigar.
A veces, su obra producía placer. Aquel toro de lidia que –en vez de banderillas– tenía jeringas clavadas en su lomo era una imagen de la España atosigada por con la droga. Era, también, el causante de un goce estético.
A veces, sus trabajos exasperaban. Eran negros, o roji-negros, y parecían doler. Fresán aumentaba la exasperación explicando que obedecían a una “estética fascista”. Él, que no tenía ni un glóbulo de fascismo en su sangre, podía pasar horas explicando la genialidad de los publicistas totalitarios.
En ocasiones, su tarea se reducía al puro ingenio.
En 1983, un candidato a la presidencia de Venezuela –Jaime Lusinchi, de Acción Democrática– le encargó que preparase una publicidad. Según la legislación electoral venezolana, la propaganda política sólo podía comenzar 60 días antes de las elecciones. En los meses previos regía una veda estricta: el partido que la violaba debía afrontar prominentes multas.
Fresán mandó a hacer gigantografías que, una mañana, irrumpieron en autopistas y edificios altos. Sobre el fondo blanco, resaltaba el adverbio afirmativo Sí. La propaganda permaneció semanas, mientras el público se preguntaba qué significaba la misteriosa afirmación. El día que se levantó la veda, apareció la palabra completa: LuSínchi. Sobre ese blanco –color distintivo de Acción Democrática– el nombre del candidato aparecía asertivo, y todos sentían que había estado allí desde mucho antes.
Lusinchi ganó las elecciones. Fresán no es responsable de lo que hizo en el poder.
Ahora, Juan Fresán ha muerto sin hacer propaganda. No nos anunció que se iba. No dejó un poster; nada.
Dudo que pueda haber un Museo Fresán, como hay un Andy Warhol Museum en Pittsburgh. Juan admiraba a Warhol, pero no lo imitaba demasiado; ni cuando dibujaba ni cuando vivía.
Warhol escribió alguna vez un artículo titulado “En Nueva York, el éxito es un trabajo”. Es un trabajo en cualquier parte, y Fresán no trabajó para conseguir éxito. No, al menos, para sí mismo. Le importaba, por cierto, que sus trabajos fueran exitosos; pero a la hora de venderse a sí mismo, se mostraba indolente. No me lo imagino dictando, como Warhol, un testamento para que su dinero sirva de simiente a una fundación. No me lo imagino, entre otras cosas, porque se murió sin dinero. No sé, siquiera, cuántos originales de sus obras habrá conservado.
Fresán creó para el olvido. Claro que, en esto, no podrá imponer su voluntad. Aunque él no haya legado una fundación, ni piezas para montar un museo, estamos aquellos que –por admiración, por afecto y por llevarle la contraria– nos ocuparemos de que sea recordado.

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