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Domingo, 15 de agosto de 2004

PáGINA 3

¿Ese es tu walkman?

por Norman Lebrecht
No hay invento que haya cambiado y degradado tanto a un arte como el walkman de Sony, que en julio cumplió 25 años. Hasta su advenimiento, en julio de 1979, la música, como la pintura y la escultura, era algo que había que visitar en un lugar fijo, la galería de un teatro o el living de una casa. Se la podía trasladar a la playa o la plaza en una radio a transistores (o pasearla con altoparlantes a todo volumen por las calles del barrio), pero el oyente no tenía mayor capacidad de elección ni control sobre los contenidos; no más, en todo caso, que el que tenía sobre los cuadros de un libro de arte comprado en una librería.
Con una fuerza revolucionaria, el walkman hizo que la música se volviera portátil y quedara sometida a la elección personal. Conquistó tal ubicuidad en un lapso tan corto (340 millones de ejemplares vendidos en un cuarto de siglo) que su nombre comercial pasó a ser un genérico y accedió a las páginas del Oxford English Dictionary.
La mayoría de sus ventajas fueron inesperadas. Los actores aprendían sus textos mientras iban en ómnibus a ensayar. Los ejecutivos irritables usaban sus walkman para meditar durante el almuerzo. Yo mismo escuché una vez la sinfonía Resurrección de Mahler en un tren vertical alpino mientras afuera una tormenta hacía pedazos el cielo. En decorados inolvidables, la música adquiría dimensiones insospechadas.
Pero esos beneficios pronto fueron eclipsados por algunos efectos corrosivos. El walkman nació de una confluencia de ideas entre los tres célebres cofundadores de Sony. Masaru Ibuka, el ingeniero, anhelaba escuchar sinfonías en vuelos de larga duración; Akio Morita, el experto en comercialización, quería entrar en las billeteras de los adolescentes; Norio Ohga, el músico, quería extender la vida útil del casete de audio, amenazada por frituras incurables.
La versión piloto, llamada Soundabout, fue lanzada a casi 200 dólares en el mercado norteamericano. Sin el menor adorno, sin ningún dispositivo de reducción de ruido, este ladrillito azul plata se convirtió en el acto en un accesorio clave para la generación rock. Hacia el invierno, el aparato, rebautizado walkman, llegaba al millón de ejemplares vendidos y se enriquecía con toda clase de extras: radio AM/FM, sistema dolby, etc. Pronto sobrevendrían aparatos para grabar, modelos de bolsillo y un walkman deportivo amarillo, supuestamente a prueba de agua, tan pesado que podía ahogar a cualquiera que no tuviera un entrenamiento de nadador olímpico. En sus primeros cinco años de vida, antes de que imitaciones más pequeñas inundaran las tiendas, el walkman se volvió un objeto de orgullo y deseo para usuarios tanto como para fabricantes.
Pero el ingenioso aparato tenía problemas. Precozmente hechizados por su carácter portátil, nos engañábamos pensando que producía un sonido muy cercano a la música. Ahora, con la frialdad de la distancia, sabemos que nunca fue así. Ni siquiera un walkman profesional con reducción de ruido en una habitación insonorizada era capaz de reproducir la escala dinámica de una orquesta sinfónica, las notas altas de un Pavarotti o los bajos estruendos de un Glenn Gould. Comparado con el CD más barato, el mejor walkman a casete era, en términos de sonido, una carreta.
Y después estaba la salud. Los especialistas advirtieron que una exposición prolongada a más de 93 decibeles podía infligir un daño auditivo irreparable; por los auriculares de sus walkman, los fanáticos del pop solían recibir 105. Aparecieron casos de sordera en revistas médicas, así como daños en la cavidad auditiva ocasionados por la inserción de miniauriculares. Los oídos de toda una generación sufrieron perjuicios físicos.
Pero además la opacidad sonora del walkman atacó nuestro gusto musical. En vez de buscar melodías, los oyentes crecieron satisfaciéndose con ritmos cuadrados. La merma de la asistencia a conciertos de música clásica puede ser en parte atribuida al walkman, que devaluó la magnificencia enprovecho de la utilidad. El placer social de compartir la música terminó cuando la gente empezó a meterse auriculares en las orejas y se volcó a un sonido egoísta. En la era del walkman, la música dejó de conectar a las personas. Promovió el autismo y el aislamiento, con consecuencias que aún están por verse.
Ahora, misericordiosamente, el walkman ya es prácticamente obsoleto en el mundo occidental (aunque en China es un boom). Lo reemplazó el ingenioso I-pod, que almacena hasta 40 gigabytes de música en un aparatito que se cuelga de la cadera y permite bajar y cargar canciones a voluntad y dentro de la ley. La calidad del sonido es digital, es decir prístina. Los auriculares siguen siendo inadecuados y los peligros para la salud subsisten, pero no es descabellado pensar que en unos años estaremos en condiciones de recrear el sonido de una sala de conciertos en un I-pod, es decir: en ese módico espacio que se extiende entre dos oídos saludables.
Yo sigo sin sumarme a la fiebre del I-pod, pero tengo amigos que periódicamente me arruinan la digestión contándome lo fácil que les resulta reunir toda su colección de jazz en sus I-pods y pasarla después a sus computadoras portátiles en la habitación de un hotel en Tashkent. Cuando menciono la palabra “contexto” ponen cara de estupor: 25 años de uso de walkman han destruido cualquier sentido que pueda tener un trozo de música sonando en el mundo, en el tiempo, en nuestras vidas personales. Portátil, la música es apartada de todo marco de referencia. Se vuelve un servicio, y no reclama más atención que el acto de beber agua de una canilla.
Al hacer del arte musical algo ubicuo e inevitable, la industria lo privó del respeto que le profesábamos en su calidad de recurso único y precioso. No creo que la música que se filtra por los auriculares de los pasajeros que viajan con nosotros en el ómnibus vaya a despertar nuestro aprecio. Desde el momento en que la música no tiene valor, ¿por qué los consumidores habrían de tener escrúpulos en consumirla sin pagar? La industria musical deplora esa devaluación, pero a la hora de buscar culpables sólo puede acusarse a sí misma.
El esfuerzo invertido en la creación y producción de música ha quedado oscurecido por la compulsión a llevar música a todos los rincones de este lado del cementerio. Hace falta una película como The Weeping Camel, en la que unos músicos de un pueblo montañoso de Mongolia son convocados para convencer a un dromedario de que amamante a su cría, para recordar que todavía hay sitios en el planeta donde la música es una cosa rara y singular, un remedio para los desastres naturales.
Así que mientras los magnates de Sony celebren con júbilo el nuevo pasito que la humanidad ha dado con el lanzamiento del I-pod, yo estaré llorando la muerte de un arte que fue arrancado de su lugar y reducido en su valor moral. El día que el walkman aterrizó entre nosotros fue el día en que la música empezó a morir.

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