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Domingo, 3 de abril de 2005

PáGINA 3

De vida o muerte

Por Christopher Hitchens

Tenía la sincera intención de convertirme en el único escriba de los Estados Unidos que permanecería afuera de esta discusión estúpida y degradante. No tendría que haber contestado ese llamado de Hardball. No tendría que haber metido un solo dedo en esas aguas. Pero una vez que te metés, aunque sea un segundo, te ves arrastrado en un vórtice de irracionalidad y ultraje que genera su propia energía. Un abogado de familia compareció ante una Corte norteamericana y planteó solemnemente que era posible que el “cliente” de su cliente tuviera que pasar algún tiempo extra en el Purgatorio, o incluso en el Infierno, si se tomaba una decisión equivocada respecto del tubo de alimentación. Un fanático católico, Patrick Buchanan, alegó que la policía debía tirar abajo la puerta y preservar un cadáver. Otro fundamentalista católico, William Donahue, dijo que eso no le parecía muy sensato, pero sólo porque hubiera sentado un precedente para rescatar a los condenados a muerte a punto de ser ejecutados. Y presidiendo la escena a la distancia había un Papa senil, que asentía todo el tiempo con la cabeza y cuya iglesia acaso quería distraernos de la indulgencia de la que hace gala ante la violación y la tortura de niños reales.

Harto, volví a mi correo electrónico y descubrí una carta de alguien que firmaba “Doctor”, pero parece ser que no se había doctorado precisamente en medicina. Si es correcto decir que Terri Schiavo está muerta, decía mi indignado corresponsal, entonces ¿cómo puedo oponerme a que la alimenten a través de un tubo? Es evidente que no puede sufrir daño alguno. Tuve que aceptar que había caído en la falacia de mi propia posición, y por un momento consideré una imagen: colas y colas de norteamericanos fallecidos, todos conectados a máquinas de supervivencia hasta el juicio final. ¿Muertos? Sí, absolutamente. Pero primero que no hagan daño. La cabeza me daba vueltas.

Tengo una fuerte inclinación por las posiciones antiaborto. Solía tener discusiones espantosas y agotadoras con militantes supuestamente proaborto que sólo aceptaban a regañadientes que el feto estaba vivo, pero que después pedían saber si se trataba realmente de una vida humana. Reconozco la casuística cuando la veo, así que a modo de respuesta yo les preguntaba qué otra clase de vida podía ser. Con el tiempo, la discusión ha sufrido una evolución inadvertida. Los católicos serios ya no insisten en que la contracepción es un genocidio, y los defensores de la posición pro-aborto se han puesto bastante quisquillosos con los abortos tardíos. Sensible a la necesidad de tener una “ética de vida” consistente, la Iglesia también había llegado a condenar, si no a anatematizar, la pena de muerte. Las cosas iban mejorando despacio. Hasta ahora.

Este debate tiene un correlato secular. A fines del siglo XVIII, Jefferson y Madison discutieron seriamente sobre si la tierra pertenecía sólo a los seres vivientes. Al proponer que “el hombre no es dueño del hombre”, Thomas Paine había condenado algunas actitudes tradicionales que, en efecto, otorgaban derechos a los muertos. Jefferson tendía a estar de acuerdo, y escribía que las generaciones pasadas no podían tener derecho de veto. Madison replicó que los muertos tenían ciertos derechos y merecían algún respeto, dado que habían producido muchos de los beneficios de los que disfrutaban los vivos. Pero para discutir correctamente el problema había que acordar primero que los muertos efectivamente estaban muertos. Si la situación se mantenía en un permanente estado de suspensión animada, no había nada que hacer.

Si hubiera habido el menor motivo para creer que la fallecida Terri Schiavo no era la ex mujer de su marido, yo hubiera dicho que él le debía obediencia. Pero como lo era –y así le contesto al hombre que pedía que ignoráramos toda evidencia médica responsable y aun así siguiéramos tratándola como si estuviera viva–, creo que era obsceno que se la mantuviera in absentia para ejercer poder desde más allá de la tumba. La cosa es de una indecencia tan flagrante que da miedo, como da miedo también la idea de que ese supuesto poder pueda ser ventriloquizado con arrogancia por demagogos clericales y médicos hechiceros que sólo se atienden a sí mismos. El fin del cerebro, o el reemplazo del cerebro por un licuado y contraído vacío es (para volver a mi argumento anterior), si no el final absoluto de la “vida”, la indiscutible conclusión de la vida humana, y descalifica a la víctima para cualquier intervención futura en los asuntos humanos. Quizá sea trágico, a menos que uno crea que hay una vida mejor por venir (como sorprendentemente decían creer los padres de esa entidad que ya no era humana).

Mientras tanto, el resto de nosotros tiene vidas que vivir. Y espero y creo que estamos en condiciones de decir, con toda la cortesía y la compasión de las que seamos capaces, que no tenemos la intención de pasarnos los años que nos quedan oyendo pataleos histéricos de mórbida superstición. Que haya jueces y congresistas y gobernadores intimidados por gente que cree en la resurrección pero no en la muerte física es un abuso de nuestros tribunales y nuestra Constitución. ¿Qué paciente posterminal estará libre ahora de ser utilizado –cualquiera haya sido su deseo expreso– para convocar a una Corte a medianoche o armar una apurada reunión presidencial? No conformes con decirnos que alguna vez solíamos compartir la tierra con los dinosaurios y que deberíamos instruir severamente a nuestros hijos en esa falacia, ahora los fanáticos religiosos presentan su culto a la muerte como si fuera una gozosa celebración de la única vida que tenemos. Han ido demasiado lejos, y es preciso que se arrepientan a fondo.

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