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Domingo, 9 de junio de 2002

PáGINA 3

Amor

POR CARLOS FUENTES

¿Cuándo es mayor la felicidad del amor? ¿En el acto de amor o en el salto adelante, en la imaginación de lo que sería la siguiente unión amorosa? ¿La alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el deseo pleno, aumentado por el amor, de un nuevo acto de amor: felicidad? Este placer del amor nos deja asombrados. ¿Cómo es posible que el ser entero, sin desperdicio o abandono alguno, se pierda en la carne y la mirada del ser amado y pierda, al mismo tiempo, todo sentido del mundo exterior al amor? ¿Cómo es posible? ¿Cómo se paga este amor, este placer, esta ilusión?
Los precios que el mundo le cobra al amor son múltiples. Pero, como en los teatros y los estadios, hay precios de entrada diferentes y butacas de preferencia. La mirada es boleto imprescindible del amor. Por los ojos entra el amor, dice el dicho. Y en verdad, cuando amamos, todo el mundo huye de nuestra mirada. Sólo tenemos ojos para el ser amado. Una noche en Buenos Aires, descubrí, no sin pudor, emoción y vergüenza, otra dimensión de la mirada amorosa: su ausencia. Nuestra amiga Luisa Valenzuela nos llevó a mi mujer y a mí a un sitio de tango en la larguísima avenida Rivadavia. Un salón de baile auténtico, sin turistas ni juegos de luces, las cegadoras strobelights. Un salón popular, de barrio, con su orquesta de piano, violín y bandoneón. La gente sentada, como en las fiestas familiares, en sillas arrimadas contra la pared. Parejas de todas las edades y tamaños. Y una reina de la pista. Una muchacha ciega, con anteojos oscuros y vestido floreado. Una Delia Garcés renacida. Era la bailarina más solicitada. Dejaba sobre la silla su bastón blanco y salía a bailar sin ver, pero siendo vista. Bailaba maravillosamente. Le devolvía al tango la definición de Santos Discépolo. “Es un pensamiento triste que se baila.” Era una forma bella y extraña de amor bailable, simultáneamente, en la luz y en la oscuridad. La media luz, sí.
El “crepúsculo interior” nos enseña también, con el tiempo, que se puede amar la imperfección del ser amado. No a pesar de ser imperfecto, sino por ser imperfecto. Porque una cierta falla, un defecto conmensurable, nos hace más entrañable a la persona querida, no porque nos haga creer en nuestra propia superioridad –los griegos castigaban la hubris como la ofensa trágica, más que contra los dioses, contra los límites humanos–, sino, por el contrario, porque nos permite admitir nuestras propias carencias y, estrictamente, emparejarnos. Esto difiere de otra forma del amor, que es la voluntad de amar. Acontecimiento ambiguo que puede ondear con las banderas de la solidaridad, pero también lucir los harapos del provecho propio, la astucia o esa forma de amistad por conveniencia que describe Aristóteles. Hay que distinguir muy claramente estas dos formas de amor, pues la primera abarca la generosidad y la segunda concierne al egoísmo.
“Un perfecto egoísmo entre dos” es la fórmula, bien francesa, como Sacha Guitry definía al amor, dándole un cierto aire de ironía a la intimidad misma. El egoísmo compartido supone, por una parte, aceptar, tolerar o guardar discreción frente a las múltiples miserias que, en palabras de Hamlet, “la carne hereda”. Pero el egoísmo sin más –la soledad radical y avara– no sólo es separación del otro, sino de uno mismo. No falta quien diga que, a pesar de todo, el mejor momento del amor es la separación, la soledad, la melancolía del recuerdo, el momento solitario... Situación preferible a la melancolía del amor que nunca tuvo lugar por premura, por indiferencia, por falta de tiempo. “No hubo tiempo. No hubo tiempo para la última palabra. No hubo tiempo para decirse tantas cosas del amor.”
Voluntad o costumbre, generosidad o imperfección, belleza y plenitud, intimidad y separación, el amor, acto humano, paga, como todo lo humano, el precio de la finitud. Si del amor hacemos la meta más cierta y el más cierto placer de nuestras vidas, ello se debe a que, por serlo o para serlo, debe soñarse ilimitado sólo porque es, fatalmente, limitado. El amor sólo se concibe a sí mismo sin límite. Al mismo tiempo, los amantes saben (aunque apasionadamente se cieguen, negándolo) que su amor tendrá límites –si no en la vida, entonces seguramente en esa muerte que es, según Bataille, el imperio del erotismo real: “La continuidad del amor más intenso en ausencia mortal del ser amado.” Cathy y Heathcliff en Cumbres borrascosas. Pedro Páramo y Susana San Juan en la novela de Rulfo. Pero en la vida misma, ¿nos satisface plenamente el más absoluto y pleno de los amores? ¿No es verdad que queremos siempre más? Si fuésemos infinitos, seríamos Dios, dice el poeta. Pero queremos por lo menos amar infinitamente. Es nuestro acercamiento posible a la divinidad. Es nuestra mirada de adiós y nuestra mirada de Dios.

Este fragmento pertenece a En esto creo, el último libro de Carlos Fuentes que el sello Seix Barral distribuye en estos días en Buenos Aires.

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