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Domingo, 23 de junio de 2002

PáGINA 3

Había una vez un país

 Por Juan Forn

Dicen que la estrenan en julio o agosto. Pero ya la habían anunciado como inminente en abril, cuando ganó el Oscar a mejor película extranjera, de manera que vaya a saber cuándo llegará realmente a los cines No Man’s Land y cuándo podremos hablar de ella con el espacio que se merece. Mientras tanto, aunque más no sea porque ya circula en formato DVD en esa especie de mercado paralelo que ofrecen los videoclubes a los insensatos poseedores de esos aparatos (cada vez más anacrónicos en la Argentina de hoy), anticipemos un poco el fenomenal debut fílmico del bosnio Danis Tanovic, que lleva ganados 42 premios internacionales con la película que escribió y musicalizó, además de dirigirla, incluyendo la Palma de Oro en Cannes a mejor guión, los premios del público en San Sebastián, San Pablo y Tokio, el Globo de Oro, el ya mencionado Oscar y, finalmente, como broche de oro, una clamorosa recepción en Sarajevo, la ciudad natal de Tanovic, donde festejaron el Oscar por las calles tal como los croatas, poco antes, habían festejado la epopeya de Goran Ivanisevic en Wimbledon.
No Man’s Land es una película de guerra, una película de humor negrísimo (patibulario sería la mejor descripción) sobre la guerra que borró del mapa a Yugoslavia y logró la dudosa hazaña de darle a cada una de las etnias que la habitaban su propio territorio, a costa de un baño de sangre supuestamente inconcebible en estos tiempos tan civilizados. A pesar de los ríos de tinta y el sinfín de imágenes que generó esa interminable y desquiciante masacre, o quizás a causa de eso, conocemos mal y poco la historia de esa guerra (traten, si no, de definir los bandos en pugna, las razones que esgrimía cada uno, el efecto dominó de su demencial escalada). Danis Tanovic conoce de sobra los dos lados de esa moneda: el del conflicto visto desde adentro (por haber filmado entre 1992 y 1994, cuando era un chiquilín de veintipico, más de trescientas horas del conflicto para los archivos del ejército bosnio, además de documentales propios como Portrait d’Artistes Pendant la Guerre sobre el submundo de la cultura durante el sitio de Sarajevo) y el del conflicto visto desde afuera (ya que en 1995, cuando se le hizo insoportable seguir “documentando” esa masacre que desafiaba toda lógica, partió a Bélgica con una beca para estudiar cine). Dice Tanovic que filmó la película para no tener que explicar una sola vez más qué pasó (y por qué mierda pasó lo que pasó) en su país. Agrega Tanovic que, en el proceso de reunir el dinero para hacerlo, y a pesar de la elocuencia formidable de su guión, tuvo que repetir hasta el delirio, y para los interlocutores más diversos, cada una de esas cosas tan difíciles de explicar y más difíciles aún de entender: esas cosas que, según los balcánicos que han sobrevivido, conforman uno de los karmas a pagar por seguir vivos, acompañado de ese contrakarma que es su lapidario humor negro, una de las maneras más formidables de mantener la memoria y la cordura a la vez, en instancias en que ni la una ni la otra son fáciles de mantener.
Tanovic ha experimentado en carne propia (y le ha sacado el jugo al máximo después, en su película) una actividad enervantemente frecuente en el mundo de hoy: el briefing, una palabreja que alude al pedido de resumen de una situación, traducida a términos concretos, despojada supuestamente de todo claroscuro hasta que alcance su nitidez esencial. Brief me, dice el oficial a sus subordinados cuando llega al lugar de los hechos. Brief me, dice el productor a un cineasta que le lleva un proyecto. Brief me, dice el gerente de noticias de un canal al corresponsal que llama urgente desde un país en llamas. Brief me, dice el bienintencionado al extranjero que acaba de exiliarse de la guerra que desangra su patria. Tanovic hizo un concentrado de todos esos briefings y los usó como combustible para tramar la historia con que aspiraba a mantener no sólo su memoria y su cordura sino la de quienes vieran esa película (además, por supuesto, de librarse en el futuro de brifear a todo prójimo sobre El AsuntoYugoslavia). Y, con ese sentido práctico que da el haber sabido salir con vida de un infierno, decidió que la mejor manera de hacerlo era contar un hecho mínimo que amplificara al máximo todo lo que no podía contar. ¿Cómo? Construyendo un punto de partida que parece una versión endiablada y complejísima de esos chistes “primer acto / segundo acto / ¿cómo se llama la obra?”.
Imaginen eso que, en lenguaje bélico, se llama tierra de nadie: esas franjas de territorio donde las tropas de uno y otro bando pueden verse la cara con largavistas, mientras se tiran bombazos, descansan, vuelven a tirarse bombazos. Ahora imaginen, en esa tierra de nadie, una trinchera abandonada. El año es 1993, la escena tiene lugar en el frente cerca de Sarajevo. En esa trinchera abandonada desembocan un serbio y dos bosnios. Los tres están heridos. Uno de los bosnios, además, quedó acostado sobre una mina: el menor movimiento y vuelan todos por los aires. Si los otros dos asoman la cabeza de la trinchera también vuelan por los aires: al bosnio lo coserán a balazos los serbios, y al serbio los bosnios. A situación descabellada, salida descabellada: el serbio y el bosnio deciden asomarse por la trinchera en calzoncillos (es decir, sin uniforme que los haga blanco para el enemigo), confiando que, desde sus respectivas filas, ambos pelotones comprendan la absurda situación. El comandante bosnio y el serbio hacen lo mismo, cuando reconocen como uno de los suyos a cada uno de esos dos dementes en calzoncillos que agitan banderas blancas: llamar a los Cascos Azules de la zona, para que se hagan cargo ellos del dilema. La llamada es interceptada por los equipos de noticias internacionales y, en un santiamén, mientras el mínimo episodio va ascendiendo por la escala jerárquica de los Cascos Azules como una piedra ardiente, las cámaras empiezan a transmitirlo en vivo al mundo.
Pero esto que apunta inequívocamente a una comedia negra de enredos (para los memoriosos, un Trampa 22) no está en manos de alguien “civilizado” sino de un energúmeno que pretende una catarsis existencial de proporciones inquietantes (digan Sarajevo en voz baja, a ver si no sienten de qué estoy hablando). Lo que hace Tanovic es compactar la guerra y su país y su gente en el destino de un solo hombre: ése que yace acostado sobre la mina, incapaz del menor movimiento a costa de su vida. Y, para mantener las proporciones, reduce la duración de la guerra (y la de la película) a una sola jornada: desde la niebla previa al amanecer hasta la caída del sol. La cosa se intensifica porque el escenario donde transcurre el episodio es escandalosamente bucólico: una pradera verde donde las tropas, las trincheras, las tanquetas de los Cascos Azules, las cámaras y satélites de los periodistas no pueden parecer más incongruentes (de hecho, en varios tramos de la película, el sonido de las moscas y del viento que mueve las hojas puntúa el crescendo de intriga y ridículo rumbo al clímax crepuscular). Para que la parábola sea todavía más elocuente, Tanovic le suma el factor idiomático: los Cascos Azules son franceses; el experto en explosivos que llega a desactivar la mina es alemán; los equipos de noticias son británicos y yanquis; y en cuanto a los tres “cautivos”, si bien hablan entre sí la misma lengua, para uno de ellos ese idioma es serbio y para los otros dos es bosnio. Y sólo les sirve para insultarse, desearse la muerte y acusarse mutuamente de haber iniciado esa guerra.
Tanovic tiene una posición tomada respecto del origen y los responsables de esa masacre. Y, como en el caso de Emir Kusturica, puede vérsela entre líneas en su cine y en trazo más grueso en sus declaraciones. Pero lo que el cine de Tanovic y el de Kusturica, por encima de las diferencias, plantean con mucho mayor fervor y áspera belleza, lo que transmiten al mundo con esos metros de celuloide y con su empecinado ejercicio de la memoria y la cordura, es que había una vez un país, un país noble yhermoso como esa pradera, como ese día de sol, como la callada dignidad de ese hombre inmóvil acostado sobre una mina que puede matarlo.

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