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Domingo, 18 de agosto de 2002

PáGINA 3

El arte de crear leyendas

POR UMBERTO ECO
Leí hace poco que se han desatado animadas discusiones en Francia a raíz de las protestas de los habitantes de Villers Cotteret –el lugar de nacimiento de Alejandro Dumas– ante el inminente traslado de los restos de su autor a un panteón parisino. Supongo que en más de un país habría protestas si un pueblo se viese privado de su gran narrador popular para verlo enterrado junto a un grupo de autores canonizados por decreto escolástico. Por lo que es de suponer que todos seguimos teniendo dificultades para distinguir entre literatura y la tan mentada “ficción liviana o pasatista”.
Ciertamente, la ficción pasatista existe y engloba tanto novelas de misterio como historias de amor de segunda: son libros para ser leídos en la playa, cuyo único objetivo es entretener. Estos libros, por supuesto, no se preocupan por el estilo o la creatividad; su éxito radica en ser repetitivos y responder a un molde que los lectores disfrutan.
Si esto es así, ¿Dumas escribía ficción liviana, o ni siquiera se preocupaba por estas cuestiones, como sugieren algunos de sus textos más criticados y controvertidos? Es sabido que Dumas tenía “esclavos” que lo ayudaban en la redacción de sus libros y que escribía de más cuando cobraba por página. Pero, en algunos de sus trabajos, fue capaz de crear personajes que podríamos definir como “legendarios”, personajes que poblaron la imaginación colectiva, y que son copiados y refundidos en nuevas versiones, tal como sucede con los personajes de las leyendas y los cuentos de hadas.
A veces conseguía crear una leyenda a fuerza de pura habilidad literaria: Los tres mosqueteros es rápida, ágil; se lee como una partitura de jazz e incluso cuando inserta esos diálogos que yo he bautizado “diálogos para comer” –dos o tres páginas de frases cortas e innecesarias que escribe para alargar–, Dumas sale airoso con inusitada gracia.
¿Y qué decir de El Conde de Montecristo? Ya he escrito sobre ella cuando expliqué cómo la había traducido al italiano. En el original, solía encontrar frases como: “Se levantó de la silla en la que estaba sentado”. Bueno, ¿de qué otra silla se podría haber levantado, sino de la silla sobre la que estaba sentado? En aquel momento, decidí traducir frases como ésa así: “Se levantó de la silla”; o incluso: “Se levantó”, ya que estaba más que claro que estaba sentado sobre una silla. Calculé que de esta manera les reducía a los lectores su tiempo de lectura en, por lo menos, un 25 por ciento. Pero después me di cuenta de que esas repeticiones y esa formidable cantidad de palabras extra cumplían una función estratégica fundamental: creaban anticipación y tensión, dilataban el final del evento y eran la vendetta perfecta por trabajar con tanta efectividad.
Que ésta es la característica primordial de la capacidad narrativa de Dumas queda claro si releemos a su contemporáneo, Eugene Sue, que en su época era el más famoso y reconocido de los dos. Los misterios de París, por ejemplo –que produjo una histeria colectiva debido a la alta identificación que los lectores encontraban en los personajes, además de ofrecer soluciones políticas y sociales a los problemas de entonces– sólo puede leerse como un documento, y no como la novela que intenta ser.
Por lo tanto, ¿existen virtudes en la escritura que no tienen que ver con la creación lingüística, virtudes que son parte del ritmo y la dosificación, y que traspasan el límite, aunque sea casi imperceptiblemente, entre literatura y ficción pasatista? La novela, como la leyenda, comienza en el lenguaje, en el sentido que Edipo o Medea son personajes típicos, ejemplares por sus actos, incluso antes de convertirse en las grandes tragedias griegas. Del mismo modo, Robin Hood o los personajes de la mitología africana o americana funcionan como modelos más allá de la poesía que los toma para crear sobre ellos una nueva capa narrativa. ¿Una novela debe profundizar en la psicología de sus héroes? La novela moderna ciertamente lo hace, pero las leyendas antiguas no. La psicología de Edipo fue deducida por Esquilo y por Freud, pero el personaje simplemente está ahí, fijado en un estado puro y terrible.
El problema es que una novela debe “contar una historia” y dar vida a personajes ejemplares incluso si describe solamente sus comportamientos exteriores. La psicología de D’Artagnan es divertida, pero el personaje se convierte en legendario. En Rojo y Negro, de Stendhal, la psicología de Julien Sorel es, en cambio, compleja. Es cierto que hay una diferencia entre la novela histórica, que nos permite entender toda una era a través de sus personajes, y las novelas de espadachines, que transcurren en un período determinado, pero podrían transcurrir en cualquier era o lugar sin perder su encanto. Pero no estamos hablando de obras de arte cuya grandeza y espesor nadie discute. Estamos hablando de escritura mítica, que es una cosa completamente diferente. Pierre Souvestre y Marcel Allais también alargaban sus trabajos para abultar su facturación. Sus cuentos de Fantomas no son lo que se dice un ejemplo de escritura, pero el personaje supo convertirse en una leyenda urbana que obsesionó a muchos, incluidos los surrealistas. El Rocambole de Pierre-Alexis Ponson du Terrail, en cambio, todavía nos entretiene, pero nunca pudo convertirse en leyenda.

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