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Domingo, 5 de agosto de 2007

PáGINA 3 › ADIóS A CLAUDIO URIARTE

Despedida

 Por Susana Viau

Claudio Uriarte era un autodidacta, se llevaba muy mal con las computadoras, con Internet, con los correos electrónicos, con el discado internacional y hasta con las escaleras. Una marca en la nariz daba testimonio de esa impericia. Sin embargo, se obstinaba en vivir en departamentos donde, para llegar a la cama, debía superar el escollo de una docena de escalones. El sábado 28, a la hora de la siesta, los pies se le volvieron a enredar justo cuando estaba llegando a la planta baja. Y como en él las cosas banales solían adquirir una importancia angustiante, desmesurada, el golpecito en el parietal derecho desencadenó una hemorragia. Tenía 48 años, un hijo, dos matrimonios y un libro publicado, El Almirante Cero, el trabajo monumental sobre Emilio Massera que escribió en tres meses y fue paradigma de las biografías no autorizadas de los ’90. Era evidente a qué maestro tributaba: “Yo tenía un modelo, el más grande del género, Isaac Deutscher”, decía. Claudio había sido un joven trotskista y el pasaje por la izquierda le dejó un profundo conocimiento de los teóricos del socialismo. Al entrar en la madurez, para escandalizar o tal vez por un profundo desprecio a ese tembladeral al que llaman progresismo, se convirtió en un tipo de derechas. Para que no quedaran dudas de la autenticidad del viraje, colocó una foto de Donald Rumsfeld sobre su computadora y se declaró admirador de George Bush, de la justicia infinita y del Partido Republicano.

Es posible que el no-lugar al que lo condenó la historia familiar haya alimentado su tendencia a moverse en el corazón de las contradicciones: no terminó el colegio secundario, pero era dueño de una vastísima cultura (“Me encantaba hablar de música con él –contó su amigo, el crítico Federico Monjeau, el día del entierro–; no conocía la técnica musical, pero entendía la música”); tenía gustos exquisitos y despreciaba la vulgaridad, pero se manejaba como un igual con los más humildes (“sabía estar”, dijo otro de sus incondicionales el domingo al anochecer); sabía que sabía y sabía cómo escribía, pero era peligrosamente vulnerable a la opinión ajena. Lo que se dice, un hombre singular, tan singular como sus amores, como su último amor, una peruana joven y pequeñita con la que pasó momentos felices.

Uriarte tenía claro que el periodismo es un oficio menor, inductor de espejimos y al que no hay que entregarse en cuerpo y alma porque suele traicionar a los dos. Apenas lo suficiente para hacer de él un trabajo respetable. Nunca ocultó, por tanto, que sus primeras líneas las escribió a los 18 años en el diario Convicción, un invento de la Marina. Después, formó parte de la sección Política Internacional de Clarín y de Página/12. Un mes antes del sábado de mala suerte, o de mala muerte, lo habían contratado como columnista en Ambito Financiero. Alguien, en esos corrillos que repasan a media voz la vida del difunto, recordó que tiene tres novelas inéditas. Una de ellas, dijeron, se llama El precio del oro y merece ser leída. Le asignaron el nicho 1432 del cementerio de Chacarita. Al fin de cuentas, un lugar.

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