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Domingo, 25 de mayo de 2003

PáGINA 3

Contra la tolerancia

por Ricardo Forster

La palabra progreso, portadora antaño de los ideales civilizatorios de la modernidad occidental, ha sido reemplazada por la palabra tolerancia, que se ha convertido en la nueva fórmula expansiva del capitalismo de fin de siglo. Mercado, democracia y tolerancia son las columnas sobre las que se sostiene el edificio de una sociedad fundada en el acrecentamiento de la desigualdad, de la sospecha y de la negación del otro. La tolerancia se vuelve un mecanismo del olvido, permite a sus portadores eliminar de un plumazo la memoria del dolor y promueve el equívoco de una falsa armonía, de una convivencia fundada en la simulación; a través de su omnipresencia busca cubrir los fallidos profundos de un sistema que, habiendo prometido el ideal de una mayor equidad entre los hombres, acaba el siglo desplegando formas extremas y quizás inéditas de la desigualdad y la injusticia. Su sola portación parece garantizar las buenas intenciones de aquellos que ocultan sus complicidades detrás de una falsa retórica, de aquellos que han hecho de la democracia un vacío mitificado, una gigantesca justificación de su indiferencia ante las “promesas incumplidas” de un orden civilizatorio que, al doblar el milenio, ha fracasado en toda la línea. Hemos quedado, en el plano de lo material, por detrás de las conquistas revolucionarias de la Ilustración, mientras que nuestro lenguaje y nuestros discursos siguen impertérritos su marcha autojustificadora y resplandeciente. Las palabras se han independizado de los hablantes y siguen solitarias su camino hacia la mistificación.
Pero no es sólo en el plano social y político en el que podemos ver cómo la palabra tolerancia se pronuncia en el vacío o para echar un velo sobre la efectiva (in)diferencia que los individuos y las sociedades contemporáneas sienten hacia el otro; también ha cuajado en el plano de las ideas y de lo que se ha denominado el “pensamiento débil”. Muertas las ideologías, desbarrancados los metarrelatos modernos y estallado el sentido unificador de la historia, somos contemporáneos de una lógica de la dispersión que se traga las antiguas sustantividades hasta producir una atmósfera liviana y casi sin peso en la que flotan multitud de pensamientos, teorías, ideas, palabras, conceptos, discursos y juegos de lenguaje que se mezclan sin conflicto y gozosamente, disponiéndose a devenir productos que se intercambian en el mercado persa de las ideas y los valores. Allí lo que reina es la tolerancia o, mejor dicho, la absoluta disponibilidad para la rápida metamorfosis o el giro de ciento ochenta grados. Ya no hay conflicto que empañe el comercio de las ideas ni pasiones que ofrezcan su inútil anacronismo en un mercado que se ha vuelto copia exacta de ese otro Gran Mercado capitalista en el que el principio de tolerancia constituye el fundamento y el punto de partida.
En el reino de las ideas, la tolerancia representa la inutilidad de toda confrontación allí donde la presencia de otro discurso se me vuelve tolerantemente (in)diferente; su existencia no me roza ni cuestiona mi propia interpretación, es parte de una multitud de ofertas que siguen su rumbo sin tocarse las unas con las otras pero aceptando el derecho que cada una posee a continuar siendo parte del mercado. La (in)tolerancia sólo surge cuando nos salimos del reino de las ideas e intentamos internarnos en territorios que no nos corresponden; allí se acaba la liviandad, la proliferación democrática de ofertas, el flotar graciosamente en el éter del deseo realizado, y lo que emerge es la tachadura, la discriminación o, más grave y difícil de combatir, la fagocitación de un mercado cultural que hace de la tolerancia su verdadera arma para desactivar la presencia otra de lo que se opone a esa lógica del flotamiento insustancial.
En la muerte de la polémica podemos observar el síntoma del reinado exclusivo y triunfal del principio universal de tolerancia. La bondad inunda el mundo y vierte sobre sus habitantes la luz del autoengaño, sus resplandores encandilan cualquier otra realidad o la convierten en parte de esa extraordinaria luminosidad que lo envuelve todo y a todos. Latolerancia posmoderna se eleva sobre la asfixia de las ideas y las pasiones, reina sobre el renunciamiento de una inteligencia que se había forjado a sí misma en conflicto con el mundo. Plegarse festivamente a la lógica de la época desplegando hasta el hartazgo la retórica de la buena conciencia que, como todos sabemos, ha hecho de la tolerancia su santo y seña para entrar sin complejos ni culpas al reino de este mundo (en el que toleramos a todos aquellos que no pueden o no desean estar). Simulación y renunciamiento que se camuflan en la omnipotente presencia de lo democrático convertido en mito inexpugnable, en excusa ideológica que permite al sistema proliferar, despojando de toda legitimidad a sus adversarios, a cualquier voz que se levante para denunciar las falacias profundas de un orden civilizatorio que ha ido devorando a los hombres y al planeta escudándose en aquello que la astucia de la razón dominante ha convertido en verdad indiscutible e irrebasable.
Las palabras, al ser despojadas de su sustantividad, flotan en el éter de lo afirmativo, se pliegan a las necesidades de un orden que todo lo absorbe y todo lo tolera; máquina de procesar y triturar que nos pone ante el abismo de no poder pronunciar ninguna palabra que no sea reducida a expresión liviana; mecanismo efectivo que despoja a la crítica de su dimensión reveladora para convertirla en charla académica. Ganados por el principio sacrosanto de la tolerancia, ya no encontramos la fuerza suficiente para enfrentarnos al vacío de sentido y a la intolerable deshumanización que está allí, entre nosotros, pero sobre la que nada potente y profundo alcanzamos a decir en la medida en que, ablandados por las infinitas prácticas de la tolerancia, no podemos ser legítimamente (in)tolerantes con aquello que nos debería producir náuseas. Es tiempo, quizá, de abandonar aquellas palabras que hunden su insustancialidad venenosa en el corazón de nuestra capacidad crítica, de abandonarlas para ir en busca de otras capaces de impulsarnos más allá de la pasividad y del autoengaño; palabras antiguas y nuevas que nos ofrezcan la oportunidad de recuperar la aventura y el riesgo de pensar contracorriente.

Fragmento de Crítica y sospecha, el libro de Ricardo Forster que la editorial Paidós distribuye en estos días en Buenos Aires.

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