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Domingo, 31 de agosto de 2003

PáGINA 3

Todos queremos que existan los marcianos

POR LEONARDO MOLEDO

Esta fue una semana marciana. No menos que la que tuvo Kepler en 1609 cuando, estudiando la órbita de Marte, encontró la primera de sus tres grandes leyes y puso orden en el sistema solar. El telescopio permitió estudiar a Marte mejor. En el siglo XVIII William Herschel, el descubridor de Urano, llegó a la conclusión de que la atmósfera marciana era similar a la terrestre y vio, con su gran telescopio, que poseía casquetes de hielo en los polos Norte y Sur. En 1877 se descubrieron dos pequeñas lunas marcianas a las que se les dio el nombre de los feroces caballos que arrastraban el carro de guerra del dios Ares: Fobos (miedo) y Deimos (terror).
Marte está ahí en el cielo nocturno y verlo renovó, esta vez, la mezcla de temor, respeto y fascinación que siempre inspiró. En la Antigüedad, su color rojo llevó a que se lo vinculara con el fuego, la guerra, la sangre y la destrucción. Los persas lo llamaron Guerrero Celestial; fue Harmakis para los egipcios. Los babilonios lo llamaron Nergal, el que cuando está apagado trae suerte, pero si brilla transporta la desgracia. Los griegos lo asociaron al temible Ares, dios de la guerra que se mezclaba con los mortales en brutales batallas, como se puede leer en La Ilíada. La versión romana fue Marte.
Pero Marte no es solamente un dios. Es un engranaje del sistema solar. Es la tierra de los mitos, donde buscamos rastros de vida, donde se refugiaron los monstruos y los ogros, los duendes y las hadas, las feroces serpientes que asolaban los mares. Y es el lugar que la imaginación pobló de seres extraños, que descienden directamente de aquel dios griego que se mezclaba en las cosas de los hombres. Marte es el lugar adonde nosotros, los hombres y mujeres de la Tierra, pensamos ir y establecernos. Es la meta inalcanzable, la primera estación en el viaje a las estrellas.
En 1877, Marte deparó la sorpresa más grande de toda la historia del sistema solar: el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli, a través del telescopio, vio que la superficie marciana estaba cruzada por una serie de delgadas líneas oscuras y rectas que llamó “canales”. Canales marcianos... agua... era la época del Canal de Panamá, del Canal de Suez, y la idea de los canales y la gran ingeniería estaba en el aire, y en el agua.... Un astrónomo norteamericano, Percival Lowell, se tomó al pie de la letra la idea de los canales, y en 1894 se imaginó una gran civilización marciana, mucho más avanzada que la terrestre, que había construido los canales para transportar el agua desde los polos y regar los desiertos de su exhausto planeta. Esos gigantescos canales de irrigación, con las estaciones, permitían que avanzara y retrocediera una franja oscura de vegetación verdosa. Imaginó que Marte tenía una larga historia de grandes y sangrientas civilizaciones guerreras, y pacíficas culturas humanísticas, que habían construido ciudades fabulosas a lo largo de los maravillosos canales.
Habían nacido los marcianos y la idea de que Marte estaba habitado por una gran civilización prendió en todo el mundo, en grandes y chicos del mismo modo que se hablaba de los países fabulosos del Preste Juan en la Edad Media o, después del viaje de Colón, se pobló el nuevo continente americano con toda clase de seres fabulosos.
Hubo toda clase de excesos. Espiritistas, novelistas y teósofos incluyeron a los marcianos entre sus temas favoritos. Las enormes distancias interplanetarias eran “salvadas” con comunicaciones telepáticas o viajes impulsados por fuerzas espirituales. En 1894 la médium Hélène Smith afirmó que solía viajar a Marte habitualmente a través de una “proyección astral”. Hélène también entraba en trance y hablaba “en marciano”. “En Marte tenemos una fauna exuberante, una vegetación maravillosa y nuestros habitantes viajan en autos sin caballos y en máquinas que permiten volar. Nuestros cultivos peligraban, por eso debimos crear los canales... era la única manera de llevar agua a nuestrasgranjas”. Hélène también había visto los canales y era natural que así fuera: la polémica sobre la vida en Marte estaba firmemente instalada en la cultura popular.
En 1913 observaciones cuidadosas con el telescopio mostraron que los canales eran simples ilusiones ópticas y la comunidad científica comenzó a perder las esperanzas de encontrar una civilización similar a la humana en Marte: era un planeta desierto y helado; el pavoroso frío reinante volvía la vida más que improbable.
Pero la idea de una civilización alienígena se había apoderado de la imaginación colectiva. A fines del siglo XIX, H. G. Wells publicó La guerra de los mundos, donde se relataban las peripecias de una invasión marciana. La novela causó impacto, sí, pero la noche del 30 de octubre de 1938, Orson Welles hizo, por radio, una broma terrible: los radioescuchas de la cadena norteamericana CBS oyeron un informe escalofriante: la radio anunciaba una invasión desde Marte... “Sabemos ahora que en los primeros años del siglo XX, seres más inteligentes que el hombre, y sin embargo mortales, vigilaban atentamente nuestro planeta. También sabemos que, mientras los humanos se dedicaban a sus quehaceres, otros seres los examinaban y estudiaban con toda exactitud y minuciosidad, lo mismo que el hombre, valiéndose del microscopio, examina a las criaturas que pululan y se multiplican en una gota de agua”.
Los radioescuchas sufrieron un verdadero bombardeo de noticias apocalípticas, y el impacto fue enorme. De los seis millones de oyentes que tuvo la emisión, un millón doscientos mil se la tomó al pie de la letra.
La gente tenía recuerdos de la Primera Guerra Mundial y preveía el estallido próximo de la Segunda. Con Hitler en Alemania, el miedo a una invasión estaba a flor de piel. No más que en otras épocas a los monstruos o a los bárbaros, pero ahora, de acuerdo con los tiempos, los invasores llegaban desde el cielo. Los únicos que no se engañaron fueron los aficionados a la ciencia ficción: les resultó sospechoso que la situación se pareciera tanto a las historias que ellos conocían. Pero lo que sucedió esa noche mostró cuán profundamente se había instalado el mito de los marcianos, y el miedo que enseguida trepó al cine. Los monstruos, los temibles, los extraños, venían ahora de Marte.
Los marcianos volvieron en 1947; algunas pruebas secretas del ejército norteamericano hicieron creer al público que se había capturado una nave extraterrestre, naturalmente, marciana. Más tarde, un productor alemán fraguó un video en el que se veía la autopsia que los norteamericanos le habían hecho a un alienígena. Aunque estos hechos se desmintieron una y otra vez, y la cosa no tiene mucho sentido, no es fácil convencer a los que tiene una fe ciega en los marcianos. Marte es un planeta frío y sin vida, como se pudo ver esta semana por los telescopios, pero no por eso se han de abandonar las fantasías de Wells, de Burroughs y de Bradbury.
La verdad es que el programa radial de Welles y el caso Roswell tienen factores en común: el autoengaño, la sugestión, la creencia. Pero eso es simplemente psicología de una situación, o análisis mediático. Hay un componente más profundo, más esencial: y es que, en realidad, todos queremos que existan los marcianos. En el fondo es un profundo anhelo. Tal vez tengamos miedo, pero no por eso los deseamos menos, como se anhelaba a los monstruos atemorizadores que salían de los bosques para visitar a los hombres que dormían en sus camas de piedra. Los monstruos y los duendes abandonaron los bosques que se talan sin misericordia y se convierten en regiones desiertas, o son destruidos por la lluvia ácida; las náyades abandonaron los ríos, los lagos y las fuentes contaminadas; las hadas dejaron de volar en las fiestas de cumpleaños; y, sobre todo, los viejos dioses que acompañaron a la humanidad desde sus primeros pasos abandonaron los cielos y los dejaron vacíos. Sólo quedó el espacio profundo, sin vida ni inteligencia. La humanidad está aislada en un océano cósmico, y así, nos preguntamos: ¿quién está allí? No queremos estar solos en el universo, y enviamos señales de radio, llamados, naves de exploración, o nos imaginamos seres venidos de afuera.
No queremos estar solos.
Aunque tengamos miedo.
Todos queremos que existan los marcianos.
Pero los marcianos no existen.
¿Quién existe entonces?
Marte se acercó a la Tierra, y las filas largas en los telescopios trataron de contestar esa pregunta.

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