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Domingo, 14 de septiembre de 2014

DESPEDIDAS MURIó JOAN RIVERS: SU HISTORIA DESDE LOS ’60 HASTA FASHION POLICE

LA LARGA RISA

 Por Cecilia Boullosa

¿Quién se reinventa después de los 70 años? ¿Quién se anima a hacer chistes con Ana Frank, Obama, el aborto, la reina de Inglaterra, la vagina seca de Madonna o la suya? ¿Quién, al momento de su muerte, tiene agendadas más de 80 presentaciones porque un día sólo puede ser un buen día si está lleno de compromisos de trabajo? ¿Quién es capaz de hacer reír a generaciones a través de los años y hasta el final, superando una máscara de botox, implantes y liftings? El jueves 4 de septiembre pasado, a las 13.13 hora de Nueva York, en el hospital Mount Sinai, murió la mujer que podía y solía hacer todo eso: Joan Rivers. Tenía 81 años.

Rivers murió en el Upper East Side de Manhattan, pero había nacido en Brooklyn con el nombre de Joan Molinsky. Padre médico, madre ama de casa, a los veinte comenzó a ganarse la vida haciendo stand up en los bares del Greenwich Village. La gran oportunidad de su carrera le llegaría ocho años después, cuando la contrataran como gag writer en The Tonight Show, de la NBC, entonces conducido por Johnny Carson. Una noche de febrero de 1965 convenció a los productores de que la dejaran hacer su rutina en vivo. En muchas entrevistas, Rivers recordaría esa presentación como mágica, “esas noches en que todo sale bien”. Grácil, ocurrente, jovencísima, con todo el futuro por delante, el público la adoró. “Cuando terminé, Johnny Carson dijo: ‘Vas a ser una gran estrella’ y esa noche mi vida cambió. De un día para otro”.

Desde ese momento se entregó a la misión de hacer reír a cambio de dólares y aplausos. En el documental Joan Rivers: a piece of work (2008), disponible en Netflix, se la ve en su departamento al estilo María Antonieta, rodeada de su corte de agentes y asistentes y peleando con voracidad y por teléfono cada centavo de sus contratos. Se fastidiaba cuando le sugerían achicarse: “No quiero vivir con cautela. Entonces prefiero trabajar y vivir de esta forma y pasarla bien”. Su adicción al trabajo fue una cualidad que la acompañó hasta el final. En un gran fichero guardaba, por temas, todos los chistes con los que alimentó su carrera.

Heredera de cómicas como Moms Mabley y Phyllis Diller, de quien fue guionista por muchos años y amiga eterna, los videos de sus primeras actuaciones hoy pueden sonar inocentes, pero en el momento desconcertaban (Jack Lemmon se levantó indignado de uno de sus shows) o parecían de mal gusto. Rivers aludía al aborto en sus monólogos cuando la palabra ni siquiera se podía nombrar, se reía de su cuerpo (en especial de su chatura) y del matrimonio. Con el tiempo, su humor se fue volviendo cada vez más salvaje, creía que no había tema ni personaje que debiera esquivar: la locura de Tom Cruise, el clan Pitt-Jolie, el énfasis de Madonna en mostrarse siempre joven, los kilos de Adele y las hermanas Kardashian eran algunos de sus blancos favoritos en Fashion Police, su programa en E! que la acercó a las nuevas generaciones y donde hacía un tándem maravilloso con Kelly Osbourne.

A su muerte, varios colegas, como Bette Midler, describieron la vida de Joan Rivers como “tragicómica”. Y en esto también tendría algo que ver Johnny Carson, el hombre de la TV que la había tocado con la varita para convertirse en una estrella. Luego de veinte años de participar como comediante en The Tonight Show, en 1983 se transformó en guest host permanente (reemplazaba al conductor cuando se iba de vacaciones) y en 1986 Fox la tentó para tener su propio late night show. Carson lo tomó como una traición y nunca más le habló (de hecho, Rivers estuvo prohibida en el show durante más de dos décadas, hasta este año, en que Jimmy Fallon, el actual conductor, la volvió a invitar) y su propio programa fracasó. “Nadie quería ver a una Joan Rivers amable”, justificaron los directivos del canal. Rivers sería la única mujer en conducir un late show en TV nacional y también la última. Hay quienes creen que su malogrado paso por un género tan masculino y tan estadounidense les cerró las puertas a las futuras comediantes.

La racha mala no se detendría. En 1987, Edgar Rosenberg, su marido, socio y padre de su única hija, Melisa, con el que se habían casado cuatro días después de conocerse, se suicidó en Filadelfia. “Me dejó sin carrera y con un montón de deudas.” La diva recurriría a su capacidad de resiliencia y se rearmaría financieramente a fuerza de películas clase B –hasta filmó con Melisa una especie de biopic sobre la muerte de su marido–, de encabezar shows en teatros sórdidos del interior de Estados Unidos y de escribir libros de autoayuda.

Tal vez fue su manager quien mejor describió su pelea por sobrevivir al paso de los años y de las modas: “Uno no puede ser golpeado por un rayo si no está parado afuera en la lluvia. Nadie puede estar parado en la lluvia más tiempo que Joan Rivers. Ella se quedará acá, es la última persona en pie, ella dejará que llueva, dejará que llueva, sabe que un rayo puede golpear en cualquier momento, porque ella ha sido golpeada por más de uno”.

A pesar de despotricar contra la vejez –“nadie quiere ver viejos en la televisión”– y de hacer chistes sobre su propia decadencia y deformidad, sus últimos años fueron de esplendor. Rivers siguió vigente hasta la sencilla operación de cuerdas vocales que terminó mal. Como ella quería, con una agenda cargada de compromisos y con la latencia del aplauso y de la risa del público, que era lo único que la alimentaba espiritualmente. En una de las escenas más lindas de su documental, Rivers está en bata, despatarrada en el piso lujoso de su baño lujoso en Nueva York. Escribe con letras enormes, a prueba de una vista anciana, los chistes de su próximo show. Mientras los lee, no puede parar de reírse, adelantándose a la respuesta del público. La risa ronca y vieja llega como un eco desde atrás de su máscara de botox, pero todavía tiene la fuerza para hacer retumbar paredes.

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