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Domingo, 21 de septiembre de 2014

ERQUE, CHARANGO Y COSMOS

 Por Mariano del Mazo

En los años ’60 la producción nacional de guitarras criollas no dio abasto y hubo que importar guitarras del Brasil. La palabra boom era la onomatopeya de los ásperos, ilusos años en blanco y negro de Mayo Francés y Cordobazo. Todo podía detonar. Todo parecía la antesala de algo. Todo parecía ocurrir al mismo tiempo. El boom folklórico ocurrió en paralelo con el boom de la literatura latinoamericana y fue un fenómeno extendido, con eje paisajista en Salta y eje social en Mendoza, que pedía más y más guitarras como combustible; carbón de una locomotora ancestral que diseminaba zambas, cuecas y tonadas por todo el país. Algunos cantaban desde el punto de vista del patrón, otros desde la mirada del peón. En cada manzana de cada barrio había una profesora de guitarra que enseñaba “La López Pereyra”, “Zamba de mi esperanza” y “Los sesenta granaderos”. Los chicos iban a clase con algo de resignación: en las radios empezaban a sonar Los Beatles. “Me gusta mucho el folklore del norte del país –dijo Cerati hace ocho años, y estas semanas el testimonio fue rescatado–. Creo que se lo debo a mi primera profesora de guitarra. De ahí seguramente vino ‘Cuando pase el temblor’, que es un carnavalito. En una época me interesaba el universo que sugería Leda Valladares.”

La profesora de guitarra de barrio de Luis Alberto Spinetta fue, en verdad, un profesor. Se llamaba Dionisio Bisoná, enseñaba en Republiquetas y Avenida del Tejar, y supo acompañar al padre de Luis en su incursión como cantor de tango. “Fueron unas pocas clases –dice Rodolfo García–. Los acordes básicos. Después el Flaco se mandó solo y empezó a absorber todo lo que pasaba en su época.” Beatles y Piazzolla, surrealismo y pop art, Waldo de los Ríos y Huanca Huá. Una de sus primeras canciones fue una zamba, “Barro tal vez”, escrita a los 15 años; fue también una de las últimas que grabó Mercedes Sosa, precisamente junto a Spinetta. Alguna vez el Cuchi Leguizamón dijo: “Toda gran zamba encierra una baguala dormida: la baguala es un centro musical geopolítico de mi obra”. ¿Qué encierra la obra de Luis Alberto Spinetta que, parafraseando la canción que le escribió a Lennon, “nunca oímos en tiempo”?

Más de 60 artistas que grabaron un disco monumental titulado Raíz Spinetta vienen a señalarnos una arista insospechada, la folklórica. ¿El centro musical geopolítico de su obra es el folklore? Absolutamente no. Pero mucho se ha escrito sobre la matriz beatle y urbana de Almendra, de los aires jazzeros y de bossa nova; del hard rock a lo Zeppelin de parte de Pescado Rabioso; también sobre el jazz rock de Jade, el tecno pop de Privé, etc. Más allá de la obligada mención a la iniciática “Barro tal vez”, el folklore fue una ausencia que, aun como ausencia, pasó inadvertido en el análisis de su música. Sin forzar rítmicas, respetando las melodías originales, una cantidad de músicos más o menos conocidos, sumado a una parte del círculo áulico spinetteano (Machi, Grace Cosceri, Juan del Barrio, Leo Sujatovich, Rodolfo García, Marcelo Torres) hallaron una zamba dormida en “Laura va” o en “Dale gracias”, o una baguala en “En una lejana playa del animus”. Se podrá decir: cualquier músico cambia una rítmica. Sí, pero no: la mayoría de las versiones fluyen con una naturalidad total. Había algo dormido ahí, que acaba de desperezarse. Es cierto que cada uno oye y ve el Spinetta que desea oír y ver. El espíritu inasible de su temperamento –que parte justamente desde una cultura barrial hasta el infinito y más allá, con paseos por Jung, Wilhelm, Castaneda, Foucault, Gino Vannelli o John McLaughlin para aterrizar, otra vez, en el barrio, como quería Beto– autoriza cualquier apropiación. Alguien vio las posibilidades folklóricas y hace un año tiró una piedrita que se convirtió en alud. Se llama Mauro Torres, es operador técnico de Radio Nacional y spinetteano feroz. Pensó unos micros para Nacional Folklórica, los habló con Marcelo Simón, los realizó junto a Pedro Patzer, llamó al guitarrista Néstor Díaz y los músicos fueron sumando voces y arreglos, uno por uno. Juan Quintero, Suna Rocha, León Gieco, Liliana Herrero, Jorge Cumbo, Lorena Astudillo, Franco Luciani, Juan Carlos Baglietto, Teresa Parodi, Bruno Arias... la lista es extenuante. Los hijos de Spinetta autorizaron, Eduardo Martí aportó la foto de Luis niño vestido de gaucho y el diseñador Ale Ros encontró en su cajón cuatro dibujos que Spinetta le había dado en los años de “Para los árboles”: eran raíces y árboles. Todo cerró.

Quedó un álbum triple, como una hemorragia cancionística: la desmesura no es brutal, es elegante, nada enfática, a la medida del homenajeado. Si aquella histórica noche de las Bandas Eternas fue el gesto de Luis Alberto Spinetta en el que nos quiso decir –con menos soberbia que autoridad– “el rock argentino soy yo”, ahora el folklore –si es que eso existe, si es que hay algo que no sea “folklore”– revela que esta obra va aún más allá, que se puede escuchar diferente, que perviven mundos escondidos debajo de esas canciones. Que todas las hojas son del viento.

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