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Domingo, 21 de septiembre de 2014

BOCATTO DI CARDINALE

GASTRONOMIA La primera mención al queso parmesano aparece en 1350, en las páginas del Decamerón de Bocaccio. Los spaghettis fueron importados a Sicilia por los musulmanes. La pizza solía provocar náuseas porque les recordaba a los comensales el brote de cólera que asoló Nápoles en el siglo XIX. Estas y otras curiosidades aparecen en Delizia! (Debate), el libro del historiador inglés John Dickie que se propone contar la historia de la comida italiana –y la historia de Italia a partir de su comida–. Divisiones, resquemores y crueldades entre clases sociales, el hambre como un elemento fundacional y el largo camino que recorrió el país para consolidar algo parecido a una comida nacional y no un conjunto de platos regionales.

 Por Juan Pablo Bertazza

Si no comés, no te vas a morir. La sugerencia pertenece a la extraordinaria y repugnante La gran comilona (1973), película de Marco Ferreri que despliega un banquete pantagruélico, escatológico y tanático. Aquella sugerencia urgente, ambigua y, en algún punto, hermética que uno de los sobrevivientes le vomita al otro promediando la película ofrece la clave no solo del espíritu repulsivo de aquella censurada producción italofrancesa sino también de la riquísima (y, por qué no, asquerosa) relación de los italianos con la comida.

Si bien Delizia! (Debate) –el libro del historiador y periodista inglés John Dickie, especialista en Italia e italianos– no menciona ese suicidio gastronómico grupal que aun hoy genera reacciones de todo tipo, su lectura, entre otras cosas, ayuda a entender mucho mejor la película. Y, por supuesto, el tremendo peso simbólico que para Italia tiene la comida.

Y aunque seguramente le haya servido de referencia, Dickie se desmarca del Barthes abstracto y poético de Mitologías que definía el bistec con fritas, por ejemplo, en términos del corazón de la carne, la carne en estado puro, quien lo ingiere asimila la fuerza taurina. En ese sentido, no van a sentirse del todo satisfechos con este libro los comensales asiduos de Palermo que se llenan con eufemismos y frugalidad

cool. No, en Delizia! pueden encontrarse, sí, algunas definiciones pintorescas y explicaciones históricas de los platos más emblemáticos de la cocina italiana. Sobre todo en lo que respecta a su episodio cero: los imprescindibles spaghettis, llevados a Sicilia por los musulmanes, o incluso el queso parmesano, cuya primera mención, según Dickie, se remonta al año 1350, en una de las páginas de El Decamerón de Bocaccio. Pero hasta el queso más antiguo también da cuenta de todo tipo de pugna social ya que, sin dar cifras ni pruebas al respecto, Dickie asegura que al día de hoy, se trata del producto más robado en supermercados italianos.

Al margen de esos divertidos datos puntuales, Delizia! se propone contar más que la historia de la comida italiana, la historia de Italia a partir de su comida: divisiones, resquemores y crueldades entre clases sociales, el hambre como un elemento bisagra y fundacional de su historia y, por supuesto, el largo y sinuoso camino que recorrió el país para consolidar algo parecido a una comida nacional y no un conjunto amorfo de platos regionales que es, sin lugar a dudas, la consecuencia lógica del patriotismo regional, o incluso ciudadano, que los italianos arrastran desde la Edad Media. Lo notable es que ese orgullo nacional por su comida a los italianos les llegaría mucho después incluso de lo que fue el Risorgimiento, el proceso histórico de Unificación de Italia, que culminó en 1861.

El título Delizia! no está exento, por lo tanto, de cierto cinismo. Más que la historia del gusto, el libro propone una historia del disgusto, tal como muestra la emblemática evolución de la pizza, hoy la comida preferida en el mundo pero que, en sus comienzos, generaba náuseas entre los italianos por relacionarla con la pobre suciedad de Napoli y el tremendo brote de cólera que azotó la ciudad del equipo de Maradona hacia finales del siglo XIX.

DIVIDE Y COMERAS

En el Nápoles del siglo xviii, la pasta se convirtió en un plato del pueblo: aquí, los pobres compran maccheroni a un vendedor ambulante y se los comen con las manos; al fondo se divisa el Vesubio. Escena tomada de un cuadro francés de principios del siglo XIX.

Dicho de otra forma, así como Barthes enhebra mitologías, Dickie se dedica a derribar mitos acerca de la comida italiana. Su modelo es, en todo caso, la archiconocida pero no por eso menos impresionante frase de Walter Benjamin según la cual “no existe un solo documento de civilización que no sea a la vez un documento de barbarie”. Y la primera idea civilizada que derriba Dickie es aquella según la cual la comida italiana sería producto de la inspiración de los campesinos cuando, en realidad, las masas rurales se alimentaban de manera pésima, a tal punto que el único modo que tenían de ingerir carne era comiendo animales que habían muerto por enfermedad. Por el contrario, asegura que la comida italiana es profundamente urbana y prueba de eso es el hecho de que tantos platos hayan sido bautizados con nombres de ciudad: bistec a la florentina, jamón de Parma, saltimbocca a la romana, pizza y milanesa a la napolitana o risotto a la milanesa. Recién a mediados del siglo XX, a partir del inédito crecimiento industrial entre 1958 y 1963, se puso en marcha una suerte de revolución de la comida que equilibró un poco la balanza gastronómica.

Pero además de esas luchas intestinales, Delizia! demuestra que la comida no sólo es una guarnición que acompaña las injusticias sociales sino que también, en cierta forma, las estructura y moldea. Quizá no haya otro caso tan claro en el mundo respecto de la incidencia notable de la comida en torno de los abismos ideológicos que surcaron la historia italiana, en un extremo que va desde las terribles comilonas con que las autoridades católicas digerían la amenaza protestante y, al mismo tiempo, estiraban en forma pantagruélica el largo cónclave que se extendió desde el 29 de noviembre de 1549 hasta el 7 de febrero del año siguiente y en el que, contradiciendo el dicho popular, murió más de un obispo; hasta la frugalidad que imponía Mussolini –no pasar más de diez minutos en la mesa y, en lo posible, no detenerse para comer– y que llegó a expresar en un insólito poema en honor (y ahorro) al pan: “Honren el pan/ gloria de los campos/ fragancia de la tierra/ festín de la vida/ no malgasten el pan/ la riqueza de la Patria/ el regalo más dulce de Dios”.

SIAMO FUORI

Mussolini visita una trattoria de su región de la Romania que fue construida especialmente en el Circo Máximo de Roma para una exposición celebrada en 1938.

Delizia! es un gran mapa en el que confluyen literatura gastronómica y comentarios de escritores; recetas de platos de la Edad Media, el Renacimiento y la actualidad; reseñas de curiosas compañías gastronómicas como la del Caldero que, a principios del siglo XVI en Florencia, organizaba cenas dentro de una gigantesca olla hecha con un barril de vino, y hasta un curioso juego de mesa que inventó en 1691 Giuseppe Mitelli para contrarrestar la prohibición de los juegos de cartas. Similar al juego de la oca, la cucaña disponía de un gran tablero en cuyos casilleros figuraban especialidades gastronómicas de distintas ciudades italianas que los jugadores podían saborear de acuerdo con la suerte de los dados: desde el turrón de Cremona hasta el premio mayor, la mortadela de Boloña.

Pero, una vez más, el plato principal del libro son las diferencias que encarna y genera la distribución de la comida, no sólo en el seno de Italia sino incluso respecto de su relación con otros países. Las relaciones de oposición con la comida francesa (de la cual a los italianos les costó muchísimo tiempo desligarse y dejar de imitar) son más que claras: mientras en Italia la gastronomía empezó siendo puramente regional, en Francia, por el contrario, durante los siglos XVII y XVIII, la corte parisiense se encargaba de imponer el gusto en todo el territorio.

Algo muy distinto sucede con el desprecio que, aún hoy, los italianos sienten por la comida inglesa, a la cual consideran una mezcolanza de sabores sin sentido.

Pero el caso emblemático en cuanto a relaciones internacionales gastronómicas tiene que ver con el Nuevo Mundo. En uno de los puntos más altos del libro, Dickie relata las oleadas inmigratorias italianas hacia el Río de la Plata a partir de la comida. Apenas pisaban tierra argentina, lejos de sentir nostalgia por la polenta que, en su país, estaban obligados a comer a diario, muchos italianos pudieron vengarse de los terratenientes comiendo casi hasta el hartazgo, tal como indica una de las cartas que uno de los campesinos recién llegados le envía a su familia: “Aquí, todo el mundo, desde los más ricos hasta los más pobres, se alimentan cada día de carne, pan y sopa”.

Con esa mezcla de rencor que dejaban atrás y oportunidad que no iban a dejar pasar es que los italianos, paradójicamente, fuera de Italia, empiezan a dar verdadero sentido a la cocina de su país –y encima esto no lo viene a decir un italiano sino un inglés–.

Como si se propusiera revelar el otro lado de la gastronomía, más que preocuparse por dejar un buen sabor, Delizia! se preocupa por mostrar que el ingrediente secreto y más importante de esa gran cocción que significó la gastronomía italiana no fue otro más que el hambre.

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El mercado urbano ha sido el centro de la próspera cultura gastronómica de Italia desde la Edad Media. Frutas y verduras a la venta en un fresco del Castello di Issogne, provincia de Aosta, hacia 1500.
 
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