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Domingo, 5 de octubre de 2014

VOY A PERDER LA CABEZA POR TU AMOR

CINE A los 79 años, y menos de un año después de que su hija Dylan lo acusara en The New York Times de haber abusado de ella, Woody Allen estrena su nueva película, la número 44 de su más que prolífica carrera. Magia a la luz de la luna es una comedia ligera y una historia de amor ambientada en los años ’20. Divertida, la película se pregunta con cierta angustia sobre qué habrá después de la muerte y lo hace a través de la fascinación de un hombre ultrarracional (Colin Firth) por una joven espiritista, la talentosa Emma Stone, que con su encanto y frescura consigue transtornar al hasta entonces indomable escéptico.

 Por Mariano Kairuz

En su película número 44, Woody Allen vuelve sobre temas y motivos que atraviesan buena parte de su obra –la magia y el espiritismo, el choque entre misticismo y razón– y a una década que evidentemente lo fascina (la de 1920). Pero aquello a lo que muchos críticos estadounidenses le dedicaron buena parte de su atención fue a que en su centro hay un hombre de cincuenta y pico que se enamora de una chica de 25, al punto de perder la cabeza y de pronto y al menos por un rato, abandona su hasta entonces inclaudicable racionalidad, y cede ante aquello que despreció durante toda su vida.

La razón por la que la mera insinuación de un affaire entre el racionalista indoblegable, cínico y misántropo interpretado por Colin Firth (54 años en la vida real) y la pelirroja clarividente que encarna Emma Stone (25) en Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight) perturbó a algunos críticos de medios influyentes es la diferencia de edad. Y esto es así porque en algún momento, entre que Woody Allen terminó de filmar su nuevo film ambientado en Europa y su estreno norteamericano (dos meses atrás), tuvo lugar el escándalo en el que Dylan Farrow involucró al director con una carta abierta en The New York Times, acusándolo de haber abusado sexualmente de ella dos décadas atrás. El artículo aparecía, furiosamente indignado, en plena temporada de premios a la trayectoria y nominaciones por Blue Jasmine, para recordarles a lectores y espectadores quién era ese hombre al que estaban llenando de honores. “¿Cuál es tu película favorita de Woody Allen?”, desafiaba Dylan en el comienzo de su acaso genuinamente dolida pero falaz exposición.

Falaz, porque no hay ningún inconveniente en nombrar las películas favoritas en una filmografía con más de cuarenta títulos y varias obras maestras (Manhattan, Annie Hall, Hannah y sus hermanas; múltiples posibilidades), que no dejarían de serlo aunque las más monstruosas acusaciones lanzadas sobre su autor probaran ser verdaderas. Puede que la insistencia de Allen en narrar el embelesamiento de un hombre mayor por una joven que parece aun más joven de lo que es sea un poco difícil de pasar por alto, pero esto tiene que ver con varias cosas que el director viene haciendo en sus películas desde hace mucho tiempo, y con varias de sus obsesiones de siempre, que no responden únicamente a pulsiones eróticas, sino también a ansiedades existencialistas.

Su nueva musa –Emma Stone ya está filmando su próxima película con Woody y Joaquin Phoenix– es joven, pero apenas un año más joven que cuando Diane Keaton inició su larga serie de films con él, en Sueños de un seductor. Más joven era Scarlett Johansson cuando hizo Match Point (tenía menos de veinte), la primera de sus tres películas con Allen. Pero no hay abuso de ningún tipo en Magia a la luz de la luna, salvo quizá la relación extorsiva entre gentes de muy distinta posición económica, y en todo caso el asunto discurre entre adultos. Lo que se ha incrementado, inevitablemente, es la diferencia de edad entre Woody Allen, que ya tiene 79 años, y su secuencia de musas, desde los tiempos de Keaton, luego Mia Farrow, Scarlett y ahora Stone. Tal vez, la búsqueda de la juventud, de un artista obsesionado desde siempre con la idea de su propia finitud.

En el extraordinario prólogo de Magia, ambientado en Berlín en 1928 (en parte en un cabaret en el que Ute Lemper hace un cameo como una suerte de Marlene), el ilusionista “oriental” Weing Ling Soo es reclutado por un viejo colega y amigo para desenmascarar a la vidente Sophie Baker (Stone), de quien se sospecha que está embaucando al hijo de una adinerada familia norteamericana afincada en la costa francesa. El tal Weing Ling es el gruñón y antisocial Stanley (Firth), que cuando se saca el maquillaje de su acto deja de creer en nada que no se pueda ver o tocar. Para el nietzscheano agnóstico Stanley, no hay Dios ni fe que valga, ni más allá, ni nada después de la muerte. Le encantaría, alega, que alguien le probara lo contrario, pero ya sabe que no hay esperanza, y con ese rigor lleva sus días. De más está decir que, a pesar de la enorme, voluntariosa resistencia con que encara la misión encomendada, está destinado a caer embobado por la psíquica. Como todo el mundo.

Y en parte el secreto de esta livianísima comedia de Woody Allen –una de esas en las que la misantropía del protagonista es si no parodiada al menos puesta humanamente en perspectiva, contrastando con sus entradas más serias e irritantes, como Conocerás al hombre de tus sueños– es que consigue encandilarnos con Emma Stone, y esa belleza que todavía depende mucho de su encantadora lozanía. Su radiante juventud la ubica en el extremo opuesto de esa certeza de la muerte que parece acosar a Woody Allen con un poco más de insistencia que al resto de los cineastas de su tiempo. En Magia..., Stone encanta dentro y fuera de la pantalla, con su espíritu ligero, su historia de supervivencia, su rostro luminosamente rosado y esos ojos tan enormes que parecen pintados por Margaret Keane y que el fotógrafo iraní Darius Khondji ilumina de tal manera que sus pupilas se achican hasta casi desaparecer y dejar dos iris redondos y gigantes, como un truco de hipnotizador. En Vanity Fair, el crítico Richard Lawson opina que a ella se la ve demasiado contemporánea como para sentir que pertenece realmente a los años ’20; sin embargo, su espigadísima figura luce los vestidos de época como si hubiera nacido hace 90 años. Tal vez Lawson confunde con contemporaneidad lo que el director vio en ella y que no siempre se encuentra en sus films más recientes: frescura. En ese doble juego –vintage y actual– Stone encarna esa resistencia a la nostalgia que Allen explicitó en el mayor éxito comercial de su carrera, Medianoche en París, burlándose un poco de esa tara de que “todo tiempo pasado fue mejor” (“Woody no podría ni siquiera vivir en una época sin aire acondicionado”, dice su hermana y productora de siempre, Letty Aronson): no hace falta vivir mirando atrás; muchas cosas incluso mejoran con el tiempo; y nunca dejan de nacer chicas bellas, parece decir.

Ningún fan de Allen –que de chico fue un hábil prestidigitador con “inclinaciones criminales”– va a pensar en Magia a la luz de la luna cuando se le pregunte, como lo hacía Dylan Farrow, como su película favorita, pero su compacta hora y media se pasan casi sin que nos demos cuenta, de la misma manera en que el descreído Stanley no alcanza a ver a tiempo que ha caído bajo el hechizo de la chica de las vibraciones psíquicas. Después de todo, lo único que quiere el ilusionista renuente es, como Allen, sentir que es posible que haya algo más que esto. “Es –dice el director– como un personaje en una película de Bergman. Quiere creer, pero no puede porque su sentido común, su inteligencia y su lógica le dicen claramente: lo que ves es lo que hay. Vivimos un tiempo, y luego todo se termina. Eventualmente todo el universo va a haber desaparecido, con las obras de Shakespeare y de Beethoven. Mi madre dice que fui un niño feliz hasta los cinco, y después me volví agrio. No pasó nada, no hubo ningún trauma, solo pasó que me di cuenta de esto, de que todo se va a terminar. Uno necesita un gran mecanismo de negación para atravesar la vida, o se vuelve muy oscuro. Intentá despertarte a las 3 de la mañana, cuando no hay distracciones, y vas sentir el escalofrío.”

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