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Domingo, 26 de octubre de 2003

NOTA DE TAPA

Terror, mentiras y video

El asesinato del periodista norteamericano Daniel Pearl, secuestrado y decapitado en enero de 2002 por un grupo islámico paquistaní, fue el motor que impulsó a Bernard-Henri Lévy a recorrer medio mundo (de Karachi a Washington, de Nueva Delhi a Londres), a seguir los rastros del malogrado corresponsal del Wall Street Journal y a desentrañar una trama donde confluyen el fundamentalismo terrorista, el antisemitismo, los servicios secretos paquistaníes y una geopolítica regional al filo de la catástrofe. Con un pie en el mejor periodismo de investigación y otro en la literatura, el fruto de la pesquisa de Lévy –las 540 páginas de ¿Quién mató a Daniel Pearl?, aún inédito en la Argentina, del que adelantamos aquí el primer capítulo– es también el retrato de dos vibrantes arquetipos de la historia contemporánea: el periodista occidental ecuánime, tolerante, que, ávido por conocer y entender al Otro islámico, encuentra la muerte en el camino, y el terrorista erudito, formado en las mejores escuelas de Londres, que lo manda matar y registra su ejecución en video. Un comentario del periodista Marc Kravetz –especialista en temas de Medio Oriente– y un reportaje a Bernard-Henri Lévy completan este anticipo de un libro que dará que hablar.

por Marc Kravetz

El 31 de enero de 2002, el periodista norteamericano Daniel Pearl, tomado de rehén por un grupo islamista paquistaní, es asesinado en un suburbio de Karachi y decapitado por sus secuestradores, que luego difundirán un macabro video de la ejecución. A la mañana siguiente, el instigador del secuestro es detenido en Lahore junto a tres de sus cómplices. Desde entonces, Omar Sheik –que se presenta como el cerebro de la operación– ha sido condenado a muerte por un tribunal paquistaní. Hay actualmente otros procesos en marcha, pero la mayoría de los protagonistas del secuestro del periodista han sido claramente identificados y están tras las rejas.
De entrada, pues, o casi, la pregunta que da título al libro de Bernard-Henri Lévy –¿Quién mató a Daniel Pearl?– tiene respuesta. No sólo conocemos a los asesinos; ellos mismos se tomaron el trabajo de mostrar y suscribir un crimen del que se enorgullecen. Pero es ahí, evidentemente, donde empiezan todas las preguntas que alimentan las cerca de 540 páginas de la investigación que lleva al autor de Karachi a Delhi, de Londres a Washington, de Kandahar a Sarajevo. Y la lista no está cerrada.
El 31 de enero de 2002, Bernard-Henri Lévy estaba en Kabul, en el marco de la “misión de reflexión sobre la participación de Francia en la reconstrucción de Afganistán”. Fue el presidente afgano Ahmid Karzai quien le dio la noticia de la ejecución de Daniel Pearl. El autor no conocía al periodista, o quizá se lo había cruzado algunos años antes en Asmara, Eritrea. Pero es evidente que hay algo más, o algo distinto, en su decisión de acometer este libro, escrito en un estado de urgencia casi febril.
No entraremos aquí en los detalles de esos nueve meses de pesquisa en los arcanos del islamismo anglo-indo-paquistaní y sus múltiples seudópodos. Ése no es, por otra parte, el tema principal del libro, aun cuando nos enseñe mucho al respecto, a veces, incluso, a riesgo de extraviar un poco al lector que no esté muy familiarizado con esa región del mundo. El tema, el verdadero tema, es una inmersión “en el corazón de las tinieblas”, primero en Karachi, megalópolis de un Paquistán que es a la vez aliado (y protegido) de Estados Unidos y un punto de cruce para los movimientos y sectas fundamentalistas, “jihadistas”, que están en guerra abierta con el Occidente de los “cruzados y los judíos”, como dicen los comunicados de Al-Qaida o de los diversos partes de Osama bin Laden.
Son tantas las estupideces y puerilidades que se han escrito y se siguen escribiendo sobre el tema que en este punto hay que agradecerle a Bernard-Henri Lévy que no se haya dejado llevar por los clisés fáciles y los prejuicios. He ahí una señal de fidelidad a aquel por quien se escribió este libro, a Daniel Pearl, precisamente, que también intentaba entender apasionadamente y que lo pagó con su vida. Es evidente que Daniel Pearl es uno de esos periodistas excepcionales, no único pero sí infrecuente, que sabe producir la prensa anglosajona. Norteamericano y judío –dos palabras de una importancia flagrante, que tendrán un peso trágico en los hechos que vendrán–, Pearl es, pues, de esos que no se sienten cómodos en el mundo maniqueo con el que se pelotean los fundamentalistas cristianos y musulmanes.
Es periodista, no ideólogo, y el choque de las civilizaciones, que los predicadores islamistas esgrimían antes de que lo teorizara en inglés el profesor Huntington, no es decididamente la brújula que le permitirá orientarse en el mundo post 11 de septiembre de 2001. Cultura, generosidad y rigor profesional son las armas con las que investiga en los medios islamistas de Karachi. Así, piensa, podrá ganarse la confianza de sus interlocutores, por más enemigos declarados de su país que sean.
Corresponsal en India del Wall Street Journal, ese enero de 2002 Pearl está en Paquistán para investigar –¿entre otras cosas?– los rastros de Richard Calvin Reid, el hombre de los zapatos tramposos del Airbus que hace París-Miami, arrestado tras intentar activar un explosivo disimulado en las suelas de sus zapatillas. Busca en particular encontrarse con un tal Sheik Mubarak Ali Shah Gilani, jefe de una secta islamista con la que Calvin Reid estaba en contacto. Un hombre se ofrece a abrirle puertas, o al menos dice estar en condiciones de abrirlas. Ese hombre es Omar Sheik, su futuro asesino. Es evidente que esa clase de investigaciones siempre son difíciles y siguen caminos tortuosos. Los profesionales lo saben. En este caso, las promesas de Omar Sheik escondían una trampa. Para Sheik, y quizá también para otros, Pearl era un blanco. Sin saberlo, por supuesto, y sin siquiera sospecharlo, el periodista cayó en la emboscada.
Para disimular su propia investigación, Bernard-Henri Lévy finge ante sus interlocutores que está escribiendo una novela sobre Daniel Pearl. A lo largo del camino descubriremos que nadie se engaña demasiado al respecto, no por mucho tiempo, al menos, pero que esa ficción de ficción, por así decirlo, no es tan ficticia como parece.
Queda claro que ¿Quién mató a Daniel Pearl? es ante todo el relato de una investigación, pero no por ello el escritor deja de ser un novelista. Hay varios momentos del relato que son reconstrucciones intimistas, pero más allá de eso la construcción misma del relato está organizada alrededor de los dos personajes centrales, Daniel Pearl, la cara soleada, y Omar Sheik, la cara sombría, dotada de una veracidad documental indiscutible pero cuya “presencia” tiene una densidad absolutamente novelesca.
Nadie pondrá en duda la simpatía del autor por el periodista asesinado. Bernard-Henri Lévy no hace trampa cuando identifica su pesquisa con la de Daniel Pearl. Más paradójica parece a primera vista la empatía que demuestra tener con Omar Sheik. El personaje, es cierto, tiene con que sorprender. Sería mucho más cómodo imaginarse a los asesinos fanáticos con cara de asesinos genéticamente programados para no ser otra cosa que lo que son. Sería poco tranquilizador, pero sería previsible.
Lo que resulta perturbador es que Omar Sheik, de origen paquistaní pero ciudadano británico, nacido en Londres, de buena familia y con pasaporte inglés, sea el instigador de ese crimen abominable organizado y ejecutado con un control perfecto de la situación. Y además hay que agregar que ese joven que no tiene 30 años fue un escolar meritorio y un notable estudiante de la prestigiosa London School of Economics, ajedrecista emérito, para más datos, al que todo el mundo vaticinaba un porvenir radiante. Al parecer, Sheik debía su “conversión” al Islam militante y jihadista a la tragedia bosnia. ¿Había estado en Sarajevo o no? ¿Y si los caminos de Omar y de Bernard-Henri Lévy se hubieran cruzado? Todo es posible. Lo cierto, al menos, es que a partir de allí, el destino del joven Omar Sheik pega un salto antes de llevarlo a Afganistán y a la India, donde hace su primera experiencia como terrorista “jihadista” y secuestra a un grupo de turistas ingleses y norteamericanos. Esto sucedía hace unos diez años. De los ocho a que lo condenan, pasará seis en una prisión india, hasta ser liberado a raíz del secuestro de un avión en 1999. Bernard-Henri Lévy jamás oculta su fascinación por este personaje complejo y contradictorio.
Omar Sheik tampoco es una excepción en las órbitas directivas de los movimientos islamistas más violentos, ya se trate de Al-Qaida o de la Hezbollah libanesa, por citar sólo los más conocidos. El itinerario de esta elite de jihadistas que hablan varias lenguas y asisten a las mejores escuelas de Inglaterra, Alemania o Francia, lleva a Bernard-Henri Lévy a plantearse una pregunta temible: “¿Y si el terrorismo fuera el hijo natural de una pareja diabólica formada por el Islam y Europa?”
Pero la pregunta obsesiva que atraviesa el libro es otra. Es la del título, por supuesto, pero –más aún– es también la del porqué. ¿Por qué era necesario matar a Daniel Pearl? ¿Quién deseaba su muerte hasta ese punto, a ese precio?
Algunas respuestas, por supuesto, se caen de maduras. Daniel Pearl era periodista, norteamericano y judío, tres cosas que en la logomaquia de los grupos islamistas justifican una condena inapelable. En términos globales, los periodistas son considerados “espías”, como tantas veces tuvieron queentenderlo nuestros desdichados colegas secuestrados en el Líbano en los años ‘80.
Los Estados Unidos son el enemigo por excelencia, y mucho más, si eso fuera posible, luego del 11 de septiembre de 2001. Cruzada contra cruzada, la guerra se ha declarado y se libra en todas partes. El odio contra los judíos y de los judíos, por otra parte, resume todo lo demás.
Está también, por supuesto, el conflicto entre Israel y Palestina, pero por dramáticos que sean sus episodios, y contra los lugares comunes que circulan sobre el tema, eso no lo explica todo. O sí, pero a condición de no considerar a Israel como un Estado cuya política es discutible por definición o podría incluso ser juzgada como detestable, sino como la figura del Mal absoluto. A partir de lo cual todo judío es por definición una encarnación de ese Mal. Daniel Pearl podía actuar como un periodista independiente, un ciudadano crítico y un judío orgulloso de serlo y negarse, de todos modos, a identificarse con una causa y una política determinadas, pero nada de eso podía salvarlo. Al contrario: según parece, todo lo que empujaba al periodista a abrirse a los otros y a la comprensión del mundo, de ese mundo en particular, todo eso que a nosotros –lectores– y al autor nos lo vuelve querible y precioso, no podía sino alimentar en sus verdugos las peores sospechas. Asesinarlo, sin duda, debió resultarles una tarea liviana, si no fácil.
Pero ¿alcanza eso para explicar su secuestro y su ejecución? Bernard-Henri Lévy tiene sus dudas, y es difícil no darle la razón. En este punto ya no se trata de una reconstrucción novelesca; el relato se convierte en investigación pura, y lo que esa investigación descubre es tan apasionante como perturbador. La participación de los servicios secretos de Paquistán (la temible ISI, que está en el centro de todas las intrigas de la región y de la que Omar Sheik es, como lo demuestran las evidencias, un allegado, si no un agente directo), los vínculos con Al-Qaida, los enigmas del programa nuclear paquistaní y sus recaídas en los movimientos terroristas, las alianzas de Estados (en las que Paquistán se codea con Corea del Norte y con el Irak de antes del 20 de marzo de 2003) y la culminación, con esa sorprendente y explosiva mezcla de grupos que aparecen alrededor del secuestro y la ejecución de Daniel Pearl: ése es el abismo vertiginoso al que nos arrastra Bernard-Henri Lévy en los últimos capítulos de su libro.
Todo lleva a creer, en efecto, que en vísperas de su secuestro, Daniel Pearl trabajaba sobre asuntos más que sensibles. Todo lo que el periodista era les daba a los criminales un amplio margen para actuar, pero todo lo que hacía, y lo que sabía, volvía imperativa la necesidad de silenciarlo. Puede que algunos de sus asesinos estén en prisión, puede que Omar Sheik haya sido condenado a muerte –condena que ahora espera apelar–, pero es más que verosímil que los que dieron la orden están en algún otro lado y ocupan posiciones bastante más encumbradas. De modo que ¿Quién mató a Daniel Pearl? Si el libro de Bernard-Henri Lévy no da una respuesta definitiva, al menos impide decir que el caso está cerrado. Y sus implicancias recién han comenzado.

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