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Domingo, 26 de octubre de 2003

DESPEDIDAS

Uno de los nuestros

Creador del detective Pepe Carvalho, Manuel Vázquez Montalbán murió el 18 de octubre en el aeropuerto de Bangkok. Prolífico, incansable y comprometido, este Dumas contemporáneo y comunista fue también un encarnizado gourmet, un fanático de Buenos Aires y uno de los escritores más queribles de la lengua española. A continuación, algunas razones para extrañarlo.

POR CARLOS GAMERRO

“Más de una vez”, escribe Borges en “Nuestro pobre individualismo”, “ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote han bastado para salvarme de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de una afinidad”. Borges pudo sentir esa afinidad en dos líneas del Quijote. En mi caso necesité una novela entera; esa novela fue Los mares del sur y es la cuarta de la serie Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán.
La había visto un par de veces de oferta en las librerías de la calle Corrientes, que solían rematar los sobrantes de las copiosas ediciones del Premio Planeta, y por aquel entonces (¿sería el ‘84, o el ‘85?) casi nadie conocía al detective Pepe Carvalho y los libros tardaban en venderse. Habiendo leído La soledad del manager en la colección “Best Sellers Serie Negra”, me abalancé sobre la oportunidad. En La soledad había encontrado la primera novela negra satisfactoria en lengua española, es decir: una que me provocaba sensaciones morales y estéticas comparables a las que me deparaban las novelas menores (más genéricas) de Hammett y Chandler, o las buenas de Cain, Goodis o Himes. No esperaba encontrarme con algo más cercano a las grandes del género: El largo adiós o La llave de cristal.
La novela cuenta la historia de un exitoso empresario catalán, Carlos Stuart Pedrell, que al acercarse a los cincuenta decide dejarlo todo –familia, nombre, riqueza– y, como Gaugin, irse a los mares del Sur. Un año después aparece muerto en un descampado de un barrio marginal de Barcelona, de la que nunca había salido, y Carvalho debe investigar qué hizo de su vida a lo largo de todo ese año. Eventualmente descubre que Pedrell, que de joven era socialista y tenía veleidades de intelectual y escritor, y de grande construía inmensas urbanizaciones para estafar pobres en las afueras de Barcelona, se ha condenado a vivir en San Magín, una de las barriadas que ha perpetrado, “interpretando el papel de un Gaugin manipulado por un autor fanático del realismo socialista, un autor cabrón dispuesto a castigarlo por todos los pecados de clase dominante que había cometido. Y ese autor era él mismo”. No hay redención en la elección de Pedrell; tampoco hay solidaridad ni (como sucedió ente nosotros por aquella época) “opción por los pobres”, ni una estrategia política de “proletarización”. Sólo hay autocastigo. Y su muerte es una de las más inútiles de la literatura, casi tanto como la de Geoffrey Firmin, el cónsul alcohólico protagonista de Bajo el volcán.
Luego leí muchas de las novelas de Vázquez Montalbán, todas de la serie Carvalho, pero si tuviera que elegir una que definiera la singularidad de su autor, sería sin duda ésta. De hecho, sería la misma si tuviera que elegir mi novela española favorita del siglo XX. La única competidora que se me ocurre es La colmena de Camilo José Cela, que quizás esté mejor escrita. Pero Los mares del sur es infinitamente más triste. No soy, de todos modos, el más indicado para juzgar sus méritos literarios: carezco de la objetividad necesaria, la llevo demasiado cerca del corazón. Sólo ver su lomo rojo entre los negros de sus compañeras (como es primera edición, difiere de sus hermanas de colección) me llena de íntima tibieza. Y cada tanto, irresistiblemente, alargo la mano hacia el estante, la abro en cualquier parte y comienzo a releer.
“Las vanas simetrías” a las que se refería Borges coinciden a grandes rasgos con eso que Jorge Semprún, a propósito del “soberbio español” de Ortega y Gasset, denomina “el viscoso acervo de la castellana retórica”: “el engolamiento; la retórica par andar, tan contentos, por casa; el rebuscamiento arcaizante o geologizante; la insufrible y pegadiza cursilería”. Releo algunas páginas de Vázquez Montalbán y no encuentro nada de eso. Sí, con cierta sorpresa, algunos de esos españolismos que, simpáticos en las películas y tolerables en las novelas, tan insoportables resultan en las traducciones. Me sorprendo porque, al menos en la memoria, su textura verbal (dada, más que por la elección de las palabras, por la manera de combinarlas, por el ritmo, las pausas, la respiración de su prosa) lo acerca más a Arlt u Onetti que a sus contemporáneos españoles. Es una sensación extraña, quizás inexplicable, que a veces también me asalta cuando rememoro (más que releo) páginas de Cervantes, y nunca cuando son de Cela, Quevedo, Baroja o Galdós.
A lo largo del siglo XX, España e Hispanoamérica han tenido varias veces que tenderse la mano a través del océano: con la inmigración, a principios de siglo; tras la derrota republicana en la Guerra Civil, que nos benefició enviándonos las mejores mentes y corazones de España; la posibilidad de escribir y publicar que América dio a los españoles exiliados durante la larga penumbra franquista... Y luego el reflujo: España como refugio para los exiliados políticos de las dictaduras latinoamericanas, para los exiliados económicos de sus democracias después. La relación, tomándola como un promedio, ha sido no la tan cacareada de madre e hijos, sino la fraternal. Apenas en alguna que otra privatización abyecta, en el poder de la industria editorial española y su control de los circuitos de distribución, que hace que los autores latinoamericanos deban publicarse allá para poderse leer entre ellos, y en la curiosa mitología sobre la corrección de la lengua asociada a la inexplicable veneración del diccionario de la RAE, se mantienen ciertos resabios de una relación que alguna vez fue asimétrica e imperial.
Vázquez Montalbán es (como más enfáticamente lo fue Neruda en su momento) un “símbolo tranquilo y secreto” de ese vínculo fraterno. Por sus afinidades políticas (la Revolución Cubana, la revuelta zapatista), por sus preferencias culinarias (el asado de tira, el chimichurri, el chinchulín), por haber caminado nuestras ciudades (después de Barcelona, la segunda ciudad de Carvalho es Buenos Aires, donde transcurrirían los capítulos de la serie televisiva “Pepe Carvalho en Buenos Aires”, que Montalbán escribió y nunca llegó a realizarse, pero terminó engendrando una novela Quinteto de Buenos Aires), por su mismo acercamiento a la novela policial, que en español carecía de tradición en España y se había cultivado copiosamente aquí. La España que nos acercan sus novelas no es ninguna madre patria; es un país hermano. Y Manuel Vázquez Montalbán, que murió el pasado 18 de octubre en Bangkok, era uno de los nuestros. La literatura de cualquier país de habla hispana perdió a uno de sus escritores más queribles.

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