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Domingo, 26 de octubre de 2003

PERSONAJES

El abrazo del oso

En treinta años de carrera, Nick Nolte acumuló éxitos, fracasos, films de calidad, bodrios, nominaciones para el Oscar, ex esposas, problemas con la ley, antipatías y adicciones. Lo único que mantuvo más o menos intacto es su personalidad, mezcla de rudeza y vulnerabilidad que lo candidateó siempre a ocupar el trono de Robert Mitchum. El inminente estreno de Un buen ladrón (de Neil Jordan), su último protagónico, obliga a repasar los gozos y las sombras de uno de los energúmenos más resistentes de Hollywood.

POR MARIANO KAIRUZ

Algún crítico norteamericano dijo que con Dog Soldier, el director Karel Reisz “rescató” a Nick Nolte de un destino de modelito pelilargo, rubio y musculoso, apto para publicidades y películas vacías. En ese film de 1978, el personaje de Nolte, llegado de Vietnam, terminaba su viaje demencial bajo tierra, en una tumba improvisada en medio del desierto y espolvoreada con las sobras de dos kilos de heroína. Más de dos décadas después, en una entrevista a propósito de Un buen ladrón, la remake de Neil Jordan del clásico de Jean-Pierre Melville Bob le flambeur, Nolte decía de su personaje que “cuando su suerte se acaba, acude a Lady Heroína”, y que “ese proceso me fascinaba porque yo tuve cierto conocimiento de primera mano de todo eso”. La historia todavía no terminó ni piensa hacerlo, por más que Nolte se esmere cada tanto por dar la impresión de estar de vuelta de todo. Sus declaraciones públicas siempre fueron un dechado de contradicciones, en especial en la época en que recibía a los periodistas en su propia casa vestido con pijama. Sin embargo, la tenaz persistencia de esos polvos blancos en su carrera obliga a preguntarse una vez más sobre las correspondencias que hay entre ciertos personajes y ciertas personas.

Nolte América
En septiembre del año pasado, un policía de la costa oeste norteamericana obligó a Nolte a detener su Mercedes negro modelo 92 en la Pacific Coast Highway, comprobó que estaba drogado y “babeando”, y lo arrestó. Seis meses más tarde, Steve Martin ironizaba sobre el asunto en la ceremonia de entrega de los Oscar, la misma en la que no mucho tiempo atrás Nolte se había ganado cierta antipatía al incluirse entre los que decidieron no aplaudir la entrega del premio a la trayectoria a Elia Kazan, director de Nido de ratas y conspicuo delator al servicio del maccar-thismo en los años cincuenta.
El relativo escándalo del arresto de Nolte pareció hacerse eco de algunos otros faits divers hollywoodenses inmortalizados por el programa E! True Hollywood Story. Marlon Brando lo llamó para decirle que “no escondiera su dolor”. Como Robert Downey Jr., Nolte hizo una suerte de mea culpa y reconoció su “enfermedad”, la pérdida de control a la que lo condujo y el daño que lo obligó a infligirse. Tanto Downey Jr. como Nolte son actores, y la sensación que predomina es que sí, que están actuando. Pero hay matices. Cada vez que a Downey vuelven a encerrarlo uno no puede evitar pensar: “Por favor, déjenlo en paz”. De Nolte, en cambio, uno diría que “se la banca”. Su apariencia, claro, es menos frágil. El drogado babeante que interpretó en esa autopista californiana no es el primer monstruo que le toca interpretar. Y Nolte da toda la sensación de que está preparado para resistir.
Ni villano, ni necesariamente psicópata, la batalla que sostuvo con James Coburn en Días de furia (de Paul Schrader) fue sin duda uno de sus duelos intermonstruos más aclamado. Hubo otros, tal vez mejores y más siniestros, y en películas también mejores y más siniestras. En Delgada línea roja, por ejemplo, Nolte es el coronel Tall, un perro rabioso que no para de ladrar y está dispuesto a incinerar a cuantos hombres sea necesario con tal de ganar una colina en Guadalcanal. También hay algo más que perturbador en el abogado Sam Bowden de la remake de Cabo de miedo dirigida por Scorsese. Pero aunque hay consenso en que Nolte, gracias a cierta combinación de rudeza y vulnerabilidad, es el heredero de Robert Mitchum, el personaje del psycho killer Max Cady (que Mitchum interpretaba en la versión original del film) se lo llevó Robert De Niro, y a él le tocó ser Gregory Peck. Y a ver quién es más monstruo.
Lo que ocurrió con Días de furia es que Nolte encontró cierta sintonía personal con el film. Estaba fascinado por el modo en que la novela de Russell Banks mostraba “la tradición de la violencia familiar rastreándola hasta los Neanderthales. Banks dice que ése es el tipo de relación entre padre e hijo. Que eso es la competencia. Que eso es el éxito. Que eso (esa violencia interna) son los Estados Unidos”.

El príncipe de los mareos
“No soy muy fan de la vida real”, dijo Nolte alguna vez. Y él mismo se dedicó a alimentar la leyenda de la bestia. Nolte el renegado, que después de anunciar que no asistiría a la entrega de los Oscar (“como el cobarde que soy”) terminó ocupando dócilmente su butaca, contó más de una vez que a mediados de los ochenta, mientras filmaban El asesino y la dama, Katharine Hepburn le deseó que se ahogara porque había vuelto a llegar al set borracho. “¿Sabés, Nick? –le dijo–. Spencer Tracy bebía mucho. Pero nunca cuando iba a trabajar. Tenés que controlarte. Ya estuviste borracho en todas las zanjas de esta ciudad.” Y Nolte le contestó: “Casi. Todavía no estuve en todas”.
También reconoció alguna vez que muchas de las cosas de su vida privada que había revelado en las entrevistas eran mentiras y estaban destinadas, muchas veces, a encolerizar a alguna de sus dos ex esposas. Pero entre las infidencias aparentemente ciertas hay una que se remonta a sus años universitarios: una condena a prisión de cuatro décadas y media por vender credenciales falsas a menores de edad. La condena nunca se hizo efectiva, pero privó a Nolte del derecho a votar en su país.
Fue por esa época cuando, casi accidentalmente, ingresó al teatro, después de pasarse varias temporadas errando entre universidades. Nolte no debutaría en cine hasta los casi 35 años. En esa primera etapa filmaría películas que hoy recuerda sin ningún afecto (como El abismo, con Jacqueline Bisset en ajustada remera blanca) y llegarían a ofrecerle el papel de Superman, que no pudo ser porque Nolte adujo que sólo lo haría si lo dejaban “interpretar al hombre de acero como un esquizofrénico”.
La inevitable pregunta sobre si Nolte es o no un actor del Método llegaría con su nominación al Oscar por El príncipe de las mareas. Se sabe que el tipo se perdió en las calles y experimentó durante un tiempo sus precariedades para interpretar con fidelidad el homeless de Un loco suelto en Beverly Hills, que se ocultó en la selva al solo efecto de encarnar al desertor del ejército, tan Coronel Kurtz, de Adiós al rey, y que no suele escatimar la experimentación personal para meterse en la piel de personajes “importantes” como el de Un milagro para Lorenzo.
Hace ya una década, después de participar de algunas pavadas muy bien pagas –Uno contra otro, con Julia Roberts, o la secuela de 48 horas con Eddie Murphy–, Nolte se hartó. A partir de ahí, dijo, “intenté contar las historias que siento cercanas. A veces soy una puta muy obvia y simplemente trabajo por dinero; ésas han sido experiencias francamente horribles. ¿Y quién necesita tener quince Mercedes, no?”. En estos últimos años, sin embargo, sus opciones bendijeron películas más bien malas. En este sentido se destaca un terceto del director Alan Rudolph, en especial Desayuno de campeones, despropósito basado en el libro de Kurt Vonnegut cuyo estreno Nolte avaló de buen grado.
En Un buen ladrón, filmada antes de su arresto, Bob le flambeur se siente un poco viejo, dice haber dejado de interesarse por las orgías en 1972, enfrenta una dura abstinencia encadenándose a la cama y apostando a un costado un balde para vomitar, y se pone cínico: “¿Sabías que la nicotina es más adictiva que la heroína? En serio. Preguntale a cualquier adicto”. Cuando lo convocaron para hacer de David Banner en Hulk, Nolte le dijo a Ang Lee que no tenía ningún interés en hacer un dibujo animado. “Mirá, Nick –le contestó Lee–, yo no sé cómo hacer un dibujo animado, pero sí sé cómo hacer una tragedia griega.” Entusiasmado con una idea tan experimental, Nolte se sumó a un proyecto que desembocaría en un relativo fracaso comercial. Con su aspecto desgreñado y sucio, el actor sale a enfrentar a la bestia que vive dentro de él y participa de un extraño ejercicio teatral cuya única razón de ser quizá sea provocar desconcierto.La fuerza descomunal en la que Nolte/Banner se transforma sobre el final de la película quizá sea la culminación de tres décadas de carrera plagada de monstruos y perros rabiosos. La carrera de Nick Nolte, el tipo que a los 62 años se apresta a filmar los Días de ron de Hunter S. Thompson y es, más que un actor, un rostro furibundo proyectado en el cielo. O un estado de la mente.

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