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Domingo, 2 de noviembre de 2003

TEATRO

La lección del maestro

A los setenta años largos es el único gran maestro del teatro argentino que sigue en funciones, curioso, vital, hostil a toda nostalgia. Dirigió el mítico Centro de Experimentación Audiovisual del Instituto Di Tella, descubrió a Griselda Gambaro, puso en escena un Plauto inolvidable, estrenó el teatro de Thomas Bernhard en lengua española y en los últimos años recibió en cascada, tarde pero seguros, los premios más importantes de la escena argentina. Ahora, a días de estrenar una obra nueva, Postal de vuelo, Roberto Villanueva rebobina vida y obra y cuenta cómo se pasa de Hernando, un pueblo cordobés de tres mil habitantes, sin teatro, a la educación jesuítica, la arquitectura, Beckett, la vanguardia, el exilio y el reconocimiento de la mano de una sola pasión: la timidez.

Por Cecilia Sosa

Una fractura de cadera lo obliga a caminar despacio, con ayuda de un bastón. Pero sus maneras suaves y su risa sonora y tímida a la vez lo muestran dueño de un encanto casi eterno. No es difícil imaginarlo cuarenta años atrás, recorriendo los pasillos del Centro de Experimentación Audiovisual del mítico Instituto Di Tella, con sus mechones de pelo largo, lacio y desgreñado y sus anteojitos redondos, respondiéndole “Sipi” a un policía que quería saber si era hippie. Eran tiempos de Onganía; en la calle Florida pululaban las tribus avant-garde que estimulaban al público a enchastrarse en escenarios embarrados de paratexto, panfletos pop y clandestinidad política.
A los setenta años largos, Roberto Villanueva es el único de los grandes maestros del teatro argentino que sigue en funciones. Los números intimidan: en cincuenta años dirigió más de cien obras y en teatros de España, Francia, Brasil y la Argentina. En realidad, confiesa, ya perdió la cuenta. Este jueves estrena un nuevo espectáculo, Postal de vuelo, de Roberto Winer (el mismo autor de quien el año pasado dirigiera Freno de mano), con el que inaugurará la temporada de verano del Centro Cultural Recoleta en la sala Villa-Villa. Villa-Villa, Villa-nueva. Todo hace pensar que, a falta de aviones, volarán paredes.
Sentado en una silla de plástico, en medio de un decorado “minimalista” con carritos de portaequipaje y cinta transportadora con tos agónica, el director de Almuerzo en la casa de Ludwing W. y la reciente Las variaciones Goldberg da indicaciones delicadas, casi silenciosas. Su espalda luce contenta cuando alza un brazo y reemplaza a puro canto el sonido de aviones que aún no llegaron a grabarse. “A veces fantaseo que hago la música de la escena”, dirá después. “Pero no: la música es cosa seria.”
El punto de partida de Postal de vuelo fue una frase de Rodolfo Walsh que Winer tomó de sus escritos periodísticos: “En Europa está de moda reunirse a jugar al póquer en el aeropuerto... El que pierde se toma el primer avión que se anuncia”. En el aeropuerto de la obra, de la opulencia sólo quedan los recuerdos y cuatro pasajeros de un viaje eternamente trunco que se reúnen todos los viernes a matar el hastío jugando a las cartas. Un dandy decadente (Aldo Braga), un jugador empedernido (Antonio Hugo), una lady semidesnuda con sed de orgías (Victoria Carreras) y un intelectual moribundo que, para colmo, apesta (Roberto Martínez): sobrevivientes de una ciudad sitiada y solitarios protagonistas de un drama donde el tiempo parece no transcurrir. En la puesta de Villanueva, la moral de los desesperados de Winer transita hacia una zona de humor raro, agridulce, que deviene en un final mágico, a puro corte “porteño elegante”.
–Me resisto a ser pesimista. No soporto a la gente que dice “Ay, antes...” Antes tampoco fue tan perfecto. Es como muestran los noticieros: siempre después de una catástrofe aparece una viejita con una escoba vieja, barriendo. Ésa la imagen de la esperanza. La obra me gustó porque tiene un lenguaje conciso: da pie a la propia invención. Es el festín durante la peste, un punto de no retorno.
Los premios llegaron tarde a la vida de Villanueva. Y en cascada, como queriendo enmendar la demora. En 1999 recibió el premio ACE al Mejor Espectáculo por Minetti, de Thomas Bernhard; en 2000 obtuvo el Premio Fondo Nacional de las Artes a la Trayectoria Artística y los premios ACE, Trinidad Guevara y María Guerrero, todos como Mejor Director, por otro Bernhard, Almuerzo en casa de Ludwing W. En 2002 fue nominado al Premio María Guerrero por la dirección de Freno de mano y por Amanda y Eduardo, de Armando Discépolo. Ahora acaba de ser ternado para los ACE 2003 como Mejor Director por Las variaciones Goldberg.
–No llegaron tarde: llegaron cuando tenían que llegar. Nunca me preocupé mucho por los premios ni por hacer una carrera y todo eso. A míme gusta el teatro y trato de hacer el teatro que me gusta. Tampoco soy excesivamente exigente. Hay gente que tarda veinte años en encontrar lo que quiere hacer. Yo entiendo el teatro como un fenómeno social, con ciertas reglas de producción con las que hay que trabajar. Hay obras que hago en base a nada, sin cobrar, y hay otras que tengo que hacer porque tengo que comer. Una cosa compensa la otra. Sólo trato de que no sea demasiado vergonzoso.
El aura de director mítico que acompaña a Villanueva desde que dirigió el Centro de Experimentación Audiovisual del Di Tella (1963/1970) parece menos un manto consagratorio que una coraza sofocante. Casi no hay nostalgia en sus palabras. Al contrario. Recordar aquellas épocas donde manifiestos poéticos y políticos se fusionaban en desordenado placer escénico parece un ritual que cumple casi a su pesar.
–Hace cuarenta años que vengo con el divorcio. Y parece que no termina nunca. En el Di Tella no importaba que estuviera de acuerdo o no. Había cosas que tenía que hacer porque para eso estaba. No estaba para producir éxitos, ni para hacer lo que yo pensaba. Estaba para facilitar propuestas que no las querían en ningún otro lado. Así de sencillo. Gente muy joven que no tenía currículum o gente grande que tenía ganas de hacer cosas que no entraban en otro lado. No se sabía si los happenings y las performances correspondían al área de teatro o al de pintura. Yo le mandaba los proyectos de happenings a Romero Brest –el director del instituto– y él me los devolvía a mí. Se producía una fusión interesante, no tanto en esos seminarios de “correspondencia de las artes”, que también había, sino en los pasillos, donde uno se chocaba con todo el mundo. Timón de Atenas de Shakespeare, por ejemplo, la hicimos con pintores, escultores, músicos, cantantes. El elenco era tan abierto que hasta había actores.
Uno de los descubrimientos de entonces de Villanueva fue Griselda Gambaro. “Tenía que inaugurar la sala y quería hacerlo con un autor argentino nuevo, que fuera con las nuevas tendencias y contra lo que era el arte realista, costumbrista. Leí cantidad de obras, y al final de una pila larga así encontré un texto de Griselda que me pareció fantástico, El desatino. Ahí la estrenamos.”
¿Recuerda haber tenido sensación de vértigo, de estar haciendo historia?
–El vértigo aparece después, al evocarlo. No sé si había vértigo. Había movimiento, una dinámica que movilizaba el ambiente cultural, al margen de los productos que se hicieran. Cuando se habla del Di Tella generalmente se piensa en Nacha Guevara, en Les Luthiers. Pero con ellos no termina la historia. Ellos hacían espectáculos que eran exitosos y me permitían pagar otros que no lo eran tanto. A mí me gustó trabajar con Marilú Marini. El público empezó a ir y debíamos llenar alguna necesidad, porque pronto se convirtió en un centro a nivel mundial.
Villanueva nació en Hernando, un pequeño pueblito cordobés con calles de tierra, 3 mil habitantes y sin teatro. “Mis padres me contaban cuentos. Después, mucho después, descubrí que eran teatro. Me fui cuando tenía 13 años. Tenía que empezar el secundario y mis padres me mandaron a Buenos Aires, pupilo en un colegio jesuita, de hombres: El Salvador. Yo era un chico de campo que nunca había visitado una ciudad. Pero lo pasé muy bien. Soy jesuita como el Marqués de Sade, como Mozart, como Buñuel.”
Su primer contacto con los escenarios fue con el Teatro de Arquitectura de la UBA, con Esperando a Godot, la primera vez que se presentó Beckett en la Argentina. Todavía no tenía 20 años y era estudiante de esa carrera que nunca terminó. ¿Qué le faltó?
–Todo, todas las técnicas. Me atrasé demasiado. Se estaba empezando a organizar un teatro universitario y me acerqué para que me dejaran ver. Una vez tuve que salir de actor porque había faltado uno y decir: “La mesa está servida”. Yo al principio quería escribir; no sé cómo se produjo la transición, pero me di cuenta de que lo que me interesaba era ladirección. Y me quedé. En algún momento me encontré con que era director de Comedia de la Provincia de Buenos Aires. Estaba en eso cuando me llamaron por teléfono para ofrecerme un trabajo en un centro cultural nuevo, el Instituto Di Tella.
¿Qué pasó cuando cerró el Instituto?
–Me quedé literalmente en la calle, con el culo al aire, como dicen los españoles. Fueron casi diez años tratando de ver cómo me reconstruía. No sólo habíamos cerrado, sino que el Di Tella era como una mala palabra. Con ayuda de Claudio Segovia y Nacha Guevara hice Señorita Gloria, de un autor portugués, un unipersonal con Marilú Marini. Ésa fue su revelación, y se fue a París enseguida. Yo seguí haciendo algunas cositas, tratando de sobrevivir. No me daban empleo, estaba como maldito. A Ure y a mí nos echaban de todos lados. Después nos enteramos de que había habido una circular que aconsejaba no darnos trabajo. En un momento se me ocurrió hacer La fuerza del destino. Una bravuconada, porque todo el mundo sabe que a esa obra ni se la puede mencionar, como no se puede usar amarillo, ni lunares, ni claveles. Yo me burlaba pero me tuve que convencer. El día del ensayo general se incendió el telón de boca, y el día del estreno la Triple A lanzó una primera lista de actores condenados a muerte. En señal de protesta, la sociedad de actores suspendió todas las obras. Los productores perdieron toda la inversión. Ya había pasado muchas situaciones de salir a la calle y que parara un auto y me pidieran los documentos. En la puerta de mi casa, en Rodríguez Peña, entre Corrientes y Lavalle.
El exilio, entonces, fue casi obligado.
–Y demoré en irme. Mis amigos me insistían. Ure ya se había ido, después no aguantó y se volvió. Primero me fui a Francia, me llamaron de España, me recomendaba gente que me conocía de acá. Decidí quedarme en Madrid. Ahí empecé a trabajar en serio y ahí también me di cuenta de que era argentino. Un misterio. Cuando era chico me creía que era español; mis padres lo eran y hablaban de España y decían que cuando se muriera Franco íbamos a volver. Pero mi papá se murió antes. En la vuelta de la democracia volví a ver a mi madre, que estaba muy enferma, y enseguida me llamaron para dirigir algo. Seguía viviendo en Madrid, pero todos los años volvía para dirigir. En un momento, no sé por qué, sentí que tenía que volver. Extrañaba. Apenas llegué fui a hacerme un chequeo y me encontraron una tuberculosis avanzada. Me dijeron que no me iba a morir pero estuve un año sin actividad, gastándome los pocos ahorros que tenía.
¿Llegó a pensar en que no iba a dirigir más?
–Hay momentos en que uno lo pasa mal, ve todo negro. Yo nunca había estado enfermo en mi vida. Apenas empecé a reponerme un poco, acepté un trabajito sencillo, para comprobar si realmente podía, y pude. Después cada vez me fui complicando más.
¿Cómo fue volver a su pueblo en los ‘90?
–Me llamaron del Teatro Cervantes para encargarme Botánico, una obra de un autor argentino. Parece que la intención era estrenar en el interior. Yo, como chiste, dije que aceptaba pero si era en mi pueblo, y después me olvidé. Cuando me volvieron a llamar me dijeron que me esperaban, que estaba todo avanzado. Me había ido a los 13 años y volvía con setenta y pico. Me encontré con compañeros de colegio, todo. Estuve un día, un día y medio. Estaba todo tal cual, sólo que asfaltado. Me dieron las llaves de la ciudad y me alojaron en el suite nupcial del hotel.
Uno de los mitos que recorren la vida de Roberto Villanueva es su gran timidez. Dicen que su padre tenía que arrancarlo a la fuerza de sus lecturas de Robinson Crusoe para que saliera a jugar.
–Me gusta la gente tímida, pero alguna desventaja me trajo: no he hecho muchas relaciones públicas. Mientras la gente buscaba que la invitaran a los cócteles, yo buscaba la manera de evadirlos. Y si algún conocidoimportante llegaba a algún sitio importante, yo siempre trataba de no aparecer. Por lo demás, estoy muy contento de ser tímido. Lo recomiendo.
A pesar de su eclecticismo uno de sus autores fetiche siempre fue Thomas Bernhard. ¿Lo conoció?
–Cuando estrené –en castellano por primera vez– La fuerza de la costumbre en el Teatro Español de Madrid, Anagrama, la editorial, aprovechó para invitarlo. Coincidía con el lanzamiento del libro. Pero él dijo que no. Tenía esa costumbre de negarse a ir al estreno y después ir de incógnito. Quizá vio la obra, pero no lo conocí... Mejor: parece que tenía muy mal genio. Al año siguiente murió. A mí no me gusta conocer a la gente, es mejor mantener el misterio. Una vez un amigo me invitó a la casa de una amiga poeta a tomar el té. Me dijo que fuera, que iba a estar Borges. “Qué me interesa –pensé–, si a mí me gusta leerlo.” Pero fui igual. Me aburrí mucho. Borges era más tímido que yo. Intercambiamos dos palabras, pero lo veía tan molesto como yo y eso me ponía más nervioso. Otra vez salía del cine con un amigo periodista y pasamos por Plaza de Mayo. “Acompañame –me dijo–. Pedí una entrevista con el presidente Aramburu y quiero preguntar para cuándo me la dan.” Le dijeron que si quería lo podía recibir en ese momento. “Yo me quedo”, le dije, y me quedé en la sala, sentadito. Los ordenanzas venían y me decían “puede pasar”. Debo haber pasado a la historia como el hombre que pidió audiencia para no ver al presidente.
A diferencia de los directores que no dejan función sin espiar desde la platea, usted es famoso por no ir nunca al teatro y por tener varias obras en cartel al mismo tiempo.
–Las obras, una vez montadas, pertenecen a los actores. Yo estreno y quiero hacer otra cosa. No creo en eso de seguir la obra como un guión estricto. Los actores suelen ser equipos de gente grande: tengo que suponer que son responsables y que han entendido el juego. No es de gente mayor eso de tener ahí a papá vigilando, aunque a veces los actores quieran eso. Dirigir es un juego de azar, ahí se produce la chispa. Pero se llega practicando el oficio: la espontaneidad tiene que tener una forma. Desconfío de los genios; creo más en el trabajo. Antes no iba al teatro para no influenciarme. Ahora oigo y veo poco. Considero que ya he visto bastante. Pasolini dice que en algún momento de la vida hay que decidir entre seguir siendo culto o escribir el poema. Yo creo que llegué a ese punto.

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