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Domingo, 8 de febrero de 2015

CUESTIÓN DE PIEL

PLASTICA En el Museo Nacional de Bellas Artes se puede visitar La seducción fatal, una colección de pintura y escultura que recorre los imaginarios eróticos de fines del siglo XIX y la primera década del XX, el momento en que fue creado el museo y los coleccionistas porteños de la Belle Epoque adquirían las obras de arte europeo. Pero lo más interesante de la muestra son los desnudos ejecutados por los primeros artistas nacionales, como Severo Rodríguez Etchart, Eduardo Schiaffino, Eduardo Sívori o Prilidiano Pueyrredón, que se inscriben en los tópicos hegemónicos en relación con la mirada y el deseo masculinos sobre el cuerpo de las mujeres y también hablan del nacimiento del arte nacional en su faceta más académica y menos conflictiva.

 Por Claudio Iglesias

Dice Osvaldo Baigorria que la pornografía requiere “estar dos veces desnudo: sin ropa y sin trascendencia”. También se puede perder la trascendencia y no la ropa, y mucho arte reciente se encuadra en este segmento. Si lo que se pierde es la ropa cuidando la trascendencia, lo que tenemos es una idea sublimatoria y decimonónica de la belleza física: un ideal que puede tener rasgos morbosos o sagrados como los de la virgen prerrafaelita, sólo cubierta por los lirios que caen de sus manos, o las apariciones femeninas en los sueños espiralados de Thomas De Quincey. El desnudo es el género que cabalga entre tales representaciones en el paso que va del siglo XIX al XX, entre el arte académico y la erótica descabellada (al uso de Franz von Bayros). Y aunque se trata de un ideal bien terrestre y para solaz preferencial de caballeros, suele acudir a relatos mitológicos o fantásticos. Hasta es posible reconocer, bajo los ropajes de una diosa o una reina, a una conocida del bajo mundo. (Al respecto, J.-K. Huysmans describe así a una Teodora presentada en el salón de 1887: “La emperatriz cobra veinte francos la hora, y las telas doradas que la rodean fueron arrendadas a un teatrito de barrio, por un precio también módico.”) Dejando de lado a las chicas que modelan, la prosperidad del desnudo como género pictórico tiene una condición complementaria: la escuela de arte. Así es como el desnudo ingresa en la corriente principal del arte argentino entre 1880 y 1900, un período de escolarización artística masiva y de creación de instituciones académicas bajo los auspicios de la generación del ‘80. Seducción fatal recuerda parte de esta historia, al enfocar secciones gruesas de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes acompañadas de préstamos puntuales. Ernesto de la Cárcova, Severo Rodríguez Etchart y los dos Eduardos, Schiaffino y Sívori, fueron prolíficos artistas y también impulsaron la formación de instituciones nuevas y de una cultura artística urbana, en la época en que Buenos Aires (al decir de Francis Korn) se enorgullecía de ser una “ciudad moderna”. Aunque no tan moderna para soportar ciertas cosas. Es llamativo el caso de Le lever de la bonne (1887) de Sívori, que tras su paso por el Salón en París fue traído a Buenos Aires y exhibido en la recientemente fundada Sociedad Estímulo de Bellas Artes casi a puertas cerradas, en anticipo del escándalo. Es la imagen de la criada de piernas garrulas, desnuda,

EDUARDO SIVORI, EL DESPERTAR DE LA CRIADA, 1887
desenrollando una media al levantarse con ceño afligido. El cuadro viene con incógnita: no sabemos si la criada se despierta de dormir o si acaba de brindarle servicio a algún patroncito. Laura Malossetti-Costa, la curadora de la muestra, descubrió cambios efectuados por Sívori entre la presentación original y la itinerancia porteña de la obra; había unos adminículos higiénicos en la mesa de luz que el pintor cubrió, según su conjetura, para quitar elementos que acercaran la imagen al estereotipo de la prostituta. Ernesto de la Cárcova, el autor de Sin pan y sin trabajo, se luce en una pieza de una vocación puramente técnica: Sorpresa (1896), un desnudo que se mantiene dentro de la tradición escolar en el dibujo mientras se entrega a llamativas iridaciones cromáticas que recorren la piel de la figura como ecos del fondo, resuelto en una pincelada más abierta. La única que se desnuda parcialmente en esta pintura es la cerda del pincel, contraviniendo uno de los mandatos del arte académico, desde Ingres en adelante: ocultar la pincelada como el tesoro más íntimo. El caso de Schiaffino es aparte: fue el ideólogo de su generación y un prolífico escritor, además de lo cual dibujaba tintas laudánicas, pintaba retratos y era entre muchas otras cosas un devoto del desnudo, al que le encuentra una veta risueña que nunca es condenatoria o lasciva. Après le bain (1888) es la descripción feliz de una chica recién salida de la bañera, sentada en un sillón, secándose el pie con la paciencia de una burguesía alegre y próspera; en el rincón hay un esquinero cargado de frascos, de los que hasta llegan a verse las etiquetas, y de la pared empapelada cuelga una bata. Detrás de la bañera, sobresale la puntita de un cuadro en el que se ve un rostro de perfil. Otra obra rara es Desnudo con fondo azul (1895). Y puede verse su obra más conocida: Reposo (1899), ese escultórico cuerpo de espaldas a escala natural, bañado en azul, con unas pantorrillas tan envidiables y enigmáticas que han llevado a Rodrigo Cañete a caratular esta obra como “la Mona Lisa argentina”. Schiaffino también pintó vasos griegos, retratos de amigos, paisajes, entre tantas cosas. Arrasó con los materiales (pasteles y témperas no le fueron ajenos), los motivos y las técnicas que tenía a su alcance. Recordado por Rafael Spregelburd en una de sus últimas obras (por su polémica con un crítico que terminó a los sablazos), Schiaffino fue el intelectual de un naciente arte argentino en condiciones de eclecticismo completo. Tanto en soledad como secundado por sus amigos, fundó la Sociedad Estímulo, el Ateneo y, finalmente, el mismo Museo de Bellas Artes. Fue quien organizó la inaugural Exposición Artística de 1891 y él mismo anotó entonces la hora de nacimiento de la criatura: el arte nacional. La muestra, según comentarios de la época, era un menjunge de elementos disparatados. Pero Schiaffino puso el motor en marcha sin esperar a que se acomodaran los melones: veía el nacimiento del arte argentino en la deriva libre entre los temas y las técnicas del bazar del arte europeo. Y el eclecticismo ciertamente es una marca de la generación del ‘80. No hay mejor ejemplo del caso que Rodríguez Etchart, un diletante completo; de severo tenía el nombre y poco más. La muestra pone una de sus odaliscas (Mujer oriental, de 1899) y otro desnudo bien situado en la tradición escolar (Femme à l’éventail, de 1901). Este es el Etchart de los cuerpos blancos bien terminados (“lamidos” como decía Degas de Bouguereau) que miran con picardía entre tapices y ornamentos. Entre otras piezas, puede visitarse Louly (1901), cuyo marcado interés cromático en el reparto de la luz ya anuncia el giro hacia los postimpresionismos que, dándole la espalda al arte académico, iba a consumir la pintura argentina del Centenario, desde los tempraneros matorrales de Malharro. Si bien la muestra busca el aspecto iconoclasta de los artistas, lo cierto es que los géneros académicos por esa época tenían el cariz serial propio de un sistema artístico oficial, estructurado como una competencia de varias ramas. Pintores de odaliscas como Etchart hay de a cientos y él, que vivió mucho en París, competía entre esos cientos. Ni siquiera sobrevuela en los intereses del arte argentino del momento la construcción de una erótica en el sentido fuerte, como puede ser el caso de un Félicien Rops. El desnudo era un deporte en el que podía buscarse una medalla, como la de bronce que consiguió Schiaffino en una exposición de París y por la que sentía gran orgullo hasta el final de su vida. Y allí hay otra característica del arte académico, especialmente significativa en el clima artístico que rodea a la generación del ‘80: su carácter
GREGORIO LOPEZ NAGUIL, LACA CHINA, 1918
industrial, estructurado profesionalmente para la producción en serie. Artistas académicos son los que pintan a montones. Pero también son montones ellos mismos: en el salón parisino en el que Sívori mostró a su criada se presentaron cuatro mil artistas. Para entender la mala prensa del arte académico, hay que tener noción de su monotonía. Los académicos vernáculos son entonces artistas de oficio: eclécticos, pero con método. Tenían un cuantioso y actualizado repertorio técnico, traído de su paso por Europa, adonde iban a estudiar con becas estatales que hoy dejarían sorprendido a cualquiera. Si el potrero es la metáfora del talento que crece espontáneamente, de los artistas del ‘80 podría decirse que son artistas de granja, fruto de la inversión pública. Por eso es que exponen, tal vez a su pesar, las facetas más industriales de una modernización de la que son protagonistas. Fueron parte, tal vez sin saberlo, del experimento de un Estado que profundizaba su injerencia en todos los ámbitos de la vida, incluidas las bellas artes. Los artistas de este momento son profesionales que repartían su atención entre la mentalidad del singlista competitivo y el espíritu fundacional del pionero. Y el problema de este academicismo argentino no está en sus instituciones, ni en sus obras a veces mayúsculas, sino en su relación con el pasado y con el futuro; una relación trabada por un déficit de ideas. La generación de 1837 había tenido un Sarmiento, pero no un Delacroix. Carlos Martel no da la talla; Prilidiano a la fecha era sentido como un pintor de género (“ultralibertino”), y al corresponsal de Mitre, Cándido López, Schiaffino inteligentemente lo oblitera. No existía un modelo de artista sobre el cual derivar los contornos de un arte nacional (como fue el caso de Ilia Repin en Rusia) y Schiaffino es consciente del problema como pocos. Al no tener referentes sobre o contra los cuales alzarse, el presente podía apoyarse sólo en su propia diversidad interna: la estrategia sumatoria sustituye al antagonismo. Así es que proliferaron el intermitente realismo social de De la Cárcova y Giudici y el historicismo preciosista y tal vez frívolo de Della Valle, junto a montones de odaliscas y princesas orientales recargadas de joyas, entre otros muchos temas sancionados por la actualidad. Todos vuelven sobre la imagen de una modernidad rica, saturada de objetos (hasta los indios de Della Valle parece que se empilchan para encarar el malón) y carente de conflictos. Estilísticamente, los artistas del ‘80 eran perfectos solteros, reacios a cualquier compromiso, sin otra devoción que su oficio. Y así fue como hicieron punta y dieron forma a una cultura artística avanzada y urbana, que respondía a las necesidades de una esfera pública envuelta en una institucionalización creciente. El problema es que dicha cultura, la del arte oficial, estaba dando con ellos sus últimos alaridos. Y la consecuencia poco agradable es que la generación que vino en su reemplazo y que tendría protagonismo en el Centenario (los Malharro, Quirós, Fader) operó una actualización en reversa. Sacaron del armario el interrogante por el arte nacional (que Schiaffino había resuelto de un plumazo), a la vez que miraban de reojo las escuelas europeas, de 1870 en adelante, que nuestros artistas habían mantenido en zaga. Un academicismo avanzado y cosmopolita se trueca entonces por un postimpresionismo rural y retardatario, a tono con el ideal de volver al mundo telúrico que Schiaffino y sus amigos habían dejado atrás para pintar ateliers, chicas desnudas, abanicos y huelgas anarquistas por igual, poniendo a la pintura en línea con el estado de las fuerzas productivas y el desarrollo material de la sociedad urbana. Con los artistas del ‘80 comienza y termina entonces la historia del arte argentino como experiencia continua, y a partir de 1907 sobrevienen reiterados intentos de refundación y vueltas a foja cero en la relación prometedora o angustiante con las vanguardias europeas. Hasta bien entrado el siglo XX, reina el mal de Gómez Cornet, el síndrome del artista que se provincializa por despecho: irse con las ovejas porque la ciudad no ofrece estímulo suficiente. No hay acuerdo sobre el problema central: si es que Buenos Aires está muy lejos de Europa, o más bien muy cerca. La tendencia urbana e intelectual a la que habían dado vida los amigos del Ateneo se desvanece entre pequeñas carreras por fundar, inventar o importar ismos, o bien escapar de ellos y hundirse en el sopor de provincia. Por el resto, la exposición suma un potpourri de pintura mitológica, simbolismo y secesionismo, una obra de Manet, una pieza llamativa de Antonio Ortiz Echagüe y una joven oriental de Juana Romani. Bouguereau está representado por una Venus; Henri-Adrien Tanoux, por una Diana. En el eclecticismo, transitivo a la colección, puede verse la disparidad de intereses de aquellos que hicieron las primeras compras institucionales (sin ir más lejos, el mismo Schiaffino), muy amplias en criterio. Pero unas palabras de Huysmans, escritas en 1887, se iban a convertir en la maldición de todos los eclecticismos: “Uno no puede extasiarse con Delacroix si admira a Bastien-Lepage, y no se ama realmente a Gustave Moreau si se admite a Bonnat, ni a Degas si se tolera a Gervex. No se tiene talento si no se ama y se odia con pasión; el entusiasmo y el desprecio son indispensables para crear una obra. El talento es de los sinceros y de los cabrones, no de los indiferentes”.

La seducción fatal.
Imaginarios eróticos del siglo XIX
Hasta el 15 de marzo en el Museo Nacional
de Bellas Artes
Av. del Libertador 1473
Martes a viernes de 12.30 a 20.30, sábados y domingos de 9.30 a 20.30. Lunes cerrado. Gratis.

SEVERO RODRIGUEZ ETCHART, MUJER ORIENTAL, 1899.

PRILIDIANO PUEYRREDON, EL BAÑO, 1865.

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JUANA ROMANI, JOVEN ORIENTAL, CIRCA 1888-1895
 
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