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Domingo, 22 de febrero de 2015

ES UN MONSTRUO GRANDE

CINE Esta noche Relatos salvajes compite en la categoría Mejor Película Extranjera de los Oscar con varias obras notables. Y entre las que tienen posibilidades de quedarse con el premio (además de la polaca Ida) está la controvertida Leviatán, del realizador ruso Andrei Zvyagintsev, que en un pueblo pequeño cerca del Círculo Polar Artico pone en escena la trama de un poder corrupto e intangible que se vincula con la política, las finanzas, el ejército y la Iglesia Ortodoxa.

 Por Paula Vázquez Prieto

Entre sus varias acepciones Leviatán remite a una bestia marina nombrada en el Libro de Job del Antiguo Testamento, que oculta bajo su nombre la figura de Satán y amenaza con su seductora animalidad a fieles de tradiciones religiosas que van del judaísmo al cristianismo más ortodoxo. Piedra angular del credo en un peligro latente como impulso de la represión de los deseos y las tentaciones, el Leviatán también fue el título del famoso ensayo del filósofo inglés Thomas Hobbes (cuyo subtítulo reza “La materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil”), publicado en 1651. Mucho se ha discutido sobre el porqué del nombre de la obra de Hobbes y la terrenal encarnación de ese monstruo bíblico en el marco de sus reflexiones sobre el Estado ideal y el contrato social. Quizá sea, como afirman varios historiadores, que la Armada Invencible de los Reyes Católicos al mando de Alonso Pérez de Guzmán el Bueno y Zúñiga era el peligro misterioso y consistente (como la Moby Dick de Melville) de entonces para una Inglaterra moderna y contradictoria, aquella isla de piratas y parlamentarios que se asomaba a la antesala de la Revolución Industrial con más dilemas que certezas, con más temores que claridades.

Hoy, algunas de esas contradicciones, de esos temores y esos monstruos marinos invisibles y ancestrales, aparecen en la última película del ruso Andréi Zvyagintsev, Leviatán, nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera y a la espera del resultado de la premiación por estas horas. Zvyagintsev curiosamente se inspiró para su historia en un suceso ocurrido en Estados Unidos en 2004, cuando un hombre que mantenía una disputa inmobiliaria con el Ayuntamiento de la ciudad de Granby decidió derribar con una máquina niveladora el edificio municipal y ex residencia del alcalde y pegarse un tiro minutos después. Construido como adalid del enfrentamiento entre individuo y sistema por la prensa sensacionalista, el nombre del estadounidense Marvin Heemeyer (conocido en las crónicas periodísticas como Killdozer) llamó la atención del director y tras varios años de pensar el guión trasladó esa tragedia a la helada Murmanks, en la región del Círculo Polar Artico, casi al límite con Escandinavia. En la costa de esa ciudad fundada durante el Imperio Ruso vive Kolya, un mecánico de autos que, junto a su hijo adolescente y su nueva mujer, resiste sin éxito los embates del jefe municipal que quiere quitarle su propiedad con malas artes, derribar su casa familiar y construir allí un moderno shopping. A punto de dictarse la definitiva sentencia de desalojo, recibe una visita de Moscú: la llegada de su viejo amigo Dmitry, compañero militar del pasado, pone en escena traiciones, rencores y el opaco escenario de un poder corrupto e intangible que cobra forma en los vínculos que se tejen entre el poder político, el financiero y la sobreviviente Iglesia Ortodoxa, que funciona como escudo protector de los más espurios intereses.

Profundamente cuestionada por el gobierno de Vladimir Putin en Rusia (sin embargo ha sido elegida por el país para representarlo en la carrera por los Oscar y ha sido financiada por el Ministerio de Cultura), Leviatán tuvo un recorrido internacional más que prometedor: ha sido celebrada en festivales como Cannes, Karlovy Vary, Londres y Toronto entre los más importantes, además de recibir críticas favorables en casi todos los medios de Occidente, estrenos por doquier y gran expectativa frente a la posible bendición de la Academia. Es la cuarta película de Zvyagintsev, quien había saltado a la fama en su país natal tras el suceso de su ópera prima, El regreso, sobre los vínculos entre dos hermanos a partir de la reaparición de su padre, que se alzó con el León de Oro en Venecia en 2003. Aquella película lo había puesto en el ojo público repentinamente y se llegó a hablar del surgimiento de un nuevo Tarkovsky, con quien aseguraban que compartía algo más que el nombre de pila. En 2011 ganó el premio especial del jurado en la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes con Elena, y la atención a su figura se hizo creciente. Menudo horizonte aparecía por entonces frente al joven Zvyagintsev; no obstante él parece decidido a aceptar desafíos no sólo cinematográficos, ya que se ha mostrado bastante locuaz en sus entrevistas sobre la relación de su cine con la Rusia de la era Putin. “Rusia es una simulación democrática”, titula suspicazmente el diario español El País, aunque en el interior de la entrevista el director aclara que “la ambientó en Rusia pero podría ocurrir en cualquier país con un hombre oprimido por cualquier gobierno”. La ácida mirada sobre la historia política de la ex URSS, desde Lenin hasta Mijail Gorbachov, que se juega en una escena de tiro al blanco donde corre el vodka como agua y la violencia se exhibe en una gestualidad apacible y cotidiana, se combina con una atenta observación casi heredera de la tradición de Chéjov –aunque por momentos algo subrayada– sobre la realidad contemporánea en tiempos de conspicuas tensiones.

Aunque coquetea con un horror gélido que podría rastrearse en algunas de las escenas de Solaris de Tarkovsky, Zvyagintsev opta por una ligazón directa con un cine menos de género y aspiraciones narrativas que ostensiblemente ha anudado a una preocupación casi ética y espiritual. El riesgo de eso se encuentra en la presencia de sucesivos planos de aparente belleza que afirman su intento de inscribirse en una discusión sobre la vocación testimonial del cine como algo ontológico del dispositivo e insiste en indagar, con mayor o menor precisión, en su potencia poética. El triunfo de lo imaginario del que hablaban varios de los directores emblemáticos de los ’60, como Antonioni o Bergman, no se cifraba en la presencia concreta de sueños y fantasías en la materia de las películas sino justamente en la exploración de aquello que se esconde tras la apariencia de normalidad. La inquietud en la película de Zvyagintsev está en los momentos en los que abandona ese espíritu denunciador de la injusticia y la pompa que la recubre y deja a sus personajes sujetos a sus terroríficos fantasmas que los extinguen del plano, como había ocurrido con Alain Delon y Monica Vitti en esos interminables minutos finales de El eclipse.

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