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Domingo, 19 de abril de 2015

TODOS LOS FUEGOS

Con tan sólo 31 años, Eduardo Galeano publicó el libro que lo haría famoso en todo el mundo y que en ese año, 1971, lo convirtió en el autor más prohibido del continente. Las venas abiertas de América Latina fue sin dudas una biblia laica, tercermundista y anticolonialista, un libro de historias de la historia, mitos y relatos populares. Le seguirían Memoria del fuego y Los hijos del día, entre otros títulos como Vagamundo, La canción de nosotros, que recibió el premio Casa de las Américas en 1975, y El libro de los abrazos. Había nacido en Montevideo en 1940, participó de experiencias periodísticas fundamentales como las revistas Marcha en los ’60 y Crisis en los ’70, e integró Páginal12 desde su creación. Fue, además, uno de los emblemas más insobornables de la izquierda latinoamericana de las últimas décadas del siglo XX y hasta nuestros días. Eduardo Galeano murió esta semana en su ciudad natal, y Radar le rinde homenaje recorriendo su vida, sus trabajos, sus libros y su pasión por los viajes y los pueblos.

 Por Juan Pablo Bertazza

En su última aparición pública, ayudó a Bolivia a mirar el mar. Fue a finales de febrero de este mismo año, cuando recibió en su casa a Evo Morales, de visita en Montevideo para asistir al cambio de presidente en Uruguay. Al aceptar de manos de Evo el libro con que Bolivia difunde su derecho soberano a tener salida al mar, dijo con una sonrisa que, en realidad, habría que llamarlo el libro del mar robado. En otro libro, en el de los abrazos (tal vez no el mejor pero quizá sí el que más revela significados de su escritura), Galeano incluyó una breve historia llamada “La función del arte”, en la que un hijo que no puede manejar su asombro le pide a su padre que lo ayude, precisamente, a mirar el mar.
Dos mundos distintos y un mismo océano: el mensaje político y la expresión artística siempre estuvieron conectados en la obra de Galeano, pero de una forma poco corriente: como si más que la política y la literatura lo importante –la función de escribir– tuviera mucho más que ver con lo otro: con el gesto de ayudar a ver.
Eduardo Galeano era de esos autores preocupados por incorporar a lo que decía las dosis suficientes de humor y de amor (cuando en las entrevistas alguien le preguntaba por el amor, casi siempre respondía con humor), y todos sus libros tienen algo terapéutico, en el sentido de que ayudan en algo: Las venas abiertas de América Latina (aun cuando su propio autor se encargara de aclarar, hace algunos años, que no releía el libro por tratarse de una etapa superada) ayudó a entender las verdaderas razones detrás del lugar de dominio geopolítico en el que el mundo se acostumbró a ubicarnos, la trilogía de Memoria del fuego (la obra que más lo enorgullecía) a expandir nuestro horizonte en relación con el cruce entre historia y cultura latinoamericanas, El fútbol a sol y sombra (donde el hincha de Nacional de Montevideo se define como “un mendigo del buen fútbol”) a ver en tiempo real la pasión por antonomasia, Espejos: una historia casi universal (con el mismo formato de historias mínimas de El libro de los abrazos), a saber mirarnos en los espejos más lejanos de la humanidad, y Los hijos de los días (acaso su mejor libro) a entender, con una historia por cada uno de los 366 días del año (bisiesto) con influencias tan distintas como la Biblia, los mayas y Las mil y una noches que el tiempo no es lineal y la historia se parece bastante a un círculo.
“Mato, me mato, mato, me mato”, contó que pensaba deshojando una invisible y fatídica margarita cuando le atribuían algo que, en verdad, él no había escrito.
Sucedía más que nada con algunos artículos, pero por alguna razón no quería profundizar demasiado en el tema, como si en el fondo no quisiera pelearse con ese tipo de equívocos.
Después de insistir varias veces, finalmente accedía a dar un ejemplo: hay sobre todo uno que circula (y aún sigue circulando) por Internet, se llama “Por qué todavía no me compré un DVD” y arranca diciendo: “Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco”. Pero no, no era de Galeano: “Yo incluso sí tengo DVD”, aclaraba en la última entrevista que dio a Radar, en abril del 2012.
Y sin embargo, uno podría decir que Galeano es también parte de lo que no escribió, como esos maestros que no son responsables de todos sus discípulos. Ahí hay una diferencia con respecto a otros escritores que parecen nadar exclusivamente bajo el perímetro de su obra literaria.
En el caso de Galeano, la literatura parece ser más un medio que un fin. Lo prueba su libro más conocido y hasta da la impresión de que eligió dejar un poco de lado la literatura porque en ese trayecto que hay de la realidad (sea lo que fuere) a lo cotidiano tenía todo lo que él quería decir.
En otras palabras, la literatura es una de las tantas puertas de acceso a esa enorme casa abierta –habitable y siempre habitada– que es su obra. Por eso su figura va más allá de la literatura: el periodismo, por supuesto, y su trabajo en publicaciones faro como Marcha y Crisis, a las que también se les debe agradecer el (re)nacimiento de una militancia y que, además de un lugar de pertenencia, ponían en acto una articulación notable entre política, literatura y cultura, de la que hoy quizá carecemos.
Es Galeano también la inspiración (más o menos evidente) que fue dejando a lo largo de su vida, a tal punto que no sería exagerado preguntarse, por ejemplo, si el relato de Víctor Hugo Morales del mejor gol del mundo de Maradona a los ingleses hubiera sido posible sin Galeano.
También es la historia y sus análisis de casi todos los colores acerca de la realidad latinoamericana. Incluso es un divulgador literario, un propagador de historias, en el sentido que tenía esa palabra en la época de los trovadores, juglares y todos los que transportaron ese fuego sagrado que era la literatura oral.
Otra vez en El libro de los abrazos, de una historia en la que una chica fantasea con que las uvas están hechas de vino, él concluye que quizá somos lo que las palabras cuentan que somos: Galeano no es sólo lo que escribió sino lo que significa –lo que cuenta– para uruguayos, argentinos y bolivianos (por nombrar los países donde más lectores tenía), es las ventas de Amazon luego de que Chávez le ofreciera un libro suyo a Barack Obama en una Cumbre de las Américas, es el misterio de la frase que le dijo Perón en persona desde su exilio en Puerta de Hierro (“Dios mantiene su poder porque sabe mostrarse poco”) y que Galeano se la transmitió a su vez al subcomandante Marcos cuando consideró que se estaba mostrando demasiado, es el rito de iniciación todavía un poco ingenuo de Las venas abiertas..., la voz celeste, profunda y punzante de su programa en Canal Encuentro, Galeano es también ese actor de setenta y cuatro años cuya muerte anunciaba un videograph de último momento del canal más visto de la televisión argentina, es los comentarios que lo lloran y también los comentarios que se burlan, porque muchos de ellos no hacen más que usar la ironía para confirmar su importancia: se burlan de lo que eran ellos mismos antes de haber cambiado de piel.
Es cierto que las obras trascienden la vida de un autor y mucho más en el caso de alguien como Galeano, cuya importancia trasciende en realidad su propia obra. Pero también es cierto que eso siempre hay que demostrarlo y quizás ahí radique el verdadero sentido de un homenaje. Para eso, recurrimos otra vez a la ayuda de uno de sus libros.
Porque la sensación con la muerte de Galeano, o con Galeano después de su muerte, es bastante parecida a la que él mismo transmite en uno de los capítulos de El fútbol a sol y sombra: “¿Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”.

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