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Domingo, 28 de junio de 2015

FAN > ELEPHANT

SALIR A MATAR

FAN Un director de teatro elige su película favorita: Lisandro Rodríguez y Elephant, de Gus Van Sant

 Por Lisandro Rodríguez

Hace diez años, tal vez un poco más, vi Elephant (Elefante), de Gus Van Sant. La vi en el cine de un shopping. Sí. Es que durante muchos años de mi vida fui a los shoppings y pasaba mucho tiempo ahí. No compraba nada, sólo iba y daba vueltas, miraba vidrieras, comparaba precios. Miraba. Mucho. Entonces se ve que me quedó el hábito.

Soy hijo y vengo de una familia de comerciantes. Ese “andar de shopping” era parte del trabajo y quedó impregnado en mis genes. Fue parte vital en el lenguaje de mi familia durante mucho tiempo. De hecho trabajé algunos años en un negocio que tenían mis padres en el Alto Avellaneda. Un antro enorme y horrible con paredes casi de plástico, ambientes cerrados, olor a perfume de hotel y aire acondicionado mezclado con comida chatarra, lleno de gente con tarjetas de descuentos, de créditos, vales, zancudos con promociones, globos y esas cosas. A mí me tocaba hacer la caja, el stock, controlar el faltante de mercadería, y cosas por el estilo. Muchas veces hasta acompañé a mi papá a negociar las condiciones del alquiler y otras cuestiones que hacían al asunto. Esta tarea, que al comienzo me parecía fascinante, se volvió un poco rara, incómoda. Veía cosas que no me gustaban y muchas de ellas no lograba entenderlas. Precios exorbitantes, condiciones imposibles, contratos de locos. La fascinación era del orden de lo turbio. Yo no quería ser parte de esas mesas manejadas por gente fea. Gente avara, mezquina, ventajera, manipuladora y sobre todo, perversamente poderosa.

Lo único que en todo ese lío tenía sentido y valor era estar con mi papá. Disfrutar ese tiempo con él. Charlar, comer juntos, volver en el auto escuchando música, acompañarnos. También volver en silencio.

La cuestión es que a Elephant la vi en un shopping. Inusual escenario para tamaña película. No era el de Avellaneda. Ese trabajo ya había pasado. No recuerdo cuál de todos era. Como si importara. Son una cadena y se parecen entre sí. Tal vez era el Alto Palermo. El rey shopping. Sí, fue ahí. El día que la vi quedé muy impactado. Sabía que la película estaba inspirada en un “hecho real” que me interesaba pero no imaginaba lo que me iba a encontrar.

El recuerdo más intenso es el del momento de la película en que empieza la matanza. En el silencio de la sala, me empecé a reír. No me gusta llamar la atención en lugares públicos, pero algo me hizo expresarme así, con risas. No llegó a ser un ataque de risa, fueron espasmos. No lo controlé, ni pude detenerlo, ni me importó. Sucedió. Y como toda emoción fuerte, me produjo físicamente una tensión en los músculos y, a la vez, alivio.

Eso. Cuando vi Elephant sentí mucha felicidad, mucha tensión y mucho alivio. Sentí que alguien, por fin, estaba viendo algo. Y que frente al horror de un acontecimiento “real” se estaba corriendo de la moraleja de noticiero y estaba echando luz a la cosa, entonces a mi vida. Seguramente hubo, de hecho hay, miles de películas que echan o echaron luz sobre el horror. Pero a mí me tocó ésta. En ese cine de shopping atravesé una revelación.

Una revelación sí. Contradictoria. A partir de esa contradicción entendí que, claro, la realidad no es lo que importa, la realidad no existe. Nada es real o irreal. Importa cómo se mire la cosa y desde dónde. Y luego cómo se describe, cómo se reinscribe, cómo se recuerda. Elephant me reveló otra noción de la realidad. Gus Van Sant toma ese “hecho real” y lo transforma en una secuencia que avanza lenta, suspendida. La vuelve tierna, mágica, melancólica y profundamente poética. Hace del horror un acto político de rebeldía, de subversión. Una luminosidad espantosa y bella.

Ahí entendí que necesitaba, quería, dedicarme a hacer lo que hago. Mirar. Mi trabajo tiene que ver con mirar. Mirar y hacer combinaciones. Me sentí interpelado y me conmoví con esos dos pibes que pedían una ametralladora como se pide una pizza y salían a matar como se sale de compras. Ese día acepté que yo también quise, y quiero a veces, salir a matar. En la ciudad me pasa así. En los shoppings me pasaba así. En muchos lugares me pasa así. Ese día me distancié de mí mismo y me pregunté, ¿cómo es que todavía nadie me mató? Es un milagro que no pasen más seguido estas cosas.

Que se entienda, no hago apología del delito. Sólo reflexiono y pienso en mi trabajo y sobre esta película en particular.

Esa escuela de los Estados Unidos, esos shoppings de cartón pintado, son el modelo que opera y desde algún lugar hay que seguir dando batalla. Cada uno como pueda. Por lo menos librar batallas internas. Para poder seguir.

El director de Elephant se apropia de la matanza de Columbine y no hace un docu-ficción, sino que construye un poema con los residuos del sistema. Que como cualquier sistema, lo que deja, son sólo residuos. Yo también soy un residuo y soy parte del sistema y opero en ese shopping, en la escuela, con las porristas y las fiestas, y con toda la banalidad que creamos acerca de las cosas. Gus Van Sant se cuelga la ametralladora y prende fuego todo. Sale a matar sin asco pero con belleza. No es poco.

Gus Van Sant nos dice, sí, OK, están un poco locos estos dos, pero mucho más loco y perverso es todo lo otro, ¿o no?, y en todo caso, estos dos loquitos son producto de toda esa mierda. Jodansé.

Amé esta película. Amé a esos dos adolescentes. Uno de los chicos, el de pelo castaño, me recuerda el rostro de Elliot Smith, un cantante estadounidense fenomenal que terminó con su vida clavándose un puñal en el corazón. Ese también salió a matar. Más bien, entró y se mató. Dejó unas canciones geniales y no se cargó a nadie. También es una forma de incendiar todo.

Este personaje parecido a Elliot Smith, el mismo que toca el piano, el mismo que es maltratado porque sí por sus compañeros, mientras va matando gente por el pasillo del colegio, se detiene y balbucea: “Jamás he visto un día tan horrendamente justo”.

Esta película fue también una de las razones por la cual le puse Elefante a la sala que dirijo. Viene de un proverbio chino que cuenta algo así como que cinco no videntes van tocando a un elefante y dicen las sensaciones que cada uno tiene. Entonces todos describen un animal diferente.

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