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Domingo, 5 de julio de 2015

RESCATES. NINA SIMONE

UNA NIÑA LLAMADA TRISTEZA

Quiso ser la primera concertista de piano negra, pero el racismo no le permitió estudiar en academias de prestigio y marginó su enorme talento. Aun así, Nina Simone se convirtió en uno de los nombres más importantes y más rabiosos de la música popular norteamericana: era capaz de todo, desde Gerswhin hasta música folk, y todo lo hacía con una intensidad y un desamparo que la llevó a la radicalización política, los problemas psiquiátricos, la violencia doméstica, hacia el final la soledad. Su historia y su música nunca habían sido tan bien contadas como en What happened, Miss Simone?, el documental dirigido por Liz Garbus que acaba de estrenar Netflix, al mismo tiempo que su figura atraviesa un rescate consagratorio con el disco que le dedicará Lauryn Hill, la película “de ficción” sobre su vida protagonizada por Zoe Saldaña para los estudios y la edición, a fin de año, de sus cartas y diarios personales.

 Por Fernando Krapp

Sonny Rollins dijo una vez que si Nina Simone estaba en un festival de jazz, entonces él no entendía lo que era el jazz. Ella misma tampoco estaba cómoda con el rótulo. Su canciones podían ser standards, viejos blues, soul, pero también hacía folk y pop. Eso explica su versatilidad para adaptarse en gran escala a la gran bolsa que es la música popular norteamericana: puede ser mashapeada en Yeezus, el último disco de Kanye West, reverenciada por Nick Cave desde el otro lado del planeta, formar parte de la icónica banda de sonido de las películas de James Bond, y hasta transfigurarse en un clásico bailable de los años ’80. Referente insoslayable para pensar en algunas voces tan disímiles como Eykah Badu o Cassandra Wilson, después de su muerte en el año 2003, la figura de Nina Simone fue rescatada del olvido tanto voluntario como involuntario al que fue sometida en vida, para reclamar el lugar que le corresponde dentro de las grandes cantantes y compositoras del siglo XX.

En estos días, a propósito del estreno por Netflix del documental What happened, Miss Simone?, dirigido por Liz Garbus, otra cantante inclasificable del hip hop, soul y jazz, Lauryn Hill, está sacando un disco homenaje a Nina. Si bien su intención era participar en un par de temas (“Feeling Good” iba a ser su corte inicial), Hill terminó haciéndose cargo de la producción del disco y reversionando seis canciones. Además está previsto para fines de año, una película de ficción sobre su vida (al estilo Hollywood para la que sus familiares expresaron ya varios reparos, desde el casting hasta el guión: la protagoniza Zoe Saldaña) y en noviembre de este año se publicarán sus cartas y diarios personales.

Cuenta Liz Garbus, la directora del extraordinario What happened, Miss Simone? que la primera vez que vio parte del material que tenía para trabajar no lo pudo creer: cajas y cajas llenas de hojas escritas a mano, que su hija, Lisa Simone, se había traído del sur de Francia después de la muerte de su madre. Allí se revela el día a día: la violencia familiar en su hogar, su relación bipolar con su hija y su marido, su amor/odio por la música que ella misma tocaba. Lisa también había intentado hacer un documental sobre su madre pocos años después de su muerte junto con su padre, Andrew Stroud, pero las cicatrices estaban todavía demasiado abiertas, y enfrentarse con el espejo roto de su pasado les resultó a ambos insoportable. Después de diez años, tras la muerte del padre también, Lisa pudo lograr despegarse de todas esas fotos, todo ese audio grabado en horas y horas de cintas, y entregárselo a Liz Garbus, realizadora de otros documentales de personajes con un arco de transformación dramática bastante marcado como Bobby Fisher y Marilyn Monroe, para que mantuviera una mirada objetiva.

Si bien ya se había estrenado a mediados de 1993 un documental producido por la BBC titulado The Legend, quizá menos informativo aunque con algo más de ambición cinematográfica ya que se la puede ver a Nina “en situación” (algunas un poco pretenciosas), no se había logrado una proximidad tan íntima como en What happened, Miss Simone?: más allá de los vaivenes de la escena musical o de su compromiso político por la lucha de igualdad de derechos de la comunidad negra, nunca se había hecho tan palpable el infierno de su vida privada. El documental gira entonces en esa órbita: familiares, amigos, militantes, intenta contenerla de las opiniones de especialistas, musicólogos o sociólogos (algo que se agradece).

Como lo dijo la propia Nina Simone: “Soy yo la que tiene que convivir con Nina”.

HAZ LO TUYO, NINA

Cuando Miles Davis se subía a un escenario no saludaba. Apenas presentaba a los músicos y los temas, tocaba dándole la espalda al público. Su clásica postura encorvada y arrogante escondía un sentido político: Miles no se consideraba a sí mismo un “entertainer”, esa figura clave para entender la cultura popular norteamericana y sus resabios. El no era el mono que iba a saltar para divertir a los blancos. Algo que le reprochaba a sus dos referentes: Louis Armstrong y Dizzy Gillispie, que con sus grandes sonrisas y sus chistes habían cautivado al público más allá de su música. Por eso, cuando en el documental que estrenó Netflix vemos a Hugh Hefner presentar a una joven Nina Simone en plena Mansión Playboy, rodeada de piernas blancas tomando champán y de smokings fumando cigarros, ella dice: “¿Qué quieren escuchar? ‘¿I Love You Porgy?’ Ah... ok...” Nina a mediados de los cincuenta, con apenas 24 años, ya había recorrido los “hot spots” de la escena jazzera de Nueva York, el Village Vanguard y el Festival de Newport, pero a diferencia de Miles, y de los músicos avant garde del jazz, quizá por su condición de cantante popular, sí se había convertido en la “entertainer” de una clase media blanca.

En parte, era su propia búsqueda inconsciente, al menos en un principio. Nacida en pleno crack de Wall Street en la Carolina del Norte de la época del Jim Crow (las leyes conocidas bajo ese nombre fueron las que dictaron la segregación racial del sur de los Estados Unidos), Eunice Kathleen Waymon fue la sexta hija de ocho hermanos. Su padre fue peluquero, tintorero y predicador. Su madre, también predicadora y pastora, la llevaba a la iglesia para que tocara el piano en las clásicas misas bautistas y le recordaba a cada rato que su talento innato era obra de Dios. Al poco tiempo, recibió clases de Muriel Massinovitch, una vieja profesora de música clásica que vio condiciones en la pequeña Eunice y decidió ayudarla a perseguir el sueño de convertirse en la primera concertista negra. Amaba a Bach, a Chopin, a Debussy, a los grandes compositores del piano, pero la consecuencia de ese amor no correspondido era una soledad perpetua. Al ser rechazada su postulación en el prestigioso Instituto Curtis de Música en Filadelfia por su color de piel, Eugene se vio obligaba a tocar en los nightclubs, y a cambiarse el nombre para que su madre no se enterara que estaba tocando “la música del diablo”. Nina por niña, y Simone porque le sonaba francés. No solo cambió su nombre, sino que descubrió otra cosa: el poder de su voz.

“A veces hay que usar todo lo que tenés para hacer un sonido suave, y a veces tenés que esforzarte para cantar, y hacer sonidos graves.” Quizá su voz no tenía la simpleza de Billie Holliday, o la calidez de Ella Fitzgerald, o el monstruoso despliegue técnico de Sarah Vaughan, pero se fue imponiendo por la fuerza de su dramatismo y la profundidad emotiva de su fraseo. Lograba con una pasmosa naturalidad lo que todo estudiante de canto anhela en sus desvelos; que la canción se adapte a la voz, y no a la inversa. En cada nota, Nina variaba de un registro a otro; su voz parecía no venir de las cuerdas vocales sino de la transpiración de su voluminoso cuerpo. Su rostro de piedra podía transformar el clima de un concierto con un leve movimiento de sus labios. En su primer disco Little Girl Called Blue (la empresa discográfica la estafó al pagarle las sesiones como intérprete sin dejarle regalías) sorprende por la naturalidad con la que se asumió como cantante, y cómo, en consecuencia, asumió su fama casi inmediata después del batacazo que dio su versión del mencionado clásico de la ópera Porgy and Bess de Gershwin. Nina entonces se casó con un respetado ex policía del Harlem que se convirtió en su manager, tuvo una hija y se mudó a las afueras de Nueva York.

Corrían tiempos de éxitos, los cómodos años ’50 de la edad dorada del capitalismo; Nina llevaba casi la vida de una mujer blanca de los suburbios que se desmoronaba lentamente detrás de la pantalla del “feeling good”. Trabajaba mucho, su marido le programaba una gran cantidad de conciertos en poco tiempo, y ejercía sobre ella la violencia física. Con una escritura que también sorprende por su calidad poética (como un laboratorio estilístico que volcaría después en sus letras más agudas), los diarios revelan la contradictoria relación con Andrew Stroud: cómo podía ser el tipo más protocolar en el momento de cerrar contratos, para abrir la puerta la casa y golpearla a fuerza de puños cuando algo no le gustaba. Y cómo, años después, ejercería ella misma esa violencia física cotidiana en su hija Lisa (que en documental prefiere “entenderla” desde un reduccionismo psicológico al clasificarla como “bipolar” y “maníaco depresiva”).

Por otro lado, su fama le permitió cumplir un sueño dorado de infancia como estudiante de piano: tocar en el Carnegie Hall. No del modo en el que ella hubiera querido como la primera pianista clásica negra, pero sí como una referente de la música popular norteamericana. Mote que la ubicaba frente al reflejo de su conflictiva relación con el público. Porque, en definitiva, ¿para quién estaba cantando? O mejor dicho, ¿para qué estaba cantando?

LA CANCION NO ES LA MISMA

En un célebre artículo de 1963 Leroi Jones –quien, convertido al Islam tomó el nombre Amiri Baraka– aseguraba que no se puede analizar la música negra con herramientas de la crítica blanca. Jones fue uno de los primeros críticos negros en contextualizar los procesos vanguardistas de John Coltrane, Don Cherry y del recientemente fallecido Ornette Coleman: “La música es el resultado de la actitud, de la postura”, aseguraba. Para Jones, hay una diferencia entre la música negra y la música blanca, y una diferencia en la ejecución de la misma música que resulta difícil y por momentos imposible de comparar. Nina Simone de a poco fue dándole la espalda a ese público festivo que escuchaba su música como fondo para sus cocktails.

En su biografía I Put A Spell on You, publicada en el año 1991, Nina señala ese cambio en relación a su propio público: “Fue para esta época, a mediados de los años ’60, que por primera vez empecé a sentir el poder y a conectarme con la espiritualidad mientras estaba tocando ante mi público. Había estado tocando por diez años, pero fue en esos tiempos que pude sentir un estado de gracia en aquellas ocasiones donde todo parecía encajar a la perfección. Esos momentos son muy difíciles de explicar. Me sentía transportada a una iglesia; algo que descendía sobre mí y me hacía desaparecer, un espíritu que me sacaba de mí”. Resulta difícil ya despegar la figura de Nina Simone sin considerar el calor de los hechos. Compone “Mississipi Goddam” en homenaje a Megdar Ever, asesinado en Mississippi y a los cuatro chicos muertos en un bombardeo a una iglesia bautista en Alabama donde murieron cuatro chicos negros. Era la primera vez que se usaba una mala palabra en el título de una canción. La canción fue presentada y grabada en una serie de conciertos que grabó en el Carnegie Hall y tocada con una guitarrita ante 40 mil personas en la famosa marcha de Selma a Montgomery, donde 40 mil personas, entre ellos James Baldwin, Harry Bellafonte y Sammy Davis Jr. pidieron la igualdad de derechos para la comunidad negra.

De esos años son sus grandes clásicos “activistas”: su desgarradora versión de “Strange Fruit”, más solemne, hipnótica y visceral que la melancólica y dolorosa versión de Billie Holliday y “Tour Women”. Nina tenía la cualidad de componer y cantar como si cada frase tuviera el poder de convertirse automáticamente en un himno. “Young, Gifted and Black”, con letra de Weldon Irvine (que también haría famosa Aretha Franklin cuando las papas ya parecían no estar tan calientes) se convirtió en la canción que aunó a toda una generación de universitarios negros. Fue también el momento culminante de una época, ya que partir de los asesinatos de Luther King y de Malcolm X (cuyas hijas jugaban en el jardín con su propia hija) las aguas se dividían más y el racismo se intensificaba. Incluso hoy, casi cincuenta años después, con un presidente negro electo, la sociedad norteamericana no puede solucionar una problemática social aún vigente que derivó en los recientes casos de violencia en Baltimore y en Carolina del Sur. De ahí la amargura y frustración de Nina después de la muerte de los dos líderes más emblemáticos. Su activismo se volvió más visceral; se volcó al fundamentalismo. Proclamaba en cada presentación por un Estado negro separado (lo hizo hasta en las últimas entrevistas), y llamó a las armas a los negros para que aprendieran a matar blancos.

Toda esa ira que había sabido canalizar en su música, y en su magnetismo arriba del escenario se volvía en contra; creaba sus propios fantasmas. Después de una serie de episodios paranoicos (aunque era muy probable que el FBI y la CIA la tuvieran en la mira), con un exceso de alcohol y alucinaciones (en el documental se la ve tocar después de un brote sicótico totalmente ida de sí), Nina abandona a su familia y viaja a Africa. Comienza su largo periplo hacia el olvido. Ignorada por los magnates de la música quienes veían en ella una amenaza, no sólo por su activismo sino por lo ataques de su personalidad, el final de Nina parece salido de un blues; su arco va de los nightclubs de Filadelfia a los vodevils franceses. Donde finalmente pudo encontrar una paz relativa para todo ese dolor, toda esa amargura y, también, todo ese amor espinoso que había arrastrado durante todos esos años.

En un momento del documental que puede verse en Netflix, Nina Simone toca “My Baby Just Cares for Me”. Canción que se convirtió en un jingle publicitario de una campaña de Chanel y que la terminó de sacar de la miseria que la asoló en el último tramo de su vida. Nina hace algo maravilloso con el tema. Como una bruja del icónico sur, parece conjurar sobre las teclas blancas y negras de un fino piano alemán. Sus largas y hermosas manos vuelan por arriba de los acordes, saltando de una octava a otra, hasta convertir una canción pop en una fuga al estilo de Bach. La llena de trinos, de adornos barrocos, cambia el tempo, copia las líneas melódicas una sobre las otras en contrapunto con su voz, que sale impávida de su boca sin arrancarle un gesto a la cara. No parece jazz, no parece soul, no parece blues, pero parece todo eso junto a la vez. Es más: parece lo que ella siempre quiso tocar; la verdadera música clásica negra.

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