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Domingo, 23 de agosto de 2015

CINE EL AGENTE DE CIPOL

CAOS SIN CONTROL

Fenómeno de los ’60 que devino serie de culto, El agente de Cipol estuvo al aire apenas cuatro años, entre 1964 y 1968, y fue un raro objeto producto de la Guerra Fría: se trataba de una entidad supranacional que se pone por encima de las diferencias entre Occidente y el bloque comunista para enfrentar a los enemigos de la paz mundial con un equipo compuesto por un ex agente de la CIA (Solo) y un ex KGB (Kuryakin) –sí, de acá salió el nombre de la banda–, en una pareja despareja con mucho estilo. Ahora por fin llega la tardía adaptación al cine con Guy Ritchie como director y el foco puesto un poco en el costado retro-cool y mucho en la política, sin los rasgos de comedia del original y con la intención de hacer una película de acción de época.

 Por Mariano Kairuz

Nación secreta, la quinta película de Misión: Imposible, es inesperadamente buenísima. “Inesperadamente” no por prejuicio, sino porque no es común que se mantenga la vitalidad de una franquicia como esta a lo largo de tanto tiempo, un tiempo en el que la sensibilidad y los intereses del público podrían haber cambiado varias veces. Dirigida por Christopher McQuarrie, Nación secreta es clásica y moderna a la vez, vertiginosa pero no mareante, tiene escenas para el lucimiento de su productor-estrella Tom Cruise (colgado de un avión, bajo el agua, en moto), y una secuencia extraordinaria que ocurre durante una puesta del Turandot de Puccini en la opera de Viena que se permite jugar con una vieja fantasía de Alfred Hitchcock (que deseaba que el público fuera capaz de leer una partitura musical para cargar de suspenso una situación de intento de asesinato). Aunque en Argentina no replicó la performance internacional que viene teniendo desde su estreno unas semanas atrás, puede arriesgarse que una de las razones del éxito de la saga es que se las ha ingeniado para no depender del recuerdo del programa creado por Bruce Geller emitido entre 1966 y 1973, y que parte del actual público de adolescentes y veinteañeros sencillamente desconoce.

Para hacer Nación secreta, Cruise debió dejar de lado otro proyecto de alto perfil con un origen similar al de Misión: Imposible: una película y posible saga de El agente de Cipol. La idea de aggiornar Cipol y llevarlo al cine viene dando vueltas en Hollywood desde por lo menos década y media atrás: pasó por las manos de Quentin Tarantino y estuvo a punto de hacerse realidad bajo dirección de Steven Soderbergh, con George Clooney. Cuando pareció que finalmente el interés y compromiso de Cruise garantizarían su producción, este se bajó aduciendo que no podía estar delante de todos los nuevos agentes especiales del cine (esto es, contando a Jack Reacher). Pero de la versión que iba a hacer él, quedó al menos un director asignado: el inglés Guy Ritchie, cuyo estilo algo frenético estalló dos décadas atrás con Juegos, trampas y dos armas humeantes, y que en los últimos años logró dos de las versiones más taquilleras de Sherlock Holmes que se hayan visto en el cine. Así que ahora, bajo la batuta de un inusualmente tranquilo Ritchie, después de infinidad de vueltas, y entre los estrenos de la última Misión: Imposible y Spectre, la inminente y prometedora cuarta entrada de Bond con Daniel Craig, llega a los cines la adaptación de Cipol, con Henry Cavill (el inglés que, con su mentón-clásicamente-partido interpretó a Superman en El Hombre de Acero) y Armie Hammer (El Llanero Solitario) en los papeles de Napoleón Solo e Illya Kuryakin, para medirse con sus contrincantes en esta suerte de explosión retro-cool del espionaje que se vive hoy en Hollywood.

Y hay algo que Cipol tiene y siempre tuvo en común con sus pares: que todos son renegados, en alguna medida, frente a La Autoridad. Si la Impossible Mission Force responde a la CIA, pero a menudo se dedica a ocultarle detalles de sus operaciones a sus jefes en Inteligencia, y ocasionalmente se vuelven clandestinos; 007 sigue adelante por las suyas hasta cuando le revocan la licencia para matar y Jason Bourne, el espía amnésico, se descubre a sí mismo víctima de un experimento del ejército y la agencia central, Cipol es, por su misma definición (“Comisión Internacional Para la Observancia de la Ley”, según la sigla de su traducción) una entidad supranacional que, en plena guerra fría, se pone por encima de las diferencias entre Occidente y y el bloque comunista, para enfrentar a los “enemigos de la paz mundial”. Con este objetivo es que se arma un equipo compuesto por un ex agente de la CIA (Solo) y un ex KGB (Kuryakin), fantasía de neutralidad y altruismo que se aloja en el centro mismo de la serie inspirada por Ian Fleming y creada por Norman Felton y Sam Rolfe y que, producida por la MGM, alcanzó su pico de popularidad (y se extinguió tan rápido como ascendió) entre 1964 y 1968; un auténtico fenómeno de época que devino objeto de culto.

La operación que hace Ritchie es, de manera insoslayable, opuesta a la que eligieron Misión: Imposible (que descarta la serie para traer su fórmula a la actualidad) y James Bond (que corre a la par de los tiempos): mantenerse en 1963, a un lado y a otro del muro de Berlín, en un mundo analógico mayormente desprovisto de artilugios electrónicos de comunicación instantánea, con la Segunda Guerra aun a sus espaldas y –en la ropa y los anteojos, los autos, los tragos y la música– mucho, mucho estilo.

UN MUNDO NUEVO

En la nueva película un británico hace del americano (“cowboy”, le dice su forzoso socio) y un americano hace de ruso. Ritchie despliega una historia de origen, la de la primera misión conjunta de Napoleon Solo e Illya Kuryakin, cuando aun no existe la agencia de inteligencia que los nuclea, la Cipol, el UNCLE del título original (United Network Command for Law and Enforcement). Y si bien el programa televisivo no revisaba los orígenes de la sociedad entre Solo y Kuryakin, lo cierto es que en el episodio piloto el ruso tenía una intervención muy menor. Aquel capítulo cero, titulado The Vulcan Affair, estaba casi enteramente protagonizado por Solo, es decir, por Robert Vaughn, en parte porque así es como había sido concebido inicialmente el programa, en base a un personaje ideado por Ian Fleming, el autor de James Bond, que con ese mismo nombre había tenido una participación secundaria en Dedos de oro, el segundo film del 007. En otras palabras, Solo no era sino un intento de replicar en televisión lo que Bond era en el cine. Problemas de derechos, sobre todo lo que tuviera que ver con la franquicia Bond, obligaron a Fleming a retirarse del proyecto y dejarlo en manos de Felton y Rolfe, que retuvieron el nombre del espía y definieron el formato de la serie.

Mientras que Vaughn/Solo era el agente cool que se levantaba a todas las chicas, el rubio Kuryakin con acento de David McCallum era su contracara rígida y aparatesca; sin embargo, y acaso contra sus expectativas, fue este último quien se convirtió en el auténtico sex symbol del programa y uno de los factores de su masiva popularidad entre sus espectadoras más jóvenes. En el papel del jefe de ambos, Alexander Waverly, estaba el septuagenario Leo G. Carroll, quien no tanto antes había sido visto en Intriga internacional de Hitchcock, uno de los modelos más evidentes del programa, con su premisa tan hitchcockiana de poner a un personaje más o menos corriente en circunstancias extraordinarias. Como Solo y en especial Kuryakin –hijo del stalinismo fuertemente entrenado en sus capacidades físicas e intelectuales– no eran precisamente comunes y corrientes, la serie incorporaba en cada episodio a un “inocente”, personaje secundario y variable, a menudo una bonita y pizpireta ama de casa (en acuerdo al sexismo imperante), que termina involucrada en asuntos de Inteligencia de alto nivel.

Como en cualquier serie de espionaje que se precie, la ubicación de la agencia estaba enmascarada, en este caso bajo la fachada de la sastrería Del Floria, ubicada alrededor de la calle 40 y pico de Nueva York. A pesar de esto y de algunos tecnogadgets, no había en Cipol tantos elementos fantásticos como en Bond, y el programa se mantenía dentro de todo en un plano si no realista, vagamente plausible. Y si bien su origen sociopolítico era evidente –las ansiedades generadas por el orden mundial de la posguerra; los nuevos enemigos que hasta hacía poco se habían visto obligado a colaborar en un frente común– la serie se mantenía bastante apolítica: bastante había con el desbalance presentado entre el carismático “American” y el rígido soviético. Mientras la serie comenzaba su producción era asesinado Kennedy; para cuanto terminara, tres años y medio después, EE.UU. era ya un mundo nuevo, embarcado en el desastre de Vietnam.

Los fanáticos de la serie distinguen sin vueltas las etapas del programa. La primera etapa, emitida en blanco y negro, fue considerablemente seria, munida de algo de humor pero nada paródica. La segunda temporada, ya a color y recordada por muchos como la mejor, fue incorporando elementos humorísticos y sarcásticos afines al espíritu de la época. Entre fines del 65 y la primera mitad del ’66, Cipol fue un éxito enorme al punto que no había –señalaron los estudiosos de la serie– “día en que los diarios no hicieran mención de un modo u otro a The Man from UNCLE”. Pero luego pasó algo: la serie camp Batman, la de Adam West (1966-68), con su sentido del humor absurdo, pop y psicodélico, se convirtió en el gran evento de la temporada; los productores sintieron que ese era el camino a seguir, y Cipol se inclinó cada vez hacia la comedia, hasta terminar borroneando sus contornos originales. Autor de The Man from UNCLE Book (1987), el fan y experto Jon Heitland considera que “lo peor que hicieron los responsables del programa fue tratar de ser como Batman. Tuvieron que volverse más tontos. Leyeron demasiados artículos que analizaban la popularidad de la serie y decían que era ‘una parodia de James Bond’. Pero UNCLE no había empezado como una parodia, sino tratando de ser ‘Bond para televisión’: acción y aventuras con un poco al humor para aliviar la tensión. Pero los productores leyeron la prensa y se dijeron: sí, eso es lo que estamos haciendo, tenemos que ponerle más comedia y tonterías. Y hay una diferencia entre tener humor y hacer una comedia”.

Para el final de la tercera temporada el rating de la serie agonizaba. Tras varios cambios de autores y de horarios, quedó claro que algo no funcionaba. Tal vez en pleno Vietnam, el ambiente no estaba como para tomarse el conflicto entre hemisferios tan a la ligera; a la vez que, si lo que hacía falta era por el contrario un programa desembozadamente paródico, El Superagente 86 ya había ganado el juego. En 1966 se estrenó el spin-off La chica de Cipol, con Stefanie Powers, pero duró una sola temporada. Al año siguiente, los productores de El agente... decidieron devolverle el tono más serio de sus comienzos, volviéndolo incluso oscuro y pesimista, pero ya era tarde, y promediando la temporada se canceló la producción, emitiendo sus últimos episodios en enero del ‘68. Quince años después hubo un telefilm de “regreso” que encontraba a Solo y Kuryakin retirados, y que los autores originales del programa odiaron. Y de ahí hasta ahora, nada.

UN CIERTO ESPIRITU DE EPOCA

Y para Ritchie no es broma: El agente de Cipol tiene algo de humor (atención a la escena de Solo, el vaso de vino y el sandwich) pero es esencialmente cosa seria. Empieza al borde del muro de Berlín, con Solo reclutando a la bella sobrina (la sueca Alicia Vikander) de un científico nuclear que alguna vez trabajó para los nazis y cuyos conocimientos podrían caer en las manos equivocadas. A falta de humor, Ritchie –lejos de su estilo clipero-canchero– presenta en estas escenas iniciales sus otras cartas: un golpe de euro-cool, con una secuencia de persecución automovilística coreografiada como una danza entre dos vehículos. Más tarde veremos a Solo y Kuryakin discutiendo criterios de alta costura (“no podés poner un cinturón de Paco Rabanne sobre un Patou”), la aparición de la gélida villana al mando de una conspiración nuclear, que lleva el improbable nombre de Victoria Vinciguerra y está interpretada por la australiana Elizabeth Debicki (El Gran Gatsby) y una secuencia de tortura a cargo de un imaginativo y cruento nazi. Eventualmente, aparece Hugh Grant en el papel del jefe, Alexander Waverly.

Ritchie no busca competir con el IMF, ni con Bond, ni con Bourne ni con nadie; hace su propia versión de una serie que, más allá de sus altibajos, fue muy divertida y que hoy –a falta de ediciones en dvd o un canal de cable que se digne a rescatarla– solo puede verse a través de lo que se consigue informalmente en Internet. “Queríamos que fuera cool sin arrogancia. Queríamos capturar una época”, dice con la seriedad correspondiente Ritchie. “Retratar los intentos de reconciliación entre rusos, americanos y británicos. Eso es lo que estaba ocurriendo en ese momento, tras la Segunda Guerra; el hecho de que todos tuvieran que arreglárselas para trabajar juntos. Y no nos importaba quién se queda al final con el trofeo. Eso era Cipol y esa es la idea del programa que más interesaba recuperar.”

Eso, sin vertiginosa modernidad, ni demasiada locura; sin nostalgia; apenas una mirada retrospectivamente cool, y un cierto, estilizado, aire de época.

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