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Domingo, 6 de septiembre de 2015

CINE > JONATHAN DEMME

LA BANDA SIGUIÓ TOCANDO

CINE Desde El embajador del miedo, once años atrás, que no se estrena una película del gran Jonathan Demme en los cines argentinos. Por eso, Ricki and the flash, en la que una vital Meryl Streep lidera una banda de viejos punks y es convocada a liderar una familia que abandonó hace rato, es la inmejorable ocasión para reecontrarse con sus postales americanas coloridas, sonoras y empáticas. Regreso nostálgico y sabio a Totalmente salvaje, el film de Demme recrea su viejo afecto por los una y mil veces caídos del sueño americano.

 Por Mariano Kairuz

Hace once años que no se estrena en los cines argentinos una película de Jonathan Demme, pero eso no quiere decir que el hombre, uno de los más interesantes narradores de su generación, no haya estado filmando. Si exceptuamos su profusa producción documental –y sus, como él quiere llamarlos, registros de las performances en vivo de músicos como Neil Young, con quien colaboró tres veces–, algunos trabajos televisivos y las películas que acá fueron directo a video –El casamiento de Raquel, a pesar de que le valió una nominación al Oscar a Anne Hathaway, y antes, la remake de Charada, retitulada La verdad sobre Charlie, que filmó con Mark Wahlberg y Tandie Newton– es desde su arriesgada reelaboración del clásico conspiranoico de John Frankenheimer El embajador del miedo (2004) que ninguna obra suya de esta magnitud llega a nuestras pantallas grandes. La sensación de que ha pasado un-largo-tiempo-sin-vernos parece haber permeado también a la crítica norteamericana, que recibió a su más nueva producción, Ricki and the Flash (que llega el jueves próximo acompañado del innecesario subtítulo “Entre la fama y la familia”) de acuerdo con las expectativas que este autor se forjó entre los años 70 y mediados de los 90. Por supuesto que del choque la película no sale bien parada en la percepción general de quienes creen que ha perdido la mano y el ritmo. Un embate parecido –tal vez con más saña– sufrió hace poco Terapia en Broadway (She’s Funny That Way), lo más nuevo de Peter Bogdanovich, tanto en su país como acá, donde se le adjudicó haber hecho una comedia avejentada, sin tempo ni los personajes interesantes que caracterizaron a sus producciones de otras épocas. Conviene ignorar opiniones previas y aventurarse a las salas en ambos casos: algunos podrían salir convencidos de que son dos grandes películas. Y no sólo eso: Ricki and the Flash está absolutamente en línea con buena parte de las películas más chicas de Demme, las pequeñas aventuras que filmó antes de loss dos estrenos que más éxito comercial y de crítica consiguieron: la oscarizada El silencio de los inocentes y la más discutida Filadelfia. Esto no constituye automáticamente un mérito para Ricki and the Flash, pero sí habla de un autor que, a pesar de que trabajó casi siempre con guiones ajenos, mantiene algunas de sus obsesiones y sus temas. Uno de ellos, casi omnipresentes en su filmografía, es el corte cruzado de América, el largo recorrido por las rutas y los pueblos del interior, el bosquejo de personajes comunes y de los working class heroes y los perdedores de la Middle America. Otro de sus temas es el choque sociocultural: estaba en films de mediados de los 80 como Totalmente salvaje, la de la chica punk (una joven Melanie Griffith) que secuestra al ejecutivo en ascenso, el careta que vive de apariencias (Jeff Daniels), y se lo lleva en su auto robado en un largo recorrido del que él parece no querer escapar realmente, y que conduce hacia un brutal estallido de violencia. Había mucho de eso en la también extraordinaria Melvin y Howard, y en particular en el personaje de Mary Steenburgen, la esposa del camionero Melvin, que en su afán de reclamar para sí un poquito de fama, se entrega a poco amables tugurios de nudistas y luego a la máquina de los proto-realities televisivos. De otras maneras y desde otros ángulos aparecen también estos temas en sus films más exitosos, el paisaje americano es el mundo sobre el que se despliega en parte El silencio de los inocentes, y el prejuicio de los más liberales y educados profesionales del derecho se convierte en uno de los temas centrales de Filadelfia.

VEGANOS Y REPUBLICANOS

Aunque es una verdadera pesadilla que a uno le cuenten los argumentos de las películas, conviene hacerlo un poco con Ricki and the Flash para entender cómo es que estos asuntos de siempre aparecen también aquí. Meryl Streep, pura vitalidad a los 65, interpreta a la líder de la banda que le da título a la película, un conjunto de sesentones con polenta que se presentan regularmente en un animado pero no particularmente distinguido bar de Tarzana, California, cuyo público principal parecen pertenecer a eso que el americano medio conoce como white trash, solos y solas golpeados que a veces parecen no tener mucho más que hacer que destinar sus noches a tomar cerveza. (También lo frecuentan algunos jóvenes que últimamente los han obligado a incorporar canciones de Pink y Lady Gaga entre clásicos como “American Girl” de Tom Petty y temas de Bruce Springsteen). Por supuesto que Ricki no vive de esto, sino que se gana a duras penas la vida en la caja de la cadena de alimentos orgánicos Total Foods, donde atiende permanentemente a gente que se gasta en sus gustos modernos y algo snobs el equivalente al sueldo completo de Ricki. En eso está, arreglándoselas como puede y bien lejos del sueño de estrellato rockero por el que dejó a su familia décadas atrás para instalarse en California, cuando recibe un llamado: es su ex, Pete, el padre de sus tres hijos (Kevin Kline), con malas noticias: la hija veinteañera da ambos Julie (Mamie Gummer, hija en la vida real de Streep) acaba de tener una crisis de nervios tras ser abandonada por su marido, se ha instalado con sus tendencias suicidas en la casa paterna y necesita, tal vez, alguna ayuda extra. Ricki, que apenas puede juntar el dinero para el pasaje que la lleve hasta su ex y sus hijos, no duda en hacer el viaje, pero sabe lo que implica: el encuentro con una familia a la que dejó atrás hace años por decisión propia, en busca de su vocación, y que hoy solo puede recibirla con resentimiento. Forzada a una convivencia de unos días –mientras la esposa de su ex, la mujer que crió a sus hijos, está fuera de casa visitando a su padre–, consigue restablecer mínimamente contacto con los suyos, aunque no habrá manera de que no le pasen factura. “Extrañaba las donas de este lugar, en California no se consiguen”, le dice con total ingenuidad, como para sacarle charla, a su hija, quien no pierde oportunidad de contestarle, sarcástica: “Sí, tuviste que dejar muchas cosas atrás para convertirte en una rockstar”. Habiendo corrido mucha agua bajo el puente, Ricki reconecta un poco con su marido, y entre ambos se entregan brevemente al agridulce recuerdo de aquello que los unió alguna vez, en la época en que ella, que acaba de presentarse en cuero negro, tachas y un peinado que a su edad todos los demás parecen juzgar ridículo, lo llamaba a él “un adicto al trabajo cuadrado y rígido”. Decorada por la muy liberal, correcta y elegante Maureen, su mujer, la enorme casa en barrio cerrado de Pete tiene todo el mal gusto del nuevo rico, delineando el enfrentamiento entre dos estilos de vida sin terminar de condenar a nadie: ésa es una de las gracias infinitas del cine de Demme. Que aunque se burle un poco de los aires de superioridad moral de veganos y otros modernos que sostienen sus elecciones como arbitrariedades que ignoran su condición de privilegio, apuesta un poco a una reconciliación entre estos mundos en choque; una reconciliación que es menos que ideal, que es limitada, que no borra las heridas del pasado, pero que es, finalmente, posible. No es un dato menor que Kevin Kline haya sido uno de los candidatos principales del director para hacer el protagónico masculino de Totalmente salvaje tres décadas atrás: sin forzar demasiado las interpretaciones, podría decirse que la Ricki de Streep bien podría ser la libertaria Audrey de Melanie Griffith. Demme entiende y hasta parece enamorarse del tipo de atracción que se genera entre estos opuestos, la celebra, y se deja encandilar por ella sin dejar de entender nunca que a largo plazo habrá de volverse imposible. Y del mismo modo en que encuentra el fondo de humanidad en sus altaneros y tan correctos y liberales nuevos ricos, abraza los matices de su Middle America, señalando la sensibilidad y cierto candor en sus personajes corrientes, probando su amor sin condescendencia, y recordándonos que Ricki puede ser tan irritante y encantadora y que, aunque es una auténtica rockera, no entiende del todo cómo es que tienen a este presidente desde hace casi ocho años (con un desdén por los demócratas que no puede de ninguna manera confundirse con racismo), que votó dos veces a Bush, y que sí, está dispuesta a aceptar este mundo nuevo que admite el matrimonio gay pero probablemente nunca termine de entenderlo. “Me encanta la comida de Total Foods”, le dice el novio chino-americano de su hijo a Ricki cuando se entera de que esta trabaja de cajera. “¡Sí, a ustedes, chicos, siempre les encanta!”

PERSIANA AMERICANA

Nacido hace 71 años en Long Island, Nueva York, Jonathan Demme tiene un ojo para la América obrera desde sus inicios, como no podía ser de otra manera para quien fue, después de todo, uno de los mil hijos de Roger Corman. Aunque alguna vez pensó que quería ser veterinario (lo intentó y fracasó) el germen del cine estaba en él desde su infancia, en la que se crió viendo westerns, películas de romanos y melodramas de los años 50. A los 21, tras su breve y fallido intento de curar perros y gatos, empezó a escribir reseñas en una revista universitaria, lo que lo llevó a trabajar junto al por entonces influyente productor Ted Levine, conocido de su padre, y de ahí a buscar suerte en la misma actividad pero en Londres, donde conoció, un poco azarosamente, a Corman, quien enseguida –fiel a su leyenda– le ofreció darle a escribir los guiones de algunas de sus películas rápidas y baratas. Demme aceptó ingresar a la escuela-de-la-calle Corman básicamente con la esperanza de que algún día lo dejara dirigir, pero cuando llegó la hora de hacer su primer film, Caged Heat, tuvo que buscar él mismo la financiación porque el rey de la clase B consideraba que para entonces, 1974, el subgénero “cárcel de mujeres” ya estaba agotándose; sin embargo, aceptó distribuírselo. Como puede verse en el film y lo señalaron los críticos en su época, Caged Heat era un avance respecto de este tipo de películas cuyos argumentos eran básicamente excusas para ver chicas desnudas y alguna gratuita escena de sadomaso, ya que contaba con algunos planteos feministas. Demme dirigió dos más para Corman (entre ellas la muy buena road movie gangsteril Crazy Mama) y luego este, “como solía hacer, me echó del nido” para hacerle lugar a nuevos discípulos. “El dominio de Demme es la propia América, un lugar vibrante, policromático, urgente”, escribió un crítico del New York Times en un perfil publicado en 1988, cuando el director completaba Casada con la mafia (su comedia con Michelle Pfeiffer). “Cuando Jason Robards y y Paul Le Mat, como Howard Hughes y Melvin Dummar cantan ‘Bye Bye Blackbird’, mientras cruzan el desierto en camión de noche, en Melvin and Howard, cuando David Byrne baila a través del escenario en su enorme traje en el show Stop Making Sense, cuando Daniels, que finge ser el marido de su excitante secuestradora Melanie Griffith, va al encuentro de la pueblerina madre de ella en Totalmente salvaje, los films de Demme cruzan la línea que separa el entretenimiento de la poesía. Hay en ellos una calidez, una grandeza de espíritu y un humor deadpan, así como una imprevisibilidad visual y narrativa que se deben en parte a la estrategia seductora de su mentor, Roger Corman, así como a la inteligencia de su amigo e influencia Truffaut. Demme celebra América, pero no se contenta con devolvernos su cultura con un lenguaje tomado de sitcoms y publicidades; la América de Demme es una comunidad internacional, llena de los colores y la música del mundo; con él esa América finalmente llegó al cine.” Los films que siguieron a la escuela Corman (hoy difíciles de ver, aunque están casi todos en Internet) nunca le dieron dinero, de hecho, Citizens Band (Manéjelo con cuidado, 1977), a pesar de tratar “a sus personajes provenientes de la Norteamérica Media con afectuoso humor y respeto”, fue un fracaso tan grande que por un momento creyó que nunca volvería a dirigir. Su primer trabajo grande para un estudio, Swing Shift (1984) básicamente un vehículo para el lucimiento de Goldie Hawn diseñado por la Warner, fue una experiencia humillante, desde que le quitaron el corte final y lo obligaron a hacer modificaciones y absurdas retomas para complacer a su estrella. La leyenda (y una vieja nota de la revista inglesa Sight & Sound, que tuvo acceso a un vhs del corte del director del film, hoy perdido) indica que el film que había hecho Demme originalmente no solo estaba muy lejos del desastre que había llegado a los cines, sino que lo confirmaba como el autor que todos –incluída la exigente y de pocas pulgas Pauline Kael– habían visto en él a lo largo de sus carrera previa. Demme no haría un éxito comercial importante hasta El silencio de los inocentes, que hoy es un clásico a la altura de Psicosis, y Filadelfia, que, desdeñada en su momento como una versión blanca y pasteurizada de su tema, fue lo que, sostiene Demme al día de hoy, podía hacerse en aquel entonces para tratar un tema fundamental (la epidemia del sida y el prejuicio) sin ahuyentar al público masivo al que estaba destinada.

El mismo espíritu de estos films anima hoy a Ricki and the Flash, que nació de un guión de Diablo Cody (la guionista de La vida de Juno) y que encuentra espacio para hacer un comentario sobre diversos prejuicios que perviven en los sectores presuntamente más liberales de la sociedad americana hoy. “Mick Jagger tuvo siete hijos de cuatro mujeres distintas”, arranca Ricki en medio de uno de sus recitales, herida por sus reciente experiencia de reencuentro familiar. “Por supuesto que no los crió él, pero papi puede hacer lo que papi quiera, porque él es El Hombre. Pero si es una mujer la que se pierde un acto escolar de sus hijos... ¡felicitaciones, sos un monstruo!”. El legado final de Ricki and the Flash a la colección de postales americanas es la banda misma, formada para la película –Streep, con una energía envidiable, aprendió a tocar la guitarra en cuatro meses– y que sacará su propio disco. La guitarra principal de los Flash es nada menos que el legendario Rick Springfield, australiano de 65 con algunas actuaciones previas, pero fundamentalmente, autor conocido antes que nada por su superclásico de principios de los 80 “Jessie’s Girl”, sobre cuya estatura épica disertaba largamente el personaje de Alfred Molina en una escena memorable de Boogie Nights. Su personaje es probablemente el más querible, sensible y encantador en una película llena de gloriosos perdedores que han hecho lo que pudieron con las cartas que les tocaron. Acompañan a estos dos Bernie Worrell Jr., que tocó con los Talking Heads en Stop Making Sense, y el bajista de Neil Young Rick Rosas, quien murió apenas después de rodar esta película.

Cada vez que la banda vuelve a subirse a un escenario y estalla con toda la energía de esos músicos que suman centenares de años, entendemos todo, entendemos a Ricki, sus sueños rotos, sus falencias y errores, los múltiples mundos posibles que alguna vez parecieron abrirse a su alrededor. Incluso cuando la satiriza, la ama, genuinamente, y no hay más Demme que eso.

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