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Domingo, 6 de septiembre de 2015

CINE > SHAUN EL CORDERO

OVEJA NEGRA

CINE La brillante Shaun el cordero, lo nuevo de los autores de Pollitos en fuga

 Por Mariano Kairuz

Siempre interesado en los rumbos que toma el cine, en términos narrativos pero también tecnológicos, de formatos y de soportes, el crítico neoyorquino J. Hoberman dijo hace unos años que una de las cosas que más lo habían asombrado de una producción como Coraline y la puerta secreta (2009) era que alguien se tomara, a esta altura, el dificultoso –y dudosamente redituable, en términos económicos– trabajo de hacer una película de esta complejidad en stop-motion, animación cuadro a cuadro de muñecos. La película es asombrosa y rara como el material original de Neil Gaiman en que está basada, y su efecto alucinógeno, sombrío, amargo –hasta un punto que desafía la categoría de producto infantil– no hubiera sido el mismo de haber sido narrada en el omnipresente CGI, la animación por gráficos digitales.

Desde entonces, han aparecido otros recomendables avatares de chiflados que insisten en acalambrarse los dedos dando vida a sus muñecos, como ParaNorman y Los Boxtrolls –ambas de Laika, la misma productora de Coraline– y el Frankenweenie de Burton. Pero la hazaña se reitera y se potencia en la flamante Shaun el cordero, la última producción de Aardman, el estudio británico de los creadores de Wallace y Gromit. Se potencia porque, en el tiempo transcurrido desde Coraline, el apogeo de la animación digital no ha hecho otra cosa que confirmarse, pero además porque Shaun apuesta por acercarse a varias formas del cine que se consideran perimidas, como el slapstick, la comedia física de caída y tortazo en la cara. O el deadpan, la inconmovible cara de póker que se presta para diversas lecturas. En resumen, una dinámica que remite en general a Buster Keaton, acercándose orgullosamente al cine más lejano de todos: el mudo. Porque casi no hay palabras en Shaun el cordero. Mejor dicho: no las hay en absoluto, suplidas mínimamente por las onomatopeyas y un ininteligible murmullo que pasa por diálogo. En medio de un cine demasiado hablado y sobreexplicado, Shaun The Sheep (su título original, que viene de la serie de cortos de siete minutos que Aardman hizo para la televisión durante ocho años) se deja narrar con imágenes y con movimiento.

Incluso en sus tópicos es una película antigua: el tema central es el tránsito del campo a la ciudad. O, más literalmente, a La Gran Ciudad. Un poco como en esas otras maravillas de Aardman que son La batalla de los vegetales (el largometraje de Wallace y Gromit) y Pollitos en fuga (una relectura de El gran escape, que cambiaba campos nazis por un gallinero), Shaun nos pone en situación describiéndonos las rutinas de sus protagonistas. Canto del gallo, reloj despertador, desayuno, trabajo en la granja. Una secuencia inalterable y letalmente aburrida a la que ya se han adaptado sin chistar, como un rebaño, tanto las ovejas como su pastor, el dueño de la granja, y su fiel y riguroso perro. El único que no parece estar del todo resignado es Shaun, el más pequeño y avispado de la comunidad de cuadrúpedos lanudos. El resto, es una aventura clásica: el plan para escapar por tan solo un día de la rutina se desmadra. Enredado en una serie de situaciones absurdas, el granjero que ha salido en busca de su rebaño termina perdido y amnésico en la gran ciudad. Allí, los cazadores de novedades lo convertirán –al descubrir sus habilidades para la esquila– en el coiffeur estrella del momento. Shaun y los suyos, algo asustados con la aventura que les salió por la culata, mientras intentan localizar a su amo deben ingeniárselas para engañar al cazador de alimañas municipal.

La premisa da lugar a mil escenas que ya vimos en otras películas, reformuladas en sus lugares comunes: hay una en un restaurante, otra de cárcel, una de “travestismo” (dos ovejas, una sobre otra, haciéndose pasar por una improbable mujer humana); referencias explícitas a films como La noche del cazador y El silencio de los inocentes (cuyo título original era, traducido literalmente, El silencio de los corderos) y, por supuesto, los “rascals”, los perdedores, los marginados de la sofisticada vida de la ciudad, encarnados principalmente en un perro desgreñado y dientudo que hace pensar más bien en el famoso perro-rata de la leyenda urbana.

“Shaun el cordero es una tonta película para chicos con más sabiduría que la mayoría de las películas para adultos”, dice el título de la elogiosa nota del crítico turco Bilge Ebiri en el mensuario New York. El periodista destaca la rítmica construcción narrativa, los matices dotados a los personajes –que vuelven a unos muñecos de resina tanto más humanos que muchos personajes de carne y hueso del cine contemporáneo– y, lo más evidente de todo, su absoluta belleza visual. Casi todos los medios norteamericanos elogiaron la película, acaso porque vieron lo mismo que Hoberman en Coraline: un espíritu de resistencia, un regreso a una técnica y un tipo de cine que, por sus dificultades intrínsecas, sus largos tiempos, la extenuante planificación que requiere, solo puede estar motivado en una pasión genuina. Shaun es un film antiguo a su manera, pero no nos tira su cinefilia y su amor por los formatos viejos en la cara. Simplemente es lo que quiere ser.

Y a pesar de todos los elogios de la crítica, el film, escrito y dirigido por Mark Burton y Richard Starzak y producido por Nick Park, Peter Lord y David Sproxton, cerebros y garantes de la calidad de casi todo lo que sale de Aardman, fue un rotundo fracaso comercial en su reciente estreno norteamericano. Aunque lo cierto es que esto responde en parte a motivos que están encriptados en el complicado funcionamiento de la industria, y tiene que ver con el destino de las últimas tres películas que Aardman hizo en asociación con estudios de Hollywood, primero Dreamworks y luego Sony. Forzadas a ampliar innecesariamente su escala, Lo que el agua se llevó, Operación regalo y ¡Piratas! no tuvieron el éxito esperado. Para colmo, dos de ellas terminaron siendo meras animaciones digitales, que apenas imitaban la textura del stop motion. En cambio, Shaun se financió gracias a los aportes de un gran productor francés. “No vamos a renegar de la experiencia hollywoodense –aclaró Starzak–. Todo el mundo compra la historia de que estuvo todo mal, pero no fue así. Aunque lo cierto es que acá nos movimos con más libertad.” Shaun el cordero es eso: una película clásica pero libre. El cine escapándose del corral al menos por un día.

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