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Domingo, 20 de septiembre de 2015

CINE > WOODY ALLEN

CRÍMENES PERFECTOS

En su flamante película, que se estrena este jueves en Argentina, Woody Allen agrega neurosis y filosofía al ciclo dedicado a recrear de una forma o de otra a Crimen y Castigo de Dostoievski. Así, Hombre irracional se suma a la serie que iniciara Crímenes y pecados y que llegaba hasta Match Point, de hace ya diez años. Esta vez, quien busca cometer un crimen perfecto para superar sus tendencias autodestructivas y su irremediable fatalismo es un profesor de filosofía interpretado por Joaquin Phoenix, secundado por una encandilada discípula (Emma Stone). Y a pesar de que para el propio Allen se trata de uno de sus films más serios, un aire de comedia ligera le quita pesadumbre a la película, volviéndola mucho más disfrutable.

 Por Mariano Kairuz

“Buena parte de la filosofía es pura masturbación mental”, dice el profesor Abe Lucas, típico protagonista woodyalleniano, en una de las primeras escenas de la nueva película del neoyorquino que este año cumple 80. Protagonizada por Joaquin Phoenix, la luminosa Emma Stone y la “ex reina indie” Parker Posey, dicha película lleva por título Hombre irracional y pertenece a la línea de sus films inspirados vagamente y con resultados dispares en Crimen y castigo. Es decir, a una serie que va de por lo menos Crímenes y pecados (1989) a El sueño de Casandra (2007) pasando por uno de sus más grandes éxitos recientes, Match Point (2005). Por suerte, Hombre irracional aborda estas mismas reflexiones, angustias y ansiedades con un tono ligero que la aparta mayormente de las a veces insoportables pretensiones de gravedad de aquellas y de esa misantropía que hizo famoso a su autor pero alcanzó picos insufribles en Casandra y Conocerás al hombre de tus sueños.

Aunque esta vez se presenta más bien en forma de comedia, la angustia que corroe al profesor de filosofía Lucas (Phoenix), que acaba de llegar a la universidad de Braylin, en Nueva Inglaterra, precedido por su fama de académico taciturno, mujeriego y existencialista aquejado por un pesimismo imbatible y un impulso suicida, es común a muchos personajes de Allen e incluso a su autor (o al personaje público que se ha forjado a lo largo de una carrera de seis décadas), quien siempre ha dicho que la ansiedad ante la inexorabilidad de la muerte lo asaltó por primera vez cuando tenía cinco años y no lo soltó más. Más que el típico alter ego de Allen, Lucas funciona como una suerte de proyección superadora de sus neurosis: el hombre que, ahogado por la sensación de impotencia, convencido cada vez más de que conviene no pensar demasiado las cosas que no pueden solucionarse (para no enloquecer), lo ha intentado todo para llevar la filosofía a la práctica, para que tanto palabrerío no quede en la mera “paja mental”, o eso dice su leyenda: fue a ayudar a Darfur, a Nueva Orleans post Katrina, vio morir a su mejor amigo en medio de una misión en Medio Oriente. Pero nada aplaca su amargura.

Esto es, hasta que encuentra la manera de “hacer una diferencia”. Un modo directo, sencillo, de pasar de la teoría a la acción para producir una mejora en la vida de una o varias personas, generar un cambio concreto, corregir una injusticia. Hay un único inconveniente: para esto debe asesinar a alguien. Y cuando lo hace –éste es el gran chiste de Allen, lo que lo aleja saludablemente de la oscuridad y la pesadumbre de sus otros films sobre el crimen y la culpa– su vida se reanima, se ilumina, de pronto parece volverse esperanzado. La expresión más contundente de este impulso vital es que recupera su fuerza sexual tras más de un año de impotencia. Matar, en otras palabras, le devuelve la vida.

“Me considero a mí mismo totalmente racional, demasiado”, ha dicho Allen en las entrevistas que dio por su nueva película en el último festival de Cannes y para su estreno americano dos meses atrás. “Por eso mismo creo que podría haber sido un mejor maestro que artista. Creo que si yo fuera un poco más irracional, habría sido un mejor artista. Pero soy demasiado clase media, y demasiado racional y demasiado organizado y cobarde. Eso es bueno hasta cierto punto, y te mantiene cuerdo. Pero demasiada cordura no es buena para el artista”.

EL PROFESOR CHIFLADO

La situación que da pie al plan para un crimen “perfecto” que, a pesar de la larga tradición literaria disponible en la materia, resulta ser bastante menos que perfecto, involucra un componente esencial de las reflexiones filosóficas del protagonista: el azar. Es su alumna dilecta Jill (Stone), quien, enamorada del profesor, le señala a este en el bar en el que están pasando un rato, una intensa conversación que tiene lugar en una mesa a sus espaldas, y que no pudo evitar escuchar. Tres personas consuelan a una mujer desesperada, que sabe que habrá de perder la custodia de sus hijos porque el corrupto juez que maneja su juicio de divorcio es un conocido de su ex marido. Se trata de una injusticia más o menos común, un acto de corrupción relativamente menor, e inexplicablemente insoluble. Pero a Abe Lucas se le ocurre una solución posible.

Woody Allen siempre se vio obligado a explicar que sus ficciones son solo eso, ficciones, y que no hay tantos elementos autobiográficos como la prensa y su público quisieron ver en su filmografía. Sin embargo, él mismo ha trabajado en la construcción de un personaje que parece identificado plenamente, sino con la ideología sí al menos con las preocupaciones que dan cuerpo a sus guiones. Por lo cual, y tratándose además el motivo del improbable crimen que comete su protagonista de un asunto relativo a divorcios, custodia de los hijos y justicia familiar en general –los temas principales en la imagen pública de Allen a lo largo de las últimas dos décadas, tras el affaire Mia Farrow, Soon-Yi, Dylan Farrow–, fue inevitable que algunos periodistas le preguntaran si las cavilaciones filosófico-criminales de su nuevo personaje provenían de su propia experiencia personal, o de fantasías que abrigaba en la vida real. A lo que Allen contestó sin ironía: “Sí. Si uno pudiera asesinar gente, creo que yo sería probablemente la única persona que quede en el mundo. Podría matar a una persona atrás de otra. Esto está en la película: hay algo que es estéticamente placentero en la idea de matar. Cuando uno va sentado en el tren o el colectivo, simplemente pensando, muchas veces no hará otra cosa que planificar el robo perfecto al banco, o el robo a la joyería o el asesinato perfecto. Uno se pregunta ¿cómo podría llevarlo a cabo? Es una especulación que comporta una estética creativa. Uno pone en acción los mismos genes, los mismos jugos creativos que cuando está inventando una historia, y es muy satisfactorio. Estoy seguro de que los escritores de misterio lo hacen todo el tiempo, y cuando consiguen pensar en estos términos, logran escribir una gran historia”.

Los detalles ridículos de la satisfacción que obtiene Lucas cuando pasa de lo que él considera la reflexión inconsecuente a la que ha dedicado su vida, a la acción material, impiden que uno se tome Hombre irracional con la gravedad que parecían estar buscando sus otros films de inspiración “dostoievskiana”. Y mejor así, porque si en la ya lejana Crímenes y pecados Allen trabajaba profundamente sobre la culpa que caía sobre un hombre (Martin Landau) que resolvía con el asesinato la amenaza que su joven amante lanzaba sobre su vida, su carrera profesional, sus chanchullos financieros, su matrimonio y su familia; Match Point se esforzaba demasiado y con excesiva intensidad por hacernos creer en el joven muerto de hambre y trepador interpretado por Jonathan Rhys Meyers y su inusitada capacidad para liquidar a quien se interponía en sus planes de ascenso social; y El sueño de Casandra era sencillamente una suerte de mal chiste de alguien que parece odiar a la humanidad y creer que cualquiera, dadas ciertas circunstancias y alguna motivación innoble, es capaz de hacerles las peores cosas a otros. Con Casandra, Allen llevó sus psicosis un poco lejos.

La sensación de que ahora estamos ante una comedia se refuerza cada vez que irrumpe la versión instrumental de “The In Crowd” por el trío de Ramsey Lewis, acompasando el recorrido vital y letal del protagonista. Esta ligereza y cierto desparpajo, la manera en que se divierten los personajes con la idea de resolver el asesinato, convierten a Hombre irracional más bien en una fábula moral que uno no necesita tomarse demasiado en serio; pero su director insiste en que no se trata de una comedia, sino de una de sus obras serias: “Cuando empecé a hacer cine quería hacer films muy serios, porque los artistas más significativos para mí eran Bergman, Eugene O`Neill y Tennessee Williams. Pero para entonces yo ya era conocido como comediante y sólo podía hacer comedias. El trabajo ligero es el que me sale con mayor facilidad. Y es cierto que hay algo muy tonto en el protagonista de mi nueva película. La noción de que la decisión de matar a alguien haga que la vida de un hombre se vuelva maravillosa, es un concepto ciertamente cómico; el absurdo tiene una arista cómica y lo sabíamos cuando filmamos la película. Pero no es el tipo de noción cómica en la que la gente se sienta en la butaca y se ríe todo el tiempo. Siempre pensé que sería un film serio, pero cuando uno retrocede y lo mira en perspectiva, es por eso que los existencialistas sentían que la vida es absurda. Porque es tan aterradora y dolorosa y sin sentido, que se decían, ¿qué es esto? Es algo tonto, un chiste. Uno puede reírse de esto. Y así es como me siento respecto de la película; uno puede pensar: ‘Abe va a matar a este tipo’, y eso es lo que de pronto marca una diferencia”.

Y LA MUJER IRRACIONAL

A diferencia de otros films de Allen, este contiene un punto de vista amable con el que el espectador puede identificarse sin dificultad: el personaje de Jill, la siempre encantadora Emma Stone (que trabaja por segunda vez consecutiva con Allen, tras Magia a la luz de la luna) es capaz de horrorizarse como cualquiera ante la perspectiva de que su idolatrado, existencialista mentor, haya cometido un asesinato. Por otro lado, balanceando las ideas en juego, ahí está también la profesora Rita Richards, una mujer ahogada en ansiedades e insatisfacciones, atrapada en un matrimonio rutinario, que desde el momento en que llega Lucas a la institución hace todo lo posible por convertirlo en su amante y cómplice. La idea de que el hombre albergue pulsiones autodestructivas, e incluso la de que se pueda haber convertido en un asesino, para ella incrementan la sensación de aventura. La actualmente desaprovechada Parker Posey interpreta a Rita con ese toque de locura que siempre caracterizó a sus personajes (los que hizo como parte del reparto estable de Christophe Guest; incluso los que hizo en sus breves roces con el mainstream), y se mete con tal naturalidad en su piel que uno no puede sino preguntarse cómo es que Allen no la convocó antes para trabajar con él.

“No creo que haga falta estar de acuerdo con los personajes para sentirse fascinado por ellos”, dice Allen. “Uno puede estar interesado en ellos sin que necesariamente le gusten. Eso de que hay que querer a los protagonistas es una de esas cosas de Hollywood, donde un productor pide que tal o cual personaje se modifique para que resulte más agradable. Yo no siento la necesidad de que me gusten mis protagonistas. Y por otro lado, uno bien puede identificarse con el personaje de Joaquin Phoenix, con su frustración, con sus ganas de sacudir un poco a la gente y hacerle ver que el mundo podría ser un lugar mejor. Es interesante que un tipo crea que matar a alguien puede ser un acto significativo, y que de pronto su vida se vuelva mejor, que recupere sus sentidos y el placer por la vida porque encontró algo en qué creer. Yo nunca pude encontrar algo en qué creer de verdad, y como artista, lo que uno quiere es darle a su público una razón para vivir, para lidiar con la vida, que es trágica, que es tan mal negocio. Yo nunca pude encontrar eso”, dice el hombre que un par de meses atrás, recién estrenada su película, debió afrontar la muerte de Jack Rollins, su productor y mano derecha durante más de cuarenta años. Rollins tenía cien años –tal vez la cifra a la que aspira Allen, quien dice que espera “morir montando”– y lo había acompañado en su largo camino como cineasta independiente, encontrando financiación entre productores que no lo cuestionaran y que lo dejaran hacer lo que quisiera; que lo dejaran seguir haciendo, de a una por año, estas películas que, insiste, no son sino distracciones para no vivir pensando en que al final a todos nos espera el mismo, ineludible destino.

“Porque las películas son eso: distracciones. Y siempre he tenido una distracción, que es como una curita o una aspirina; uno pone algo que se mueve un poco en la pantalla, que baila, y se olvida de que la vida no es nada. Pero solo por un rato, porque después la película se termina y uno sale de la sala y el sol está aun ahí afuera y la vida real vuelve corriendo hacia vos, esperándote, ahí, afuera del cine.”

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