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Domingo, 11 de octubre de 2015

TODO EL MES, INGMAR BERGMAN EN EL MALBA

OBSESIONES Y FANTASMAGORIAS

 Por Paula Vazquez Prieto

Este mes el Malba proyecta cinco películas de Ingmar Bergman que recorren los diferentes estadios de su filmografía, desde los inicios más clásicos, cercanos al melodrama y a su labor teatral, hasta su obra crepuscular, reflexiva en torno a sus recurrentes obsesiones, no por moderna menos desgarradora. Dentro de la primera etapa es posible ver Música en la noche (1948), su cuarta película y la primera que no está basada en una obra de teatro. Melodrama en blanco y negro, luminoso como pocos, con una emoción tan íntima como dolorosa que sigue el devenir de un músico que queda ciego y se enamora en silencio de la bella Ingrid de quien lo separa una infinidad de abismos. Bergman ensaya con el género, lo trasciende, y despliega una riqueza formal que definirá en sus siguientes pasos. En 1953, luego de su famosa Un verano con Monika, clave en su triunfo internacional junto con Juventud divino tesoro (1951), filma Noche de circo, casi como el revés de aquellas pulsiones propias de la estación más cálida: aquí todo es soledad y oscuridad, humillación y recelo. Una compañía circense llega a un pueblo para su próxima actuación; cada uno de sus artistas arrastra desamores, engaños y cuentas pendientes. En un feroz contraluz expresionista Bergman tensa las cuerdas de su representación construyendo un ambiente opresivo y barroco que se cristaliza en la escena de la humillación del payaso blanco, tan lírica y conceptual como desoladora.

El hit de la programación es, sin duda, El séptimo sello (1957), aquella del ajedrez entre la Muerte y el caballero medieval, la del baile final hacia el ¿infierno?, la de las preguntas sobre Dios, su silencio y el vacío de la existencia. Al igual que en las otras dos aparecen los artistas, en este caso alegres y trashumantes, filmados en su esplendor en la escena en la que comparten el cuenco de leche y las fresas silvestres con el caballero y su escudero, creyente y cínico, ambos atormentados. Los artistas miran a su alrededor con libertad, Bibi Andersson se recuesta y eleva su sonrisa al cielo con el desparpajo de quien conoce el teatro de la vida, la plenitud que se esconde aún detrás de la más triste tragedia. Y, como corolario, se proyectan Gritos y susurros y La flauta mágica (1975). La primera es la del rojo sangre, el color del alma para Bergman, la de las hermanas que despiden a su muerta, se enfrentan a los más duros reproches en plena despedida y evocan el tiempo idealizado de la infancia. En La flauta mágica, realizada para la televisión, Bergman aúna sus grandes amores: la magia y el teatro. “Todavía hoy digo, con pueril emoción, que soy realmente un mago, puesto que el cinematógrafo se basa en el engaño del ojo humano”. La vida es, como el arte, una ficción necesaria para seguir adelante.

Su cine llegó a los límites de la agonía, aquella que habitaba en el espacio fantasmagórico entre la vida y la muerte, entre la realidad y la fantasía. No hay felicidad verdadera que pueda ignorar lo conflictivo, porque no hay plenitud que pueda alcanzarse sin un conocimiento profundo de las verdaderas emociones. Los personajes de Bergman se internan, con miedo, sí, pero con la adrenalina que supone ese riesgo, en ese laberinto infernal que combina la risa y el llanto. Por eso sus comedias destilan esa amarga ironía que las hace tan particulares y los momentos de explosiva felicidad aparecen como manantiales en sus tragedias más angustiosas y sombrías. La magia para Bergman es el arte de hacernos creer, como Dios, que la felicidad solo tiene sentido porque puede escaparse en cualquier momento, y aún así es firme nuestra voluntad de alcanzarla.

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GRITOS Y SUSURROS, 1972
 
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