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Domingo, 20 de diciembre de 2015

MOBY DICK

EL AGUA Y EL ACEITE

Desde la publicación de la novela de Herman Melville en 1851, la significación y las interpretaciones acerca de la ballena blanca que surcaba los mares como una amenaza angustiante y gigantesca para el hombre no han cesado. Representación de lo salvaje, de la naturaleza desencadenada, de lo no humano, de lo que jamás podrá dominarse, entre otras posibles lecturas. Y sin embargo, el cine apenas dio algunas versiones en telefilms de Moby Dick después de la película de John Huston con Gregory Peck hace ya sesenta años. Ahora, En el corazón del mar, que se estrena en la Argentina el 31 de diciembre, retoma a la gran ballena a partir de la historia real que inspiró a Melville y que fue rescatada en el libro homónimo de 2000 de Nathaniel Philbrick: la crónica de los sobrevivientes de un ballenero aplastado por un gran cetáceo en 1820. Con la dirección de Ron Howard, protagonizada por Chris Hemsworth y Tom Holland, se propone una nueva inmersión en el mar de la condición humana librada a su suerte, persiguiendo a su contrario, a su otro yo, en un mundo signado por la devastación civilizatoria.

 Por Mariano Kairuz

Pueden ustedes llamarme Moby Dick.

Aunque no sea, en rigor, Moby Dick. No del todo, al menos.

Acaso se trate de la Ballena Blanca de Hollywood: el gran relato épico americano que los estudios parecen estar todo el tiempo buscando entre los films de superhéroes y las aventuras galácticas –como en otras épocas lo hicieron entre los westerns–, pero no consiguen cazar.

Lo cierto es que, por alguna razón, nadie ha logrado filmar La Novela de Herman Melville en todo este tiempo; que no se ha hecho ningún intento por crear una versión apropiadamente espectacular de la desastrosa historia del Pequod y la aventura salvaje e irracional del capitán Ahab, en los casi sesenta años transcurridos desde la versión de John Huston con Gregory Peck. Tan sólo se hizo un puñado de miniseries y telefilms que no consiguieron capturar ni siquiera la superficie del libro. Tal vez la razón sea que se trata de una de esas novelas realmente infilmables. Se puede contar la historia, como la cuenta Ismael, sus detalles en una voz en off, sus vueltas argumentales; se puede narrar a sus personajes, pero no parece posible –o al menos sencillo– aprehenderla en toda su tremenda magnitud; capturar a su monstruosa criatura, el gigantesco sperm whale, el desmesurado cachalote vengador en toda su significación, en todos los sentidos que su autor y luego sus lectores y estudiosos volcaron en él a lo largo de un siglo y medio.

Así que, a falta de Moby Dick, acá está la historia real que inspiró a Melville, que tiene la ventaja de que se atiene a la naturaleza más o menos asible de los hechos. No es un secreto, pero tampoco un hecho tan conocido, que el escritor tomó como punto de partida para su libro publicado en 1851 la tragedia del Essex, una embarcación ballenera que en 1820 fue destrozada y hundida en el Pacífico Sur por un cachalote de 30 metros de largo, tan grande como el propio barco que se había hecho al mar en busca del preciado aceite de estos animales.

Aquella historia real ya había sido contada antes por dos de sus sobrevivientes: el primer oficial Owen Chase, y el grumete Thomas Nickerson, ambos marcados de por vida por las traumáticas circunstancias que atravesaron cuando el cetáceo desproporcionado los condenó a una deriva de más de tres meses, a 2000 millas de las costas americanas, a merced del sol y un hambre fatal. Quince años atrás, el periodista e historiador bostoniano Nathaniel Philbrick combinó este relato con el retrato del pueblo de Nantucket, Massachussets, que era a principios del siglo XIX el principal puerto de los balleneros que proveían de aceite a un mundo crecientemente industrializado, y publicó su libro In the Heart of the Sea, que lleva por subtítulo “La tragedia del ballenero Essex”. Ese mismo año 2000, el tomo se convirtió en un best seller y ganó el National Book Award en la categoría no-ficción, y Hollywood hizo un primer intento de adaptarlo con la dirección de Barry Levinson, que no prosperó. Recién ahora, En el corazón del mar, el libro de Philbrick llega a los cines del mundo ficcionalizado por el guionista Charles Leavitt (Diamantes de sangre), bajo dirección de Ron Howard, con Chris Hemsworth –el Thor de las películas de Marvel– como el primer oficial del Essex, y el adolescente Tom Holland (el próximo Hombre Araña) como Nickerson.

Hay un momento, no muy lejos del final de la película, en el que Chase enfrenta a la bestia arpón en mano: es una pelea desigual que el experimentado marino supo conquistar en otras ocasiones. Pero algo lo detiene cuando la mirada de ambos se encuentran: no es piedad, no es exactamente un sentimiento humanitario, pero sí parece ser alguna forma de empatía, una momentánea identificación con su presa. No se puede decir por esto que En el corazón del mar asuma finalmente el relato de Moby Dick desde el punto de vista de la Ballena, pero cuando su ojo enorme se abre en la pantalla 3D, podemos sentir de pronto su mirada sobre nosotros. Eso es de algún modo lo mismo que hicieron esas otras, oblicuas aproximaciones a Moby Dick que hubo en el cine después de la mentada versión de Huston y Peck del 56. Eso es lo que hizo el Tiburón de Spielberg en 1975, en la que la cita se volvía explícita en el monólogo de Quint (inolvidable Robert Shaw) cuando recordaba su encuentro con los escualos sobre el final de la Segunda Guerra: “A veces ese tiburón te mira directamente a los ojos. El tiburón tiene unos ojos sin vida, ojos negros, como los de un muñeco. Cuando se te acerca parece no estar vivo. Hasta que te muerde y esos ojos voltean para arriba y se vuelven blancos. Y entonces uno escucha un grito agudo y el océano se vuelve rojo y a pesar de toda la batahola vienen y te despedazan. Para el final de aquel primer atardecer, ya habíamos perdido más de cien hombres”.

Dos años después volvió a hacerlo Orca, la ballena asesina, con el mamífero monogámico persiguiendo con furia y una determinación inquebrantable a aquél que había cazado a su pareja (Richard Harris).

En el corazón del mar no será Moby Dick entonces pero es la película que más se acerca a lo que podría ser hoy la novela de Melville re-imaginada a través de las posibilidades que alcanzaron los efectos digitales: la de llenar el océano de vida, generar postales de cierta belleza en planos aéreos de las aguas más azules, reproducir el caos y la desesperación que sobrevienen a la embestida del Leviatán, así como cada una de sus demostraciones de fiereza, cuando asoma su gigantesco cráneo en vertical; representar uno de los espectáculos más viscerales que tiene para ofrecer la naturaleza.

CIVILIZACION Y BARBARIE

El relato del Essex y sus náufragos está enmarcado en el encuentro entre el joven Herman Melville –que a los 30 ya tenía varios libros publicados– y el sobreviviente de la nave, Thomas Nickerson, quienes se encuentran treinta años después de la tragedia en la casa del segundo, en Nantucket. Nickerson (Brendan Gleeson) vive apesadumbrado, atravesado por el recuerdo de aquella catástrofe, aislado en la casa en la que, ya retirado de la navegación, administra una pensión junto con su esposa. Melville (el actor británico Ben Whishaw, el nuevo Q de James Bond) está escribiendo el que iba a ser su libro más importante, originalmente titulado La ballena, y que iba a publicar un año más tarde, en 1851, y le ofrece dinero a Nickerson para que le entregue la versión completa de su historia, con todos los detalles que se ha guardado temerosamente para sí por años. Se sabe que el del dinero no era un asunto menor para el escritor: nacido en una familia acomodada, tras la muerte de su padre cuando él tenía 12 años perdió sus privilegios, debiendo trabajar como casi cualquiera para sostenerse, y ajustando lo que escribía a las presuntas exigencias del mercado literario, según ha contado él mismo en su correspondencia. Jamás llegaría a ver las ganancias que daría Moby Dick, ya que al momento de su publicación sufrió la indiferencia del público y el rechazo brutal de la crítica, y no sería reivindicado hasta muchos años después de su muerte, en 1891.

La historia que le cuenta uno al otro en En el corazón del mar empieza por tomarse algunas licencias, tales como la de exaltar la rivalidad entre Chase y el capitán del barco, George Pollard Jr (interpretado por el no muy conocido Benjamin Walker, que protagonizó Abraham Lincoln cazador de vampiros). Chase se siente defraudado por sus empleadores, que le habían prometido la dirección del Essex, y en su lugar se la han dado a Pollard, por mera portación de apellido: es el hijo de una familia ilustre de Nantucket, relacionada con el comercio del aceite de ballena, producto natural cuya extracción es el propósito final de estos viajes marítimos como el que emprende el Essex. El primero representa la experiencia y la eficacia, y el otro, tan solo la posición social. Lo cierto es que no hubo tal diferencia de experiencia ni una rivalidad tan marcada entre estos dos personajes en la vida real, ya que ambos habían recibido el mismo entrenamiento marítimo; el objetivo de esta decisión del guionista es, además de proporcionarle un conflicto dramático a sus personajes, dar pie a un comentario sobre la naturaleza de estas expediciones; es decir, el carácter inescrupuloso de estas aventuras comerciales, el costo del progreso industrial, y la actitud irresponsable del hombre frente a la naturaleza, o, proyectándolo, de la civilización frente a lo salvaje, que siempre fue uno de los temas de Moby Dick. En un momento, sobre el final, Melville y Nickerson comentan entre ellos, un poco azorados, la noticia de que existe para mediados del XIX una nueva fuente para obtener el aceite que provee de luz y energía a la vida diaria y a la pujante industria. “Parece que ahora pueden extraerlo del suelo. ¿Quién lo hubiera dicho?”

En estas modificaciones el guionista Leavitt consigue restaurar algo del aliento épico y la multiplicidad de sentidos de Moby Dick, de esa capacidad para alegorizar la historia contemporánea de los Estados Unidos que se ha leído en ella durante tantos años.

Una generación entera, o más, por este lado del mundo, habrá leído la novela de Melville en la edición clásica de Sudamericana publicada en 1970, que contiene la reverenciada traducción de Enrique Pezzoni y el célebre prólogo escrito por el crítico cultural Jaime Rest. En su texto, Rest da cuenta de las proyecciones metafóricas de la aventura marítima central del libro: “Al cabo de una prolongada y angustiosa gestación, Melville escribía en noviembre de 1851 a Hawthorne –con quien había trabado amistad poco antes– para anunciarle el resultado de su afanosa labor: ‘He compuesto un libro perverso, y me siento tan inmaculado como un cordero”. En verdad Moby Dick, dice Rest, “era una obra de significado sumamente intrincado –’un libro de extraña especie’–, pero constituía de manera simultánea la formulación más reveladora de quien lo había concebido: era el testimonio de regiones penumbrosas de la conciencia y, en la exposición de la lucha titánica entre el voluntarismo puritano y las fuerzas espontáneas de la naturaleza, tendía a resolverse en una suerte de satanismo prometeico, de sublevación contra un orden que resultaba demasiado estrecho a causa de sus rígidos contrastes”.

Más adelante agregaba: “Sin duda, Moby Dick ha llegado a significar cuanto los investigadores pretendieron hallar en sus páginas, sea ello valedero o arbitrario. En tal sentido, su lectura tiene la fascinación adicional de estimular a los posibles intérpretes del texto y de proporcionarles un campo casi ilimitado para la especulación. No obstante, resulta incuestionable el hecho de que, primariamente, se trata de un relato de aventuras marítimas, de conformidad con la especie que satisfacía de manera tan notoria el gusto del siglo XIX, cuya literatura está recorrida por un sostenido caudal de navegaciones, ilustrado con obras de Cooper, de Marryat, de Dana, de Stevenson, de Julio Verne, de Conrad, sin omitir infinidad de memorias auténticas de viajeros. De algún modo, tal producción respondía a la atmósfera (...) El centro de la carga significativa subyacente debe darse en la lucha sin cuartel que libran el capitán Ahab y la ballena blanca. En su persecución monomaníaca, el marino encarna las actitudes más extremadas del fanatismo, que atribuye –y exige– un sentido moral a las manifestaciones de la naturaleza y que interpreta toda acción según una drástica polaridad entre el bien y el mal, sin admitir gradaciones intermedias. (La ballena) quizás encarne la presencia de lo no humano, de lo que el hombre no puede entender o dominar, de la naturaleza en su modalidad primigenia, sin adulteración (...) El rasgo más universal y destacado en la conducta (del protagonista) era el arraigo de un sedimento cultural que los inducía a proponerse el deliberado sometimiento del ámbito circundante y la obstinada persecución del éxito personal; en consecuencia, aun en los casos en que se manifestaba hostil o parecía independiente, la naturaleza no era concebida como fuerza autónoma o como personaje, sino como un material o instrumento que el hombre debía aprovechar para la satisfacción de fines prácticos”.

La reedición más reciente de Moby Dick en Argentina se produjo el mes pasado a través de la flamante colección Penguin Clásicos, que mantiene la traducción de Pezzoni pero en lugar de la introducción de Rest ofrece una escrita a principios de los ‘90 por el Director del Departamento de Estudios americanos de la Universidad de Columbia, Andrew Delbanco, quien es también autor de la biografía Melville (2005). La lectura que hace Delbanco podría conectar el libro de 1851 con algunos aspectos de la película de Ron Howard, en particular en a lo que respecta a la conflictiva constitución de una nación moderna y económicamente poderosa.

“Melville escribió Moby Dick con fervor mesiánico porque quería salvar a su país de sí mismo”, propone Delbanco. “Una forma de aproximarse al imponente texto de Melville es considerarlo parte de la reflexión en torno a Estados Unidos que le ocupó toda su vida. El país en el que Melville había nacido en 1819 era una nación en la que los vestigios de la aristocracia se estaban desvaneciendo y en el que todo aquel que defendiera la idea de los privilegios hereditarios corría el peligro de ser acusado de traición. La política nacional, cuya dirección se habían ido pasando de unos a otros los nobles de Nueva Inglaterra y la pequeña aristocracia de Virginia, se estaba convirtiendo en el escenario de un combate encarnizado entre héroes populistas y políticos profesionales. Pero aun cuando a Melville le irritara ese país vulgar en el que se sentía un ciudadano de segunda, le encantaba su intolerancia frente a las pretensiones y la liberación que prometía respecto de la losa del pasado” (...). Moby Dick “es una enrevesada elegía a la democracia, que Melville veía amenazada desde diversos frentes: por el espíritu del utilitarismo, por el ritmo acelerado del expansionismo, y por el impulso hacia el poder industrial (en el gran capítulo titulado ‘Las refinerías’, el barco se convierte en una fábrica flotante), que degrada a los hombres a meras herramientas del proceso tecnológico. ‘Para cumplir su propósito, Ahab debía emplear instrumentos; y de todos los instrumentos que se emplean en este mundo sublunar, los hombres son los que se estropean más pronto’, se nos dice. Y aun así, pese a la repugnancia que le causaban la ola de mercantilismo y la sed de tierras de su época, Melville recelaba en la misma medida de los motivos y la eficacia de los reformistas que gimoteaban desde los márgenes. ‘¿Y con qué pluma escribía sus circulares el secretario de la Sociedad para la Supresión de la Crueldad contra los Gansos?’, pregunta con un desdén propio de Emerson”.

“Moby Dick es un libro de alcance universal acerca del estado de necesidad de los hombres cuando se les niega el apoyo del rango y las costumbres”, concluye Delbanco; “un libro acerca de lo que puede ocurrirles a los seres humanos en condiciones de exposición absoluta”.

Es algo de toda esta abrumadora carga de significación la que parecen querer condensar el guionista Leavitt, Howard (y Gleeson y Whishaw) en esas escenas que dan marco al relato de la aventura ballenera –a su vez exaltada por las virtuosas imágenes de los hostiles paisajes naturales que ofrecen los mares del sur, logradas por Anthony Dod Mantle–, esa historia dentro de la historia que convierte a la ballena en algo más, en algo más grande.

CARNE SOBRE CARNE

Esta no es la primera película que el irregular y ecléctico Ron Howard –autor de cosas tan disímiles como Splash, Cocoon, Apolo 13, El diario, las adaptaciones de los best sellers de Dan Brown y la oscarizada Una mente brillante– se propone filmar en el océano: unos años antes intentó llevar al cine El lobo de mar, de Jack London, pero nunca consiguió la financiación para hacerlo en la escala apropiada. También quiso filmar Rainbow Warrior, sobre un evento de Greenpeace que tuvo lugar en los ‘80, y el dinero tampoco apareció. Algo de ambos temas se conjugan en En el corazón del mar, en tanto es un relato que habla, dice Howard, “sobre conflictos entre hombre, dinero, y naturaleza. Una batalla que seguimos peleando en mil frentes: el cambio climático, la extracción de recursos agotables, las granjas industriales y la sobrepesca. Lo que significa que, más vale que esta vieja ballena asesina consiga asustarnos lo suficiente como para que hagamos las paces con el medio ambiente, o ninguno de nosotros sobrevivirá”.

Y hay mucho de cautionary tale, de moraleja, de relato “de advertencia” en En el corazón del mar, que en su último tramo deja de callar el “innombrable” y vergonzante secreto de sus protagonistas: los actos de canibalismo que permitieron que al menos parte de los náufragos sobrevivieran. “No es sensato descartar aquello que puede salvarnos la vida”, dice Chase cuando uno de los tripulantes afroamericanos muere, y uno de sus compañeros se dispone a echar su cadáver al océano. “Lo hicimos con rapidez”, relata Nickerson: “primero separamos los miembros del torso, luego la carne de los huesos: nos comimos el corazón y luego cortamos el resto de la carne”. Howard y su equipo se animan a narrar –aunque sin volverse nunca demasiado gráficos, reservando sus detalles más escabrosos al relato verbal– estos eventos que persiguieron a los sobrevivientes hasta el final de sus días, lo cual no deja de ser inusualmente arriesgado para una superproducción aventurera y llena de efectos visuales como esta. Para cuando llegamos a estas instancias penosas, las coordenadas del desastre ya fueron fijadas: el capitán y su primer oficial ya condujeron al Essex hacia su destrucción por pura codicia, desoyendo las advertencias de un capitán español que encontraron en el camino y que perdió su propia embarcación por la furia de La Ballena. Y luego Chase se condenó a sí mismo y a los suyos llevando su bote salvavidas por una ruta incierta, para esquivar las islas Marquesas porque según la leyenda estas estaban habitadas por tribus de, fatal ironía, hábitos antropofágicos.

Melville arrancó su imaginaria novela de 800 páginas donde terminan los sucesos reales narrados por Nickerson y recogidos por Philbrick casi dos siglos más tarde; convirtiendo a Pollard en el obsesivo Ahab y su historia en una de locura y obsesión. En él, describió a su leviatán a través de los ojos de su enemigo humano como una criatura vengativa, hecha de maldad y odio, pero lo cierto es que una ballena no conoce nada de eso: es apenas la fuerza bruta, el instinto de la naturaleza. De algún modo, Philbrick y Howard le devuelven esa entidad a la ballena, y así nos ubican, el menos por momentos, en el ojo y la mirada de esta. En otras palabras, la catástrofe de Melville contada por su bestia.

Pueden ustedes llamarme Moby Dick.

BEN WHISHAW COMO HERMAN MELVILLE Y BRENDAN GLEESON COMO EL SUPERVIVIENTE DEL ESSEX, THOMAS NICKERSON

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