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Domingo, 14 de diciembre de 2003

HALLAZGOS

Viejo lobo de mar

Era un mitómano empedernido, falso espía, amante en fuga, padre abandónico, traductor de Yourcenar y autor de una de las mejores biografías de Picasso. Hasta que, ya grande, publicó la primera novela de una saga de 20 que lo convertiría en el culto secreto de lectores tan disímiles como oficinistas aficionados a los mapas y el jefe de la escuadra de submarinos soviética. Cuando el New York Times se dio por aludido, en 1991, la amistad del capitán Aubrey y el médico Maturin se convirtió en un boom. Ahora, con Russell Crowe a punto de estrenar una película inspirada en este monumental fresco del siglo XIX, Edhasa comienza a editarlo en la Argentina. Una oportunidad imperdible para conocer a Patrick O’Brian.

 Por Sergio Kiernan

A veces el castellano llega tarde, como llegó tarde a la obra de un macaneador que se reinventó dos veces y terminó famoso e irlandés a los 75 años, después de nacer inglés y pasar décadas escribiendo novelas y cuentos oscuros y torturados sin que nadie le diera ni la hora. Los elegantes paperbacks que acaban de llegar a las librerías argentinas a un precio razonable abren la puerta al universo de Patrick O’Brian, una adicción minoritaria desde la década del 60 y masiva desde que el New York Times lo “descubrió” en 1991. En la Argentina, apenas la librería ABC se jugó a traer algunos ejemplares ingleses y sólo por la desesperada súplica de un adicto local. La edición española de Edhasa, cotizada en euros y apenas promocionada, expandió un poquito el ancho de la secta. Ahora es la última oportunidad que hay para decir que uno conocía “de antes” este opio de los pueblos: el dos de enero se estrena la película, con Russell Crowe, y ahí el gato se escapó de la bolsa.
¿Por qué tanto misterio con un escritor muerto hace tres años, que escribió veinte novelas históricas deliciosas y encadenadas como una saga? Porque las novelas históricas son las historietas de la literatura, género chico y mal respetado, que como el humorismo no merece premios ni se toma muy en serio. Claro que están las excepciones de Anthony Burgess, Gore Vidal y Margarite Yourcenar, pero casualmente esas novelas históricas se paran en la antigÜedad remota, permiten lucir latines y griegos clásicos y les gustan a los profesores de Oxford. Boutades y nada de aventuras, que es una mala palabra. Las veinte novelas de O’Brian pasaban por abajo del radar porque sus personajes son oficiales navales de la marina de Nelson, porque viven a cañonazos y viajan a lugares exóticos, porque son entretenidas. También porque su técnica –su lenguaje, su punto de vista— son deliberadamente anticuados y parten del supuesto que las personas son imposibles de conocer: no hay insight, no hay epifanías ni discursos internos. El prejuicio dejaba de lado la deliciosa erudición, el humorismo fino, el costumbrismo digno de Jane Austen, la compleja pintura de época y ambiente, y el simple hecho de que las obras mantienen su eje donde está el del arte: en la creación de personajes que son personas, complejas y creíbles.
El ciclo comienza en un concierto en casa del gobernador de la isla de Menorca. Un grupo de músicos italianos toca tan bien que un alto y pasional teniente naval, algo gordo y de pelo amarillo anticuadamente largo y atado con un moño, se arrebata marcando el tempo con el pie. Su vecino es un esmirriado y morocho médico, mal vestido y descuidado, que necesita perfecta concentración para la música y no aguanta, en su malhumor épico, el ruido del teniente. La solución es un codazo que, en el mundo de abril de 1800, es también una invitación a un duelo. Lo que resta del concierto –Locatelli– se resume en dos discursos internos igualmente desdichados, el del oficial infeliz porque sus posibilidades de conseguir nave propia son ínfimas y su vida amorosa un desastre; el del médico por sus fantasmas internos y su desolación vital; el de ambos por la tontería que ordena que uno mate al otro.
La música termina, el público sale, los dos hombres se identifican y quedan en enviarse padrinos. Pero el duelo nunca llega porque el joven teniente recibe con la mañana el regalo divino de un comando, busca al médico y hace algo difícil: disculparse y ofrecer su amistad. Un desayuno marca, como diría Rick, el comienzo de una amistad. En esa posada menorquí, el teniente Jack Aubrey, hijo de un general casi loco, hidalgo de poses y prácticamente criado a bordo, se conoce con quien será su socio de toda la vida, Stephen Maturin, hijo bastardo de un irlandés y una catalana, médico, naturalista de porte y espía vocacional en todo lo que ayude a que los ingleses derroten a Napoleón, especialmente si lleva a la independencia de Cataluña. Es un dúo desparejo y torvamente complementario, donde cada uno salvará la vida del otro una y otra vez, donde Maturin empujará la carrera de su amigo, que empujará a su vez suvida y lo salvará del pozo de la depresión suicida. Uno vital y capaz de extrema violencia en combate, otro obscuro y letal en el mano a mano.
Veinte novelas después –unas ocho mil páginas– Aubrey y Maturin son Batman y Robin, pero en serio. Los libros son una caja de Pandora donde surge vívida esa época de transición entre el lúdico, autoritario y violento siglo XVIII y el anhelo de orden y razón de la era victoriana. En el trayecto, los amigos cortejan y seducen, espían y combaten, comen, hacen amigos y enemigos sin fin, llevan al lector a la intimidad de la Inglaterra rural, la de las niñas de Austen vestidas de muselina, y a los antípodas donde las mujeres mandan sampanes piratas y se afilan los dientes para morder en el cuello.
O’Brian sostiene la trama con una erudición discreta que deja sin aliento, y con una verosimilitud absoluta. Su broma interna es que los libros están escritos en lenguaje contemporáneo, pero como si fuera una obra decimonónica: no hay liberación sexual, ni psicoanálisis, ni igualdad social. Los personajes piensan y se comportan como gente de su época, aborrecen la esclavitud pero encuentran natural la divinidad de los reyes, se entusiasman con la libertad americana pero ven como salvajes a los “nativos”, son devotamente religiosos y perfectamente capaces de ejercer una violencia extrema sin escrúpulos ni angustias. Es un mundo de exquisitos buenos modales y cortesía, de latigazos y mutilaciones, donde un hombre puede ir preso por deudas o recibir veinte años por robar un pan, llegar a la riqueza con un viaje afortunado o morir en una miseria considerada moralmente justa. Esto resulta chocante y perfectamente familiar: es nuestro mundo sin los dos siglos de intentos de moralizarnos, reprimirnos, hacernos más justos.
En su complejidad, la saga reúne varios temas. Por un lado es un complejo fresco de la política de la época vista como la veían ellos. Resulta particularmente fascinante el tema de la independencia americana, con Aubrey –que está basado en la vida del juerguista aventurero de Lord Cochrane– contratado por O’Higgins para crearle una armada a Chile. Para Aubrey, Chile es un fragmento de la guerra global con Napoleón, en la que participa tanto en Malacca como en el Mediterráneo, en los burdeles de Nueva Orleáns como en la costa de La Mancha. Para Maturin, es una patriada que se puede ganar, como se perdió la de Irlanda y ya se veía perder la de Cataluña.
El siguiente tema esencial son las personas. Maturin y Aubrey, por así decirlo, crecen juntos. Compiten por al amor de una mujer maravillosa e indomable, Diana Villiers, viuda liberal en sus amores que acaba respetando al esmirriado irlandés y tiene una hija con él. Se apadrinan mutuamente y descubren la vida familiar con el casamiento de Aubrey y Sophie Williams, lo que permite a O’Brian explorar desde cómo se montaba una casa hasta cómo se curaba el autismo, pasando por los detalles de la vida familiar de pañales y compras. Los amigos quiebran, se enriquecen, llegan a la mediana edad, toman y abandonan vicios y amantes.
Es que las mujeres pierden a Aubrey y las drogas a Maturin. Al comienzo del ciclo, el joven teniente recibe un comando para sacarlo de Menorca: el almirante se ha enterado de que él es la razón de que su nueva mujer, joven y sonrosada, sonría demasiado. Y Maturin acaba de descubrir que la tintura de láudano es la mejor manera de tragar opio, poder dormir y domesticar su carne poco filosófica. El médico llegará a dosis inverosímiles y sólo aprenderá a dejar el vicio reemplazándolo con las hojas de coca que descubre en Lima.
El tono de la relación es el motor interno de las novelas. Aubrey es abierto, franco, vital y no muy profundo. Maturin es un olivo retorcido que escribe diarios en clave, disecciona animales y pacientes sin pestañear, y elude las confidencias en cinco idiomas. “Las preguntas son una manera maleducada del diálogo”, dice una y otra vez el fóbico médico, agente secreto nacido y criado. Lo que le da marco a estas hebras es la vida naval, inmutable y llena de tradiciones, con las horas marcadas a campanadas. O’Brian se mueve entre jarcias y aparejos del convés al bauprés en un regreso al mundo de piratas de la infancia. Es difícil describir la perfección de su arquitectura de maniobras, combates, cangrejas y fragatas. Lo curioso es que, al contrario de otros casos de literatura naval, aquel que sea indiferente a lo que flota puede seguir leyendo sin detenerse más que en la belleza sonora de esos fragmentos, tomarlos como prueba del exacto conocimiento y capacidad ejecutiva de Aubrey. De hecho, Maturin pasa años navegando sin distinguir proa de popa y está allí para alivio e identificación del sedentario. Para los que aman la jarcia, O’Brian es un deleite y hay una verdadera industria editorial paralela de diccionarios, diagramas de maniobras, manuales de navegación y hasta un atlas, dedicados específicamente a su obra.
El tercer personaje de la obra es el autor. En las solapas de las viejas ediciones se lee que Patrick O’Brian nació en Irlanda, se educó en Inglaterra y aprendió a navegar por órdenes médicas, ya que el niño asmático tenía un tío dueño de una balandra que todavía hacía el tráfico costero entre Cork y Donegal. En algún remoto reportaje, O’Brian sugería que era de los últimos civiles que sabía aparejar cuadras, arte ahora reservado a cadetes navales en viaje de instrucción, y tal vez la última persona viva en empezar de grumete. Era todo mentira: O’Brian era londinense, hijo de un médico descendiente de alemanes, se llamaba Richard Russ, nunca había navegado en su vida y ni siquiera era católico, como siempre dijo.
Russ se transformó en O’Brian después de la Segunda Guerra Mundial, cuando abandonó a su esposa y la borró, junto a su hijo, de su vida. El hombre se mudó con su nueva mujer, Mary, a un valle remoto e impronunciable de Gales y luego encontró su hogar de cuarenta años en el pueblito de Collioure, en la Cataluña francesa, donde se dedicó a hacer vinos en pequeña escala. Con nombre y país nuevo, O’Brian se construyó una leyenda –exagerando su puesto en Inteligencia Política durante la guerra, donde en lugar de análisis de situaciones políticas en los países ocupados daba a entender que había sido espía– y a borrar minuciosamente su pasado. Por algo su Maturin odiaba las preguntas.
La primera carrera de O’Brian fue la de escritor literario. Fue autor de una de las mejores biografías de Picasso, y para pucherear traducía a Yourcenar, viendo algunos dineros reales cuando propuso y tradujo Papillon. Su novela Testimonios, publicada en los 50, fue saludada por Delmore Schwartz como superior a cualquier cosa contemporánea de Hemingway o Steinbeck. Todo indicaba que O’Brian viviría modestamente una vida literaria menor, con sus vinos, su buen ojo para recomendar libros a traducir, su escasa venta de obra original.
Entonces, en 1966, se murió C.S. Forester, el creador de la saga de Horatio Hornblower –hay una estupenda miniserie inglesa que vaga por las trasnoches del cable–, inventor de la novela marinera contemporánea. Forester era un bestseller imparable, y una editorial norteamericana se asoció con una inglesa para encontrarle reemplazante. O’Brian había escrito dos deliciosos libros sobre la vida en la Royal Navy del 1800, de venta marginal y prestigio cierto, por lo que el contrato le cayó a él.
Lo que O’Brian entregó en 1967 simplemente asustó a los yanquis, que se abrieron, y preocupó a los británicos, que querían más de la simple, maniquea y mal escrita prosa de Forester, estilista a la altura de... digamos, de Salgari. El irlandés trucho les pasaba Master and Commander, Capitán de Mar y Guerra, que inauguró la saga y la secta. Siguieron 24 años de oscuridad relativa, ventas en los pocos miles, fanáticos que iban del jefe de la escuadra de submarinos soviética a oficinistas aficionados a los mapas. La fama, y los millones, llegaron sólo a los 75 años, cuando un redactor de la revista del New York Times finalmente le hizo caso a unamigo, leyó el primero, siguió con los demás y le contó al mundo lo que había encontrado.
O’Brian disfrutó de su fama, se amigó algo con su familia olvidada, siguió escribiendo, se amargó porque un biógrafo descubrió su vida escondida y su verdadero nombre, se quedó viudo, se murió a los 85 años dejando tres capítulos listos del tomo 21, jamás editados. Su prosa es tan buena que sobrevive a la errática traductora española que le tocó, de precisión clínica cuando habla de juanetes y quillas, pero ignorante de qué es el brandy –lo pone en bastardilla, como si fuera algo exótico y no el nombre del cognac tanto en Gran Bretaña como en España– o qué es un First Lord, lo que muestra que se perdió todas las de Errol Flynn.
No importa, ya estamos acostumbrados. Y la gloria y el dolor del siglo XIX siguen estando entre esas tapas, en un formato inesperado.

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