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Domingo, 31 de enero de 2016

CASOS > DE FLETEROS A MOTOQUEROS

FERROCENTAUROS

En su reciente libro De fleteros a motoqueros (Gorla), María Graciela Rodríguez aborda la construcción simbólica e imaginaria de la moto y su conductor desde el caso puntual de los “motoqueros”, y, sobre todo, a partir de un acontecimiento político que los convirtió en “la infantería motorizada del pueblo”: el 19 y 20 de diciembre de 2001, días en que, por ejemplo, fue asesinado Gastón Riva. A partir de un trabajo etnográfico que se cruza con la antropología, el análisis del discurso y la sociología, Rodríguez entrevistó y participó del cotidiano y los rituales de estos trabajadores urbanos para entender la lógica de un grupo que funciona como un recorte de la Argentina que va desde la crisis neoliberal de finales de los 90 hasta las formas de participación política de los últimos años.

 Por Fernando Bogado

Hay un imaginario intacto dentro de la civilización occidental que opera hasta cuando menos lo percibimos, latente siempre. Cualquiera de nosotros, al pensar acerca de una vida libre de ataduras, alejada de los compromisos laborales con sus horarios de oficina y sus muchas responsabilidades, se imagina recorrer las rutas hacia paisajes imposibles arriba de una moto para perderse en el horizonte –quizás, con música de rock de fondo–. Esta imagen, que parece una mala y trillada publicidad de cigarrillos, opera hasta el punto de que más de un quincuagenario con crisis de mediana edad lo primero que hace para demostrar que todavía es joven y puede atreverse a vivir la vida al límite es comprarse una moto. O que algún adolescente que juntó sus primeros pesos ya los gasta en una motito de baja cilindrada y va a dar vueltas por algún lugar cerca de su casa, paseando alrededor de una plaza para pavonearse frente a la mirada de cualquiera. La moto está ahí, es más que un vehículo: es el depósito material de sueños, fantasías y hasta formas de subjetivación, o mejor, formas de “hacerse hombre” –porque ese imaginario, mal que nos pese, es también poderosamente masculino–. El libro de María Graciela Rodríguez, De fleteros a motoqueros, los mensajeros de Buenos Aires y las espirales de sentido aborda, precisamente, esa construcción simbólica e imaginaria de tener una motocicleta desde un caso muy puntual, el de los llamados “motoqueros”, y, sobre todo, a partir de un acontecimiento político de indudable trascendencia que los convirtió, de la noche a la mañana, en “la infantería motorizada del pueblo”: el 19 y 20 de diciembre de 2001.

A partir de un trabajo etnográfico que se cruza constantemente con la antropología, el análisis del discurso y la sociología, María Graciela Rodríguez se dedicó a entrevistar a diferentes motoqueros y a participar de sus actividades cotidianas, de sus rituales, de sus celebraciones, y así poder entender la lógica de un grupo que funciona como un recorte elocuente de toda la Argentina en el camino que va desde la crisis neoliberal de finales de los `90 hasta las formas de participación política de los últimos años. Así, entre testimonios y análisis de noticias aparecidas entre 2001 y 2002, sin dejar de concentrarse también en otros productos culturales, como el cine, Rodríguez arma un complejo panorama en donde se juntan imaginarios sociales y realidades políticas y laborales que muchas veces pasan desapercibidas hasta para sus propios protagonistas. Comencemos por algo tan simple como el nombre: los “fleteros”, tal como se denominan en su actividad diaria, van por la Ciudad de Buenos Aires y el primer y segundo cordón de la provincia (lo que se llama estrictamente Área Metropolitana de Buenos Aires, AMBA). La mayoría de ellos provienen de zonas aledañas a la capital dentro de GBA, y comenzaron a trabajar en su actual ocupación cuando eran jóvenes, a finales de los ’90, armándose un trabajo propio por fuera de las ajustadas lógicas de cualquier empleo de oficina al que, de movida, ya resultaba difícil aspirar o, para ser más exactos, no representaba para nada lo que ellos querían para el resto de sus vidas. Desde su interpretación, un trabajo en moto les daba libertad de horario y les permitía depender sólo de ellos mismos, otorgándoles una autonomía frente a lo que todavía hoy llaman “hombres de traje y corbata” y que, claro está, están en la vereda opuesta. Los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001 ponen a estos trabajadores en la primera plana de los diarios, luego de que, por su participación activa al frente de las caravanas de personas reclamando a viva voz “que se vayan todos”, se desempeñaron como agentes de resistencia contra la policía montada (cuyos caballos huían frente al rugir de las motos), llevaron agua y víveres de un grupo a otro y fueron los primeros en alertar acerca de las novedades en los respectivos frentes y de mantener comunicados a los diversos contingentes en Plaza de Mayo. Sobre el nombre de “fleteros” se impone a ahora un nuevo título que los dota de un carácter épico, uno que emerge en cada reunión, en cada reclamo, en cada acto ritual en donde esa lucha es recordada: “motoqueros” transforma a los mensajeros en dos ruedas en auténticos héroes urbanos.

“La verdad es que fue un proceso fascinante”, comenta María Graciela Rodríguez en torno a la investigación que dio como fruto este libro. “Comencé a hacer trabajo de campo en el año 2004. Compartí con ellos tiempos muertos en varias mensajerías, me senté a tomar cerveza y a charlar de todo un poco, hice entrevistas puntuales, fui a una peña organizada por el sindicato, recibí cartas de novias y poemas escritos por ellos. A finales de 2005, los acompañé a Ramallo en su caravana anual a la ciudad donde nació Gastón Riva, el mensajero muerto por la policía en las jornadas de 2001, y conocí a familiares y amigos con los que compartí un grandioso asado. Paralelamente, miré películas (de ficción y documentales), revisé diarios y fragmentos televisivos. Las preguntas que me perseguían eran muy básicas en verdad: si realmente estos chicos (que luego descubrí que no eran tan chicos) eran ‘héroes’ tal como los habían representado los medios; si habían salido a las calles por razones políticas y en ese caso cuáles; o si eran simplemente unos trabajadores ‘enojados’ o unos jovencitos con ganas de ‘hacer lío’. Para responderme esas preguntas tenía que, por un lado, analizar los medios y ver de qué modo los habían representado y con qué discursos previos los conectaban. O sea, de qué discursos habían echado mano las narrativas mediáticas para que sus representaciones tuvieran esos modos épicos. Y, por el otro, tenía que acercarme a ellos para conocer cómo es su vida cotidiana, cómo construyen su universo simbólico, qué les preocupa, qué proyectan, a qué le temen y qué anhelan”.

LA MONTADA DEL PUEBLO

Partiendo de perspectivas antropológicas que se cruzan con lecturas marxistas del funcionamiento del lenguaje (como la de Valentin Voloshinov volcada en su trabajo El marxismo y la filosofía del lenguaje), Rodríguez denomina “series culturales” a esos elementos residuales en una cultura que provienen del pasado y están disponibles en el presente para ser activados y resignificados en función de un acontecimiento particular. En el caso de los hechos de diciembre de 2001, lo que se puso en juego es una compleja serie de sentidos alimentadas tanto por el mundo del cine norteamericano como por el cine documental argentino, ambos proveyendo marcos semánticos que transformaron a los fleteros en “la montada del pueblo”.

La autora se concentra así en tres películas emblemáticas que funcionan como puntos nodales de esa imagen romántica del conductor de una motocicleta. El salvaje (1953), con un Marlon Brando enfundado en cuero; Busco mi destino (1969), auténtico tour de force lisérgico de Dennis Hopper y Quadrophenia (1979), película que encima venía con el sello del disco homónimo del grupo británico The Who de 1973; fueron todos filmes que crearon esta imagen del motociclista libre que lucha contra un mundo que no lo entiende y que trata de encontrarse a sí mismo en las calles y rutas que recorre arriba de su “caballo” metálico cual vaquero moderno. A esa dimensión hay que sumarle la importancia que el motociclista ha tenido en otros eventos determinantes de la historia contemporánea de nuestro país y que, encima, también han tenido su representación en la gran pantalla. Ya es tiempo de violencia (1969), de Enrique Juárez, por caso, colabora colocando imágenes de trabajadores en moto participando activamente de la lucha civil.

De esos extremos se alimentan los medios masivos de comunicación cuando pasan a denominar a los fleteros “héroes” y transforman el término “motoquero” en una palabra que aún hoy carga con acentuaciones épicas. “El trabajo de campo me dio la posibilidad de comprender que, por decirlo rápidamente, ellos no se confunden”, acota Rodríguez en torno a los diversos nombres que los entrevistados utilizan para entender su actividad. “Cuando hablan de lo cotidiano, se llaman a sí mismos ‘fleteros’; cuando la ocasión tiene un sesgo más ‘oficial’, neutro, hablan de ‘mensajeros’; y cuando entran en alguna sintonía política y/o celebratoria, la auto nominación es ‘motoqueros’. Por ejemplo, en la peña que organizaron cuando inauguraron un nuevo local gremial, un ex–mensajero tocó y cantó el ‘Rock del Motoquero’, compuesto por él. Todos escuchaban tranquilamente, casi con indiferencia, hasta que llegó el estribillo, que dice en un momento ‘Motoqueros, carajo’. En ese momento, comenzaron a saltar y a hacer pogo, como celebrando ese costado épico”.

BUSCANDO EL DESTINO

Las historias de los entrevistados bien podrían ser las de cualquier conocido que, en algún momento de su vida, decidió comprarse una moto para trabajar. “Javier”, “Urbano” o “Mario”, “Picachu” o “Enrique” son todos nombres “de fantasía” que preservan la identidad de personas reales, personas que conservan prácticas que todo el mundo tiene incorporadas como prototipos sociales pero que, muchas veces, no dejan de ser seres de carne y hueso con problemas como cualquiera. La categoría de “estilo” le permite a Rodríguez entender cómo operan estas personas en sus actividades cotidianas y cómo marcan esas propias actividades de un modo particular que los distingue del resto. Javier escucha heavy metal, igual que Fernando, por ejemplo, sólo que Fer acompaña sus preferencias musicales por una particular inclinación por el uso de aritos y, también, por el privilegio que le da al heavy clásico, con dragones y castillos como imágenes usuales y Rata Blanca como banda de preferencia. Urbano y Enrique, por el contrario, usan vestimentas más deportivas, jogging y zapatillas, y presentan rasgos que los acercan más a la idea de un rolinga. Pero, eso sí, todos escuchan rock y, pese a las posibles diferencias en el corte de pelo (largo, con flequillo rollinga o rastas), todos trabajan como mensajeros. Ese estilo lo resume Javier en una sola frase, contundente, que permite cubrir (casi) todo el espectro de lo que es un mensajero en moto: “faso, mina, birra, hincha de Chacarita, para en el barrio”.

Pero ser mensajero en moto es más que portar un estilo visible. Hay una dimensión invisible que hace a quiénes son. “Me di cuenta de que la práctica de fletear, la del trabajo día a día, tiene tres componentes que resultaron cruciales para su inmersión en la escena de la revuelta cívica de 2001 (en verdad tiene más componentes, pero estos tres son los que me dieron la pista)”, comenta Rodríguez. “La primera es una cierta indisciplina en el tiempo (el que le “roban” al patrón cuando, por ejemplo, entre una entrega y otra se reúnen en alguna parada) y en el espacio (por ejemplo, en la “disputa” con automovilistas o colectiveros o taxistas por los carriles en las calles); la segunda es una necesidad de “poner al otro en su lugar”, de hacerle ver al otro que todos somos iguales, que no por ser mensajeros y vestirse con zapatillas son mejores o peores que vos; y la tercera es un diálogo constante y en tensión con una contrafigura muy particular: el tipo de traje y corbata, ese que ellos no quieren ser porque sería “transar con el sistema”, pero con quien entablan una relación permanente cuando hacen los trámites”.

En algún punto, 2001 sirve como momento de cruce de todas las dimensiones, tanto las visibles como las invisibles, tanto las sociales como las personales, transformando a cada uno de estos planos en una realidad concreta y, también, dolorosa. Allí está Martín Galli, mensajero que cayó con una esquirla de un disparo de itaka en la cabeza y que sobrevivió, según algunos testimonios de compañeros, por las rastas que amortiguaron el golpe. Martín pudo declarar en contra de los responsables de la represión de diciembre. Pero también está otro mensajero, Gastón Riva, que no tuvo la misma suerte: en su nombre, el 20 de diciembre se celebra el Día del Motoquero (según el libro) o el Día del Mensajero (según otros nombres que los propios interesados hacen circular a la hora de ser entrevistados en medios), fecha que entra en disputa en la actualidad frente a diversos acontecimiento gremiales que establecen otras fechas alrededor de este hecho simbólico de peso.

María Graciela Rodríguez logra en De fleteros a motoqueros un texto ágil que, en un tono de investigación académica, gana interés por las preguntas que se hace, por el tono con que elige mostrar la manera en que trató de arribar a posibles respuestas y por el infatigable interés que la figura del motoquero sigue generando en nuestro imaginario, sobre todo, después de 2001 –hasta tal punto que todavía se encuentran notas de color tratando de contar “un día” en la vida de un motoquero–. Y lo interesante, claro está, es la manera en la cual esos nombres de fantasía insisten en cada página y ya nos revelan completamente una personalidad que cautiva y que bien puede seguirse como un breve relato de la historia de un puñado de hombres que estuvieron ahí y que participaron de alguna manera en los hechos. “A veces pienso que la investigación que realicé es sobre los mensajeros; otras, que fue sobre las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001”, concluye Rodríguez. “Y creo que, en definitiva, ambos son interdependientes: esos actores no hubieran sido lo que son sin esas jornadas; pero tampoco esas jornadas hubieran sido lo que fueron sin esos actores. Actores quizás ‘pequeñitos’, que corren por zonas de la vida poco iluminadas por la historia, pero que fueron, sin embargo, capaces de salir un día a ‘combatir’ contra el poder y que por eso hoy sienten que han escrito aunque sea un renglón de la historia argentina reciente”.

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Imagen: Adrian Perez
 
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