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Domingo, 21 de diciembre de 2003

MúSICA

Psycho killers, bebés insomnes y mujeres voladoras

En medio de la oleada de raros peinados nuevos que sacudió Nueva York y el mundo de la música durante los ochenta, hubo una banda decidida a ser la más excéntrica, la más snob, la más bailable y la más original, todo al mismo tiempo: los Talking Heads. La flamante caja Once In a Lifetime recopila canciones, videoclips y textos de la banda que bien podría ser el producto insano de una fecunda noche de amor entre María Elena Walsh y Hannibal Lecter.

 Por Rodrigo Fresán

“Llegar por primera vez al CBGB y decirme a mí mismo ‘Este va a ser nuestro Cavern Club’”, recuerda y escribe el baterista Chris Frantz en “Fotos en Mi Cabeza (Parte 1)”, ensayo/lista de grandes e inolvidables momentos incluido en el cuadernillo de Once In a Lifetime: flamante box-set de espectacular formato apaisado con ilustraciones donde hombres y mujeres y bebés desnudos conviven con lobos. Ahí adentro hay tres compacts, cincuenta y cuatro tracks (entre los que se cuenta alguna más que atendible rareza, Lado B y outake), un DVD con todos los revolucionarios clips filmados por la banda, más un libro de ochenta páginas donde cuatro músicos cuentan y cantan la historia acompañados por las firmas invitadas de escritores que estuvieron y oyeron allí como Rick Moody, Mary Gaitskill y David Fricke.
Una verdadera e imprescindible fiesta findeañera que no cesa.
Y, ah, me olvidaba: el nombre de la banda es Talking Heads.

Canciones sobre
comida y edificios
Y la analogía beatlesca de Frantz –los jóvenes y primerizos Talking Heads llegando a tocar por primera vez en el CBGB, legendario santuario alt-punk neoyorquino– puede parecer soberbia pero, también, es justa y apropiada. Porque los Talking Heads, como Los Beatles, se las arreglaron para recorrer en el tiempo que va de 1977 (cuando publicaron su debut Talking Heads ‘77, su grabación interrumpida por uno de esos grandes apagones) a 1988 (cuando se despidieron con Naked) toda una gama de estilos y encarnaciones y sonidos. Entre un extremo y otro, Talking Heads partió del minimalismo eléctrico y manhattanesco (que se continuó con More Songs About Buildings and Food y el ya mutante Fear of Music con Brian Eno como productor y virtual quinto Head à la George Martin); siguieron con la polirritmia de africanismos ambient (el trascendente Remain in Light y su secuela Speaking in Tongues, sorpresa, que rankeó simultáneamente en las listas de pop y de música negra); reinventaron la concert-movie con la ayuda de Jonathan Demme y un traje gigante para Byrne (Stop Making Sense y los espectadores en el cine bailaban y cantaban como si estuvieran en un concierto); se detuvieron en una perfecta combinación de pop cliché para freaks (Little Creatures, True Stories y True Stories: The Movie, un sensible y surrealista Amarcord filmado en la Texas profunda y sin fondo); y se fueron a grabar a París y a desembocar y hundirse en un corazón de las tinieblas latinoide y desnudo del que ya no hubo retorno ni falta que hacía.
Pensar entonces en los Talking Heads como en la definitiva banda Made in N.Y. en una era dorada en que todas las bandas de la Gran Manzana venían de otras partes cercanas y lejanas (Patti Smith y Debbie “Blondie” Harry de New Jersey, Tom “Television” Verlaine de Delaware, Richard “Void-Oid” Hell de Kentucky, los Dead Boys de Ohio, y los Ramones de Brooklyn) para hacer ruido. Sabiendo que New York era esa emisora que sintonizaba todo el mundo. “Tiempos premonitorios”, recuerda Rick Moody. Y así David Byrne había nacido en Escocia, Christopher Frantz en Kentucky, Tina Weymouth en California (luego de haber vivido, gracias a su padre militar, en Islandia y Hawaii), y Jerry Harrison –quien llegó más tarde, luego de haber dejado los Modern Lovers de Jonathan Richman, otro neoyorquino emigré– en Wisconsin. Y todos ellos se encontraron y se juntaron al conocerse y reconocerse en la Rhode Island School of Design de Providence. Y un día de 1975 –como Mickey Rooney en esas películas con Judy Garland– dijeron “¡Hey, armemos una banda!”. Primero pensaron en llamarse The Artists pero enseguida pensaron otra cosa. Y se fueron a esa triunfante ciudad a la que Sinatra le cantaba una y otra vez una canción triunfadora.
Y los Talking Heads llegaron, vieron, vencieron y sonaron como nadie había sonado hasta entonces. Y alguien los definió como “The Mamas and the Dadas”, alguien los diagnosticó como “la banda que podría amenizar los sábados del hospital psiquiátrico Bellevue”. Y cuando le preguntaron a Byrne –alguien perturbadoramente parecido al hermanito menor de Norman Bates pasado por el filtro de Buddy Holly– cuáles eran sus influencias respondió: “Bueno, vemos mucha televisión”.

Historias verdaderas
Y agregó: “Predigo que nuestra carrera será una mezcla de gigantesco fenómeno de culto con enorme y masivo fracaso”. En el libro que acompaña a Once in a Lifetime, David Fricke lo define y los define con las letras y las músicas justas: “Talking Heads fue una colisión de geografía y experiencia resultando en discos vivos con poderoso alcance universal a la vez que contradictorios, porque su tema siempre fue el terror de sentirse excluido a la vez que la excitación de la fuga. La suya fue música inquieta (ninguno de los álbumes de los Heads suena exactamente igual a cualquier otro de los álbumes de los Heads) y aun así enorme en su generosidad: pop en todas sus formas sin caer jamás en el lugar común, música demasiado inmensa –en su calidez, sus ritmos y sus interrogantes– para caber en un solo código postal de Manhattan”.
Talking Heads fue, sí, parte importante del soundtrack de los ‘80: una década musicalmente espléndida y dadivosa en lo que a música se refiere. De pronto –asesinados el sinfonismo y el disco, luego del punk y gracias a la new wave– una psicótica variedad de sonidos y de etnias potenciada por versos beckettianos que por momentos sonaban a haiku y por momentos a slogans (ejemplo: “Hay agua debajo del océano” o “He visto el sexo y pienso que está bien”) para nutrir los oídos con una riqueza pop que no se oía desde aquellos ‘60 donde las modas duraban poco pero influían mucho. En este paisaje vertiginoso y cambiante de raros peinados nuevos, Talking Heads optó por la decisión más firme y la solución más inteligente: convertirse en una moda de una sola pieza, empezar y terminar en ellos mismos, ser únicos. Ser tan contorsionistas a la hora del estilo como lo era David Byrne a la hora de los conciertos. Método y conducta que los convirtió de entrada y hasta su salida en ahijados de la intelligentzia local (Lou Reed los invitó a su casa, Andy Warhol filmó comerciales para ellos, Lester Bangs los amaba, y Robert Rauschenberg les diseñó el packaging transparente para la edición limitada de Speaking in Tongues por 2000 dólares), en darlings de la crítica especializada, en dioses de las tribus más reflexivamente snobs y –por lo tanto– no demoraron en consagrarse como paladines extranjeros para los modernos japoneses y argentinos. Y, sí, hubo una época que en las mejores discotecas de Osaka y de Buenos Aires se bailaba Talking Heads como alguna vez se bailó Travolta o se baila Minogue. Porque –atención– éste fue otro de los rasgos que definió y distinguió a Talking Heads: a Talking Heads le gustaba bailar, le gustaba la música que hacía bailar. Talking Heads, más que probablemente –y con mucha más clase que la de Blondie– fue en su momento el eslabón perdido entre la superficial música disco y la inteligente música subterránea: la frontera fantasma entre el VIP en las alturas de Studio 54 y los sótanos bailables en las galerías de arte del SoHo. Talking Heads –como unos y otros– celebraba el espíritu fashion, ese efímero y nervioso espejismo del ahora lo ves y ahora no lo ves y ahora vuelves a verlo pero cambiado y nuevo y rápido: no hay nada que envejezca más rápido que una novedad.
Y, claro, en su constante metamorfosis, todo fan de Talking Heads tiene sus Heads favoritos y a mí me cuesta elegirlos. Por ahí está el fa-fa-fa-fá de “Psycho Killer”, escrita antes pero de pronto muy popular durante aquel verano del Hijo de Sam. O la adrenalina de “Sugar on My Tongue”; o la siempre actual llamada a las armas de “Life During Wartime” (patentando para siempre la a partir de entonces tan imitada voz nerd de Byrne donde conviven el predicar loco y el mesías en éxtasis). O el lirismo entrópico de “Heaven”. O aquella irrepetible extrañeza ante lo verdaderamente nuevo que sentí la primera vez –y todas las veces que vuelvo a ella– que escuché “Born Under Punches” (Mary Gaitskill lo describe como “la sensación de conocer a un enemigo y descubrir que se trata de un aliado”). O las guitarras felices al final de “Nothing But Flowers”. Pero obligado a elegir me quedo, creo, con la dupla Little Creatures-True Stories cuando Talking Heads –algo de esto ya había insinuado en canciones como “The Big Country”– revolvió en el cajón donde se guardan todos los disfraces del pop y la americana más extrema y los mezcló hasta conseguir engendros hasta entonces imposibles donde comulgaban el country sentido con la insomne canción de cuna y con las sentidas odas a la gente como nosotros o a las ciudades hechas de sueños. Allí, me parece, las letras de David Byrne –quien por esos días apareció en la tapa de Time bajo el título de “Hombre Renacentista del Rock”– y las músicas de sus colegas alcanzaron alturas nuevas y vertiginosas contando “historias verdaderas” sobre “pequeñas criaturas”. Una curiosa variedad de tonadas infantiles adultas para mirar y para morder. Canciones para freakear. Algo que parecía el producto insano de una fecunda noche de amor entre María Elena Walsh y Hannibal Lecter. Melodías demencialmente felices que nos contaban las vidas y las obras de mujeres que comenzaban a levitar mientras tendían la ropa (¡piyamas peluditos, por supuesto!), de mundos perfectos, de hombres-televisión y hombres de muelas sintonizadoras de radios (canción a la que Thom Yorke le robó el nombre para su banda Radiohead), de predicadores del dólar y de curanderos del amor: toda un Arca de Noé destinada a navegar hacia ninguna parte mientras todos bailaban sobre cubierta los riffs tarados y formidables de “Love For Sale” o “Wild Wild Life” y, ay, por qué no habrán incluido el vals zombie “Dream Operator” en este Once In a Lifetime.

Miedo a la música
“Separarnos fue el único modo de solucionar todas las peleas dentro del grupo”, explicó Byrne. La ruptura –dicen– fue dura y agria y los componentes de Talking Heads casi no volvieron a hablarse hasta su entrada en el Rock and Roll Hall of Fame en el 2002. Desde 1988 hasta entonces hubieron buenos discos solistas, otras bandas de éxito, la exploración de nuevos territorios sónicos, una discográfica de apetitos antropológicos (promotora de celebridades brasileñas, de enervantes novatos tercermundistas y de formidables alternativos americanos como Jim White), y hasta una encarnación de la banda sin Byrne –The Heads, los tres originales con las voces invitadas de Michael “INXS” Hutchense, Gordon “Violent Femmes” Gano y Andy “XTC” Partridge, entre otros– que produjo un álbum tan infravalorado como innecesario. Y todo parece indicar que –como Los Beatles– es difícil que alguna vez vuelvan a juntarse. “Si alguna vez llega a suceder, me gustaría que fuera como una sorpresa y no como algo que todos están esperando”, deseó Byrne días atrás mientras presentaba su nuevo trabajo Lead Us Not Into Temptation –resonancias escocesas para exquisita banda de sonido del film Young Adam de David MacKenzie– grabado junto a miembros de Mogwai, The Delgados, Belle and Sebastian, tan modernos todos ellos.
Así están las cosas. Así que contribuir a la causa ignorando a todos las otras inevitables y casi automáticas y reflejas ofertas navideñas box-gratest hits (los artistas –al igual que los mortales– también se dedican a resumir y a sacar conclusiones por estas fechas de este año y este año los autorreflexivos incluyen a Bruce Springsteen, Erasure, Michael Jackson, Pearl Jam, Pet Shop Boys, Peter Gabriel, REM, Primal Scream, Sheryl Crow, Suede, Robert Plant, TLC, Billy Bragg, The Human League, Dexys Midnight Runners, The Chemical Brothers, Tori Amos, No Doubt, Beth Orton, Big Star, Scott Walker, Red Hot Chili Peppers y todavía hay más espacio al fondo) y decidirse por plantar a Once In a Lifetime junto al arbolito de luces estraboscópicas. Su título lo resume a la perfección y no miente: cosas así suceden como mucho Una vez en la vida. Sofisticado diseño, buenas fotos, textos iluminadores y como yapa imprescindible –porque, a no olvidarlo: Talking Heads fue una de las más grandes bandas visuales de la Historia– todos esos clips en la versión expandida y DVD de la recopilación ya conocida en video Storytelling Giant. Ya saben, ya se acuerdan, clips baratos en dólares pero lujosísimos en ideas –clips de la Edad Dorada del video musical– donde lo que prima es la inteligencia por encima del presupuesto: el furioso karaoke de “Wild Wild Life” y el chocolate dorado de “Love for Sale”, el collage flotante de “And She Was” y las cabezas rotantes de “Sex and Violins”, el aerobismo epiléptico de “Once in a Lifetime” y la calixtenia colgante de “Stay Up Late”, la acidez política de “Blind” y la campaña por un nuevo salvajismo de “Nothing But Flowers”, la mirada posmo al ghetto negro de “Crosseyed and Painless” y la mirada posmo a los suburbios blancos de “Burning Down the House”, las exquisitas coreografías en los falsos live de “The Lady Don’t Mind” y “This Must Be The Place” y, como cierre, “Road to Nowhere”: esa eufórica canción para caravana distópica donde se corre sin parar de cantar aquello de “Estamos en el camino a ninguna parte”.
Lo que significa que, otra vez, Talking Heads ha llegado a esa ninguna parte donde seguimos escuchándolos, donde nunca paramos de oírlos porque música hay mucha pero vida hay una sola. Y está bien y no está mal que así sea. Ahora, por fin, su música suena normal, porque es el mundo el que se ha convertido en algo tan raro. Algo –un planeta– que habla en lenguas y que ya no tiene ningún sentido.
Por eso, para eso, estas canciones.
All you need is –no sé cómo definirlo, algo así, más o menos, exactamente– esto.

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