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Domingo, 13 de marzo de 2016

DESPEDIDAS > ADIóS A GEORGE MARTIN, EL PRODUCTOR ARTíSTICO DE LOS BEATLES

EL QUINTO ELEMENTO

 Por Sergio Pujol

En uno de sus textos más conocidos, Ochos brazos para abrazarte, el escritor inglés-paquistaní Hanif Kureishi relata un episodio escolar de su adolescencia. Corría 1968, Hanif tenía 13 años. En la clase de música, el profesor Hogg se propuso destruir a The Beatles, y para ello, en lugar de elegir “Love Me Do” o alguna otra de las primeras canciones del grupo, optó por la orquestal “She´s Leaving Home”. Puso a rodar el disco y al cabo de una tensa escucha colectiva arremetió sin piedad frente a sus indefensos alumnos: esa música jamás pudo haber sido creada por The Beatles. El argumento de la crítica era simple. Los cuatro bárbaros no tocaban ninguno de los instrumentos que allí se escuchaban. Eran unos impostores, sin más vueltas. “El señor Hogg nos dijo que Brian Epstein y George Martin habían escrito las canciones de Lennon y McCartney. Y que en sus discos los que tocaban eran músicos de verdad.”

En cierto modo –su modo aristocrático, o quizá adorniano de entender el mundo de la música– Hogg tenía razón. Sin la participación de Martin, “She´s Leaving Home” sería un esmirriado valsecito, nunca la irónica alusión a los ya lejanos tiempos eduardianos. Fue gracias a Martin que allí sonó un noneto de arpa y cuerdas: cuatro violines, dos violas, dos chelos y un contrabajo. Con la ayuda de Mike Leander y el técnico Geoff Emerick, Martin armó una suerte mash-up analógico en el que el cuarteto pop quedaba desnudo de su propio instrumental y rodeado de música de cámara. Los Beatles tenían un enorme talento, pero quizá fueron geniales gracias a Martin y los estudios Abbey Road, allí donde este empleado jerárquico de Parlophone/EMI, que les había dado la gran oportunidad discográfica en 1962, puso al servicio de la música pop toda su sapiencia. Y toda su astucia: el propio Martin contaba que, en materia tecnológica, los estudios de grabación de Inglaterra estaban aun muy por detrás de los de Los Ángeles, donde trabajaba su admirado Nelson Riddle.

La noticia de la muerte de Martin ha generado una masa periodística y crítica de gran volumen que tiende a acentuar este tipo de hallazgos. Hace años que sus aportes a la excelencia beatle son objeto de ponderación, pero la muerte reactualiza blasones. En su curriculum como asesor artístico del cuarteto —también lo fue de otros artistas, algunos tan brillantes como John McLaughlin— Martin pudo incluir, con orgullo, “Penny Lane” (con el solo de trompeta barroca), “I´m The Walrus” (con las voces interpeladas por violines y chelos), “In My Life” (con un breve solo de piano… ¡por el propio Martin!), “Eleanor Rigby” (con su doble cuarteto de cuerdas), “A Day In The Life” (con los 40 músicos en glissando), “Tomorrow Never Knows” (con sus loops, melotron y juegos con los micrófonos) y el primer tour de forcé del cuarteto más uno: “Yesterday” (con un cantante de rock, Paul McCartney, sin rock a la vista). En realidad, hubo mucho más. La decisión de que “Please Please Me” fuera al frente, en busca de su destino de grandeza, cuando nadie, salvo quizá Brian Epstein, apostaba a que Los Beatles duraran algo más que un amor de verano también fue obra de George Martin. Salvo la intromisión final de Phil Spector (en términos musicales, su némesis), él siempre estuvo allí.

Cuando se busca una definición de productor artístico en el mundo de la música popular instantáneamente aparece el nombre de George Martin. Es el modelo ideal. (Leo entre los posts que copan las redes sociales con su nombre: “George Martin: productor en modo Dios”) A partir de él, el mediador que los estudios interponían entre los intérpretes y el producto final se blanqueó, dejó de ser la fría razón de la economía política de la música para alcanzar un estatus ambiguo pero siempre interesante. Asimismo, que una música rebelde e impulsiva haya confiado en esta suerte de infiltrado de otra cultura musical, de doble espía en la guerra fría de los géneros musicales, no deja de ser paradójico. En ese sentido, su primera intervención en la materia sonora de Los Beatles se produjo en “You´ve Got To Hide Your Love Away”. Allí metió dos flautas, apenas hacia el final del tema. Nadie, quizá ni él mismo, sabía que en poco tiempo (“Yesterday” llegó seis meses más tarde) pasaría a toda clase de instrumento adicional.

No resulta fácil encontrar un equivalente de Martin en estos días que corren. Pero quizá esto no se deba tanto a la chatura del pop de hoy como al hecho de que al ex alumno de la London Gildhall School of Music le tocó una época de profundas tensiones entre lo que se empezaba a llamar alta y baja cultura. Él era hijo de la primera – aunque su origen social era humilde – y, hasta donde sabemos, y hasta donde él mismo cuenta en su libro de memorias All You Need Is Ears, se metió en el mundo de la segunda por esas vueltas de la vida. En una de las series sobre música que condujo hace unos años para la BBC, se presentaba a sí mismo como un hombre de los estudios de grabación que, en sus tiempos de estudiante de música, había soñado con ser un gran compositor. Al decir esto último, Martin deslizaba una sonrisa mordaz, como si estuviera diciéndonos “¡Y miren en lo que me convertí!”.

En virtud del extraordinario trabajo que hizo con Los Beatles damos por seguro que Martin fue un hombre satisfecho con su vida. Alto, elegante, de camisa blanca y corbata negra en medio del colorinche psicodélico, con una sonrisa indescifrable y una imagen amistosa, este “músico verdadero” fue, como Marcuse en la filosofía ó Godard en el cine, una de las pocas personas mayores de 30 años admitida y admirada en el reino de los jóvenes. Era aquel que siempre sabía cómo hacerlo mejor, aunque nunca sabremos cómo se hubiera manejado en una obra musical de su total autoría. Se conocen su amor por Ravel y Rachmaninoff, el impacto que le produjo, de niño, escuchar una orquesta sinfónica interpretar “Preludio a la siesta de un fauno” de Debussy y el placer que le provocaba descubrir musicalidad en potencia, poner fichas donde otros no se atrevían. Pero, ¿cuál era realmente su gusto musical, más allá de esta actitud amplia y generosa? Tal vez, en el fondo, Martin no pensara de un modo tan distinto al del señor Hogg. En lo que sí discrepó con este fue en aquella idea conservadora de que la música artística sólo es patrimonio de entrenados lectores de partituras.

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