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Domingo, 28 de diciembre de 2003

FOTOGRAFíA

La interpretación de los sueños

En 1948 –pleno peronismo–, la revista femenina Idilio embarcó a un sociólogo (Gino Germani), un editor (Enrique Butelman) y una fotógrafa (Grete Stern) en un proyecto insólito: las lectoras eran invitadas a enviar relatos de sueños a una sección llamada “El psicoanálisis te ayudará”, donde se los interpretaba y ponía en escena en forma de fotomontajes. Entre el inconsciente hecho imagen y la protesta política velada, más de 130 de esos clichés antológicos, curados por el investigador Luis Príamo, sorprenden ahora desde las paredes del Centro Cultural Recoleta.

POR MARIA GAINZA

Hombres, dinero, fregar, bebés, casa, planchar, uñas, auto, suegra, cocinar, hijos, hijos, más hijos, el perro, nietos, vestidos, la rubia, ¿qué mira esa tonta?, la plancha se quema, uy: el cerebro de una mujer normal debe ir a mil revoluciones por minuto. Pero cuando sueña, créanme, es un viaje movidito.
Grete Stern lo sabía. Y cuando en 1948 la revista Idilio abrió su sección “El psicoanálisis te ayudará”, Stern se ofreció a ilustrarla. Intuía que las cartas no tardarían en llegar. Y llovieron. Empezaron a llegar en toneladas, todas firmadas por mujeres que, acorraladas por una realidad que las asfixiaba como una bolsa de nylon, buscaban una oreja amiga donde volcar –literalmente– sus sueños más profundos. El material era oro en polvo. Para un humilde mortal hubiera sido un trabajo más, semanal, para hacerse unos mangos, pero la cabeza enorme de la artista no tardó en encontrar en esa changa un lugar donde afilar su ojo maestro.
La idea era ingenua, pero genial: el sociólogo Gino Germani y Enrique Butelman –bajo el nombre de Richard Rest–, fundador de la editorial Paidós, leían las cartas e interpretaban los sueños que luego Stern ilustraba mediante fotomontajes. Nadie daba un centavo por la experiencia, pero La serie de los sueños –como la llamó su autora– terminó siendo un trabajo pionero, y la primera obra fotográfica argentina que abordó el tema de la opresión de la mujer en la sociedad de la época. Ahora el Centro Cultural Recoleta, con curaduría de Luis Príamo, expone la serie por primera vez en su totalidad: más de 130 fotomontajes que patearon el tablero.

I
“Cada chiste es una pequeña revolución”, escribió George Orwell en un ensayo sobre el humor político de 1945. Un concepto probablemente basado en el principio freudiano de que una buena broma nos permite rebelarnos contra la autoridad y, así, liberarnos. Se ve que las ideas estaban en el aire y que Grete Stern tenía humor a baldes. Además venía de Europa, y tenía una noción propia de cómo la mujer debía abrirse camino en la vida: cuando llegó a la Argentina llevaba el pelo corto, vestía pantalones y caminaba por Ramos Mejía con el pucho apretado entre los labios, de lo más campante, soportando que las vecinas susurraran a sus hijas que las mujeres así, indefectiblemente, terminaban mal.
Stern había nacido en Wuppertal-Eberfeld, Renania, zona industrial del noroeste de Alemania, en 1904. Aprendió diseño y diagramación en Stuttgart, pero al tiempo se fue a Berlín a estudiar fotografía. Allí conoció a Walter Peterhans, que dictaba clases en la Bauhaus y de quien fue alumna durante unos años. Peterhans fue quien le recomendó una Linhof, la máquina que Stern utilizaría toda su vida. Con Ellen Auerbach abrieron el estudio Foto ringl + pit, que recuperaba sus apodos de chicas: Stern, ringl; Auerbach, pit. En un texto sobre la representación de la mujer en la publicidad alemana entre 1929-33, Maud Lavin demuestra que mientras la gráfica tradicional fomentaba la imagen de la mujer como un maniquí de escaparate, la dupla ringl + pit usaba el humor para poner en evidencia la artificialidad de todo eso. Con semejantes ideas, era de esperar que -aunque respetado por sus pares– el dúo tuviera un éxito comercial limitado.
Stern huyó a Londres con el avance del nazismo y en 1935 emigró a la Argentina, donde instaló un estudio fotográfico con su marido Horacio Cóppola, al que había conocido en los talleres de Peterhans. Dos cosas le llamaron la atención ni bien llegó a Buenos Aires: que un edificio de dos pisos estuviera al lado de uno de cinco y de otro de tres, y que los obreros de las construcciones comieran asado todos los días.

Il
“Me veo vestida con mi delantal de trabajo, haciendo equilibrio sobre una chimenea alta y ladeada, siempre al borde de caerme. De repente pierdo un zapato y tras él cae mi plumero dando giros como un trompo. Entonces, insegura, comienzo a tambalearme de un lado a otro, y, de golpe, me despierto. Y ahí estoy, en mi cuchitril de siempre, aterrada, pensando que si cierro los ojos nuevamente tal vez termine estrellada contra el piso. ¿Sería usted tan amable de descifrar qué quiere decir todo esto? Le agradece, La Desequilibrada.”
Toda clase de mujeres escribían a la revista: obreras, mucamas, amas de casa. Siempre firmaban con seudónimos del tipo “Desesperada”, “Mendocina narigona” o “Negra fea”. Es verdad que la sección ofrecía una interpretación de los sueños algo salvaje, “más cerca de las creencias populares que de la investigación psicoanalítica”, como comenta Príamo. Lo realmente serio del asunto eran los fotomontajes: tanto su forma como su contenido resultaban novedosos para la época.
El fotomontaje había nacido en Alemania hacia fines de la Primera Guerra Mundial. Los círculos dadá vieron en la desestructuración de la imagen un lenguaje visual de protesta que, según explicaban, “permitía decir con una imagen lo que de otra forma hubiera sido censurado inmediatamente censurado”. Entre 1916 y 1918, Georg Grosz, John Heartfield y Raoul Hausmann fueron los primeros en experimentar con esta técnica que luego sería utilizada para propaganda política y publicidad, y reformulada a manos de constructivistas y surrealistas. En la Argentina, en cambio, no tenía antecedentes significativos, salvo los intentos aislados de Antonio Pozzo, un daguerrotipista del siglo XIX, y, más tarde, algunos ensayos de la revista Caras y Caretas.
Podrían haber envejecido y pasado de moda, pero no: aun hoy, las imágenes de esas mujeres atrapadas en una realidad anodina son tremendas. “He sido una muñeca grande en esta casa, como fui una muñeca pequeña en casa de papá. Y, a su vez, los niños han sido mis muñecos. Esto es lo que ha sido nuestro matrimonio...”, le enrostra Nora a su desorientado marido sobre el final de Casa de muñecas de Ibsen. Los sueños que llegaban a la revista condensaban en voz baja los reclamos de todas las Noras del país. Stern, que lo entendió, encontraba en el humor la herramienta para enfrentar a la mujer con lo absurdo de su vida. Porque la mejor herramienta para comprender las cosas era mantenerlas a la distancia. Y ya lo había dicho Nietzsche: la risa es una forma ideal de conocimiento; nos permite diferenciarnos del objeto en vez de dejarnos atrapar por él.
De modo que la artista se regodeó en el absurdo: una señorita contrae matrimonio con el doce de oro; otra trepa desesperadamente por la tabla de lavar; una de proporciones gigantescas camina por las calles de un pueblito en miniatura; otra permite que usen su cabeza como brocha gorda para pintar una pared. Y lo fascinante era que todo pudiera convivir bajo el mismo techo. Porque mientras la revista del corazón fomentaba el ideal de una mujer sumisa y hacendosa, siempre con su costurerito a mano, las imágenes de Stern le revoleaban dedales y alfileres por la cabeza.
Heroínas grises de mirada desorbitada, las protagonistas de los sueños se congelan en poses de película de terror o se dejan arrastrar por la situación, livianas y aleladas. Es el mismo mundo de la sirvienta del Arlt de Trescientos millones, soñadora ilusa que, sentada en su camastro, ve su mustia habitación abrirse al mar y poblarse de fantasías de galanes de folletín, transatlánticos y herencias caídas del cielo. Pero en Stern hay más opciones, o por lo menos no hay desesperanza. Porque, si bien es cierto que la situación de las mujeres estaba lejos de ser idílica, las cosas empezaban a cambiar. El proceso de industrialización en el país iba acompañado por una inmigración masiva de la población del interior hacia las ciudades, fenómeno que no tardaría en producir efectos: la transición de la familia tradicional hacia la familia urbana moderna, la progresivaproblematización del patriarcado, el aumento del número de mujeres asalariadas y un mayor control de la natalidad. La mujer de Stern está atrapada entre esos dos mundos.

Ill
Idilio era una revista femenina, juvenil y popular, alejada del ambiente progre y universitario, de las que incluían fotonovelas y artículos sobre cómo preparar milanesas o cómo dejar impecables los puños de las camisas. Y a Germani –que el peronismo había separado de la Universidad– y a Butelman –que todavía no sacaba ganancias de Paidós– el tema les daba un poco de vergüenza. En una ocasión, durante una charla, Butelman amagó comentar sobre los tiempos compartidos en la revista, y cuando buscó la mirada cómplice de Germani, que estaba en la sala, éste se puso a hacerle gestos desesperados, implorándole que se callara. En cambio Silvia, la hija de Stern, recuerda: “Mi madre era casi la única persona en la revista que no usaba seudónimo. Firmaba así nomás, Grete Stern, porque no se avergonzaba y respetaba su trabajo”. Creía en él tercamente, y en la vejez solía repetir: “Tuve suerte de poder trabajar a mi gusto, sin tener que salir a hacer fotografías de casamientos o de cumpleaños para ganar dinero. Pero si la situación hubiera cambiado, habría preferido lavar y limpiar cocinas antes que enturbiar mi visión fotográfica”. Murió, con la mirada clara, en 1999.
Acordaron, al parecer, que Stern cediera los fotomontajes originales a la Editorial Abril. “Es posible que si hubiera insistido en retenerlos, lo habría logrado”, comenta Príamo. Pero no lo hizo, y en 1967, cuando se le ocurrió reclamarlos para una muestra, nadie los encontró. En su archivo personal sólo quedaron unos 46 negativos y unos 29 recortes de la revista. La Biblioteca Nacional guarda la única colección que se conoce de la revista, pero incluso ahí faltan algunos números. La obra de Stern se entronca en una línea que va desde la alemana Hannah Höch hasta la norteamericana Barbara Krüger o las combativas Guerrilla Girls. Pero los Sueños son un trabajo tan poco pretencioso, y a la vez tan épico, que cuando uno ve la serie ahí, toda junta, siente –plaf– el peso de la historia. Entonces no queda otra que imaginar a Stern tijerita en mano, de rodillas en el piso entre recortes y revistas, viendo pasar por la ventana a sus vecinos de Ramos Mejía y pensando, quizás, que después de todo la mente del hombre es un elástico viejo: si uno la estira lo suficiente, nunca volverá a su pequeña circunferencia inicial.

La serie de los sueños de Grete Stern en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930. De martes a viernes de 14 a 21; sábados, domingos y feriados de 10 a 21. Hasta el 25 de enero.

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