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Domingo, 3 de julio de 2016

EL LATIDO DE LA SELVA

 Por Michael Herr

A veces, por la noche, todos los ruidos de la selva cesaban de pronto. No había un descenso o un atenuamiento, todo se iba en un solo instante, como si le hubiesen transmitido una señal a la vida: murciélagos, aves, culebras, monos, insectos, conectados a una frecuencia que mil años de selva podían condicionar mientras tú, dada tu situación, te preguntabas qué no escuchabas ya, pendiente de cualquier ruido, de cualquier fragmento de información. Yo había oído antes esto en otras selvas, en el Amazonas y en Filipinas pero aquellas selvas eran “seguras”, había muy pocas posibilidades de que anduviesen por ellas cientos de vietcongs deslizándose, acechando, viendo allí sólo para hacerte daño. La idea de que uno pudiese convertir cualquier silencio súbito en un espacio que llenabas con todo lo que creías que estaba oculto en ti, podía situarte incluso en las proximidades de la Clariaudiencia. Creías oir cosas imposibles: húmedas raíces respirando, fruta sudando, actividad febril de insectos, los latidos de los corazones de los animalitos.

Podías conservar esa sensibilidad mucho tiempo, hasta que empezaba de nuevo el balbuceo y parloteo y cacareo de la selva, o hasta que algo familiar te sacaba de ella, un helicóptero volando sobre tu tienda, o el cercano rumor extrañamente tranquilizante de un cargador entrando en la recámara. Una vez oímos algo realmente aterrador que bajaba atronando de un aparto del servicio de operaciones psicológicas que radiaba el sonido del llanto de un niño. Aquello habría resultado espantoso a la luz del día, no digamos ya de noche, en que el volumen y la distorsión caían a través de dos o tres capas de fronda y nos dejaban helados a todos. Y no aliviaba nada la aguda histeria el mensaje que siguió, hipervietnamita como un gancho de hielo en la oreja, algo así como “amistosamente, chico, chico del GVN, no permitas que le pase esto a tu niño. Resiste hoy al Vietcong”.

A veces era tal el cansancio que se te olvidaba dónde estabas y dormías como no lo habías hecho desde niño. Sé que mucha gente nunca salió de ese tipo de sueño. Algunos los consideraban afortunados (nunca supieron lo que les liquidó), otros los consideraban jodidos (si hubiese estado alerta…), pero era peor que una discusión académica, se hablaba de la muerte de cada uno, era un modo de igualar e invertir constantemente la suerte. Y era difícil llegar al sueño verdadero… La mayor parte del sueño de que disfrutabas era del extremo agitado del semisueño, creías estar durmiendo pero sólo estabas en realidad esperando. Sudores nocturnos, ásperas funciones de la conciencia, entrar y salir sin rumbo de tu propia cabeza, clavado a un jergón en algún sitio, mirando un techo extraño o fuera, a través de la cubierta de la tienda, al centelleante cielo nocturno de una zona de lucha. O dormitar y despertar bajo el mosquitero cubierto de sudor pegajoso, intentando absorber aire que no tuviese un 99% de humedad, una bocanada limpia para cortar en seco tu angustia y el olor a agua estancada del propio cuerpo. Pero todo lo que conseguías y todo lo que había eran coágulos nebulosos de aire que te corroían el apetito y te quemaban los ojos y hacían que los cigarrillos supieran a gordos insectos liados y fumados en vivo, crepitantes y húmedos. Había puestos en la selva en que tenías que tener siempre un cigarrillo encendido, lo fumases o no, sólo para que los mosquitos no se te amontonasen en la boca. Guerra bajo agua, fiebre de los pantanos y control de peso instantáneo involuntario, malarias que podían quemarte y enterrarte, hacerte dormir veintitrés horas al día sin darte un minuto de descanso, dejándote allí para que escucharas la música extasiada que decían que acompañaba al desplome cerebral definitivo. (“Tómate las pastillas, muchacho”, me dijo un médico en Can Tho. “Las grandes de color naranja una por semana, las blancas pequeñas todos los días, y no te olvides ni un día, hagas lo que hagas. Hay enfermedades por aquí que pueden acabar con un peso pesado como tú en una semana”). A veces no podías soportarlo más y enfilabas hacia los acondicionadores de aire de Danang y Saigón. Y a veces la única razón de que no te dominase el pánico era que no tenías suficiente energía.

Este fragmento pertenece al libro Despachos de guerra (1977), de Michael Herr, el periodista que fue corresponsal en Vietnam para la revista Esquire y que murió el 23 de junio pasado en Nueva York, a los 76 años. Herr colaboró con Francis Ford Coppola en Apocalypsis Now! y fue co-guionista de Nacido para matar de Stanley Kubrick y casi no volvió a publicar otro libro. Despachos de guerra, con su inspiración literaria y su aproximación sensorial y personal a la guerra, sigue siendo un hito en la escritura periodística y quizá el mejor libro sobre la guerra de Vietnam jamás escrito.

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