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Domingo, 4 de enero de 2004

Londres, 1969

Las doce grandes revoluciones de la música. Capítulo XII

Con Abbey Road, los Beatles volvían al disco de estudio y lo festejaban con un puñado de extravagancias: el uso del Moog, el solo de batería de Ringo, la batalla a pura guitarra entre John, George y Paul. Sigilosa y radical, sin embargo, la verdadera novedad del álbum estaba en otro lado: en las diez pistas del lado B, donde los Beatles –después de trascender el formato de la canción pop– iban por más, desarreglaban a fondo la idea de arreglo y reformulaban el concepto occidental de composición. Crónica de una revolución todavía inconclusa.

 Por Diego Fischerman

Paul McCartney llamó por teléfono a George Martin. La llamada parecía un arrepentimiento: después de haber intentado ser nuevamente una banda de rock, de haber querido sonar en vivo, sin procesos de estudio, y fracasar en el intento, The Beatles –o el único de sus integrantes que seguía funcionando como su cerebro: el único, quizás, que aún no había reconocido los signos del final– querían grabar un álbum como en la vieja época, es decir: como lo venían haciendo desde hacía apenas cuatro años. Los puntos más altos, en ese proceso iniciado con Rubber Soul y consolidado con Revolver, habían sido Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y algunos temas editados en simple (“Strawberry Fields Forever” y “Penny Lane”) o incluidos en Magical Mystery Tour (sobre todo “The Fool on the Hill” y “I Am The Walrus”).
En el camino, The Beatles habían sometido la composición occidental, identificada con la escritura, a dos desplazamientos: de la partitura al estudio de grabación y de la música llamada clásica al mundo de la canción pop. El Album Blanco había sido un pequeño paso atrás, al mismo tiempo que una gigantesca explosión en múltiples direcciones. Allí se volvía, en algún sentido, a un sonido más cercano al de un grupo en vivo, y en muchos de los temas se optaba por instrumentaciones sumamente despojadas: una guitarra sola, instrumentos sin amplificación, un piano. Se podría pensar que con Sgt. Pepper’s el grupo se había asomado al borde de la canción como forma y, como antiguos viajeros adentrándose en mares desconocidos, habían entrevisto el abismo. Las sesiones fallidas de Get Back (luego publicadas como Let It Be y recientemente devueltas a su forma original en Let It Be Naked) cristalizaban el gesto de la retirada: el llamado de McCartney a Martin, en junio de 1969, era el del viejo general que mide sus fuerzas, estudia el riesgo y, debatiéndose entre el sentido de la responsabilidad, la intuición y los ecos de sus propios fantasmas, dice: “Hagámoslo”.
La idea de trascender el formato de la canción pop no era totalmente nueva. The Mothers of Invention –la invención de Frank Zappa– ya trabajaba a veces en ese sentido, y The Who, que había editado en 1967 un disco cuyas canciones estaban de alguna manera entrelazadas en un continuo (Sell Out), apenas unos días antes del llamado de McCartney a Martin, el 23 de mayo de 1969, había publicado Tommy, bautizada por el grupo mismo como ópera rock. McCartney no sólo conocía a ambos grupos, también los admiraba, y alguna vez confesó que de allí sacó la idea.
Pero la novedad de ese disco que se llamaría Abbey Road, grabado entre julio y agosto de ese año en los estudios EMI de la calle homónima, en St. John’s Wood, fue su lado dos: las pistas 7 a 17 del CD. Ahí no había en juego sólo un puñado de canciones relacionadas o unidas por afinidades estilísticas o poéticas; ahí los Beatles, junto a George Martin, compusieron en el estudio algo totalmente nuevo a partir de materiales preexistentes, unidos por una determinada organización tonal y por algunas recapitulaciones temáticas.
La estructura de esa composición es la siguiente: una canción totalmente independiente (“Here Comes The Sun”) seguida por otra (“Because”) que funciona como preludio de la suite. A manera de epílogo, un pequeño chiste (“Her Majesty”), fruto de un accidente. El fragmento, que McCartney había escrito en Escocia (“Es irónico pero para nada irreverente, es casi una canción de amor a la Reina”, afirmó) había sido inicialmente ubicado después de “Mean Mr Mustard” y descartado. Cuando se hizo un acetato de la suite, el operador lo incluyó por accidente, al final, y a Paul le gustó. “Así era cómo ocurrían muchas cosas. En realidad, toda nuestra carrera fue así, de modo que es un final apropiado”, dice en Hace muchos años, esa mezcla de biografía y libro de conversaciones escrita por Barry Miles.
Entre las particularidades de Abbey Road están el uso del sintetizador Moog, el único solo de batería de Ringo Starr y la batalla de guitarrasentre John, George y Paul en lo que iba a ser el final, “The End”. También la presencia de los acordes de la Sonata Claro de luna de Beethoven en “Because”. Yoko tocaba la sonata y John escuchaba. John, entonces, le pidió a Yoko que tocara esos acordes de atrás para adelante. Ésa es la base de la canción en la que aparece uno de los arreglos vocales más elaborados y complejos de la carrera de los Beatles. Las partes de McCartney y Harrison, esta vez, fueron escritas por Martin, a diferencia de ocasiones anteriores, en que habían usado armonía a tres voces (“This Boy” y “Yes It Is”) y cada uno había arreglado su parte. El color general está dominado por el coro masculino de nueve voces –producido por la superposición de tres grabaciones de esas tres voces–, la guitarra de Lennon, doblada por un clave eléctrico con sustain (tocado por Martin) y el moog de Harrison. En esa serie de procesos (y en la naturalidad del resultado final, donde no se percibe la menor impostación) puede leerse gran parte del secreto Beatle. O, al menos, de una de las posibles imágenes de los Beatles, o de las infinitas capas de cebolla (o de manzana) que eran sus canciones.
Lo que hizo la banda fue llevar la idea de arreglar una canción hasta el límite: hasta el punto en el que casi dejaba de ser arreglo y también canción. El arreglo de “Because” o la composición en estudio, a partir de montajes de fragmentos y múltiples superposiciones de instrumentos (que a veces tocan sólo una nota en un solo momento), no funcionan en realidad como agregados a temas anteriores, vestimentas o embellecimientos (“arreglos”) de algo cuya esencia ya estaba definida de antemano, sino que son el propio acto de composición. “Because”, “You Never Give Me Your Money”, “Polythene Pam” o “Sun King”, cantadas por alguien que se acompañara por una guitarra, serían bellas canciones, pero no serían ni “Because” ni ninguna de las otras. Se oirían, más bien, como borradores. Si lo que define a la canción popular es un determinado texto, una línea melódica y una sucesión de acordes (o a veces una sola de las tres cosas, como en las innumerables versiones de una misma canción folklórica con textos diversos o con variaciones en sus melodías o acompañamientos), las canciones de los Beatles sólo se definen por su forma definitiva. Una forma que además, como lo probó Anthology, era siempre apenas una de las muchas posibles.
En ese sentido, la revolución que desencadenó el lado dos de Abbey Road es todavía una revolución inconclusa. Los Beatles no podían continuarla. Gentle Giant, King Crimson, Pink Floyd o Yes –desde un lugar más cercano a la exhibición de virtuosismo– buscaron hacerlo, y en alguna medida quedaron capturados por la propia dinámica del show de rock que habían contribuido a crear. Radiohead, más cerca, retoma ese camino. Pero, parafraseando a Marx, la historia se repite dos veces: una vez como revolución, la otra como cita erudita.

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