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Domingo, 16 de octubre de 2016

CINE > BRUNO DUMONT

PLAYA NEGRA

La nueva película de Bruno Dumont, el realizador francés conocido por su crudeza, es un excéntrico punto de inflexión en su estilo. La bahía, que se estrena en Argentina, es una comedia desaforada y un policial negrísimo, con canibalismo incluido. Además cuenta con actuaciones de famosos como Juliette Binoche, Valeria Bruni-Tedeschi y Fabrice Luchini mezclados con actores no profesionales, todos inmersos en un delirio frenético que transcurre en 1910 y que parece profetizar el baño de sangre en el que pronto se hundirá Europa.

 Por Diego Brodersen

Hablemos de excentricidades. El último largometraje de Bruno Dumont lleva hasta el infinito y más allá esas pinceladas surrealistas y burlonas que decían presente por primera vez en su obra en el proyecto inmediatamente anterior –la miniserie P’tit Quinquin– y las dispara mediante un globo hinchado de helio y gas hilarante a la estratósfera de la comicidad más negra y bizarra. Atención: su cine siempre estuvo plagado de criaturas y situaciones extrañas (en algunos casos, el adjetivo adquiere las tonalidades del eufemismo), pero nada permitía anticipar que el realizador francés otrora reconocido por su estilo ascético y, por momentos, definitivamente parco, se subiría a un gag recurrente enraizado en la más añeja tradición del slapstick. En La bahía (Ma Loute en el francés original, a su vez el particularísimo nombre de uno de los personajes principales) hay un detective obeso que cae una y otra vez al suelo, al menos media docena de veces; de costado, de frente y de espaldas, deslizándose estrafalariamente por un pequeño médano o destrozando el mecanismo de sostén de una reposera. Sus torpes pasos dejan oír sonidos que semejan una cruza de zapatos nuevos en pleno ablande con el resoplar de un inflador manual de ruedas de bicicleta. En cada escena en la que hace acto de presencia el rollizo investigador –y no son pocas– el rostro de Jacques Tati parece asomar en el fondo del cuadro, aunque aquí los veraneantes que se hacen llegar a las costas del Flandes francés a pasar la temporada de descanso se parecen poco y nada a los de Las vacaciones del Sr. Hulot: la familia Van Peteghem y ramificaciones aledañas forma parte de esa burguesía llena de discretos e impertinentes encantos que Dumont satiriza a partir del trazo más grueso disponible en la paleta de colores del grotesco. Con toda conciencia y a mucha honra.

Como ya ocurría en P’tit Quinquin, donde otra dupla de gendarmes intentaba armar el rompecabezas detrás de una saga de inexplicables homicidios, el detective gordo está acompañado siempre, como si fuera su propia sombra, por otro detective, flaco, pelirrojo y dueño de una mirada impertérrita que parece hija del acostumbramiento a los crímenes más horrendos. El tema es que en esas playas nunca ocurre nada. Al menos hasta ahora, que han comenzado a desaparecer personas, como si se las tragara la tierra. La clave del misterio descansa en el clan Brufort, orgullosos miembros de la clase trabajadora vernácula que ha desarrollado cierta afinidad por las delicias de una variedad de alimento que no puede comprarse en la carnicería del pueblo. Papá y Mamá Brufort, su hijo mayor Ma Loute y los más pequeños no le hacen asco a ninguna parte del cuerpo de sus víctimas. Si el proletariado se come así a los pequeño burgueses que circulan de paso por el poblado, lo hace literalmente, sin que la posibilidad de la metáfora opaque la visceralidad del acto. Y si los Brufort encarnan la inteligencia del que está en contacto real con aquello que lo rodea, la vulgaridad del sentido común y la bestialidad de aquel que devora a los de su propia estirpe, los Van Peteghem parecen representar hasta la exasperación el temple del que cree no tener mucho que perder, la falta de delicadeza de la afectación extrema y la bajeza de aquellos que han hecho de la endogamia una forma de vida. La antropofagia y el incesto sobrevuelan esas playas y esa bahía enlodada que el jefe de la familia local atraviesa jornada a jornada, todos los días de la semana, con alguien a cuestas o a bordo de su bote, retrato que Dumont diseña con el más retorcido de los humores. El año es 1910, por cierto, y la mentirosa paz reinante no permite adivinar otra clase de horrores que no tardarán en teñir de rojo sangre gran parte del territorio europeo, incluidas las tranquilas tierras galas.

Desde su ópera prima, La vida de Jesús (1997), y en particular a partir de su siguiente película, La humanidad (1999) –donde otro crimen sacudía a una pequeña población en esa misma región, cerca del lugar de nacimiento del realizador– el feísmo fue una de las formas de la belleza en el cine de Bruno Dumont. Pero hasta hace poco se trataba de un feísmo con rostro de seriedad, por momentos solemne. ¿Qué ocurrió con esa circunspección ahora recubierta por una espesa y pringosa capa de socarronería? “Si antes estaba oscuro y ahora hay luz, ésta sólo puede provenir de la oscuridad. La comedia es sólo el otro lado del drama. La comedia proviene del drama. Me he dado cuenta de que se trata de diferentes lados de una misma cosa. Por lo que no tengo ningún problema en estar en las mismas locaciones, con la misma gente, contando más o menos la misma historia, pero desde el otro lado”, declaró el realizador hace algunos meses, durante el estreno mundial del film en el Festival de Cannes.

La otra gran novedad es la mezcla de actores (muy) reconocidos con los rostros no profesionales que desde un primer momento forjaron una marca indeleble en sus películas. Los Brufort están interpretados por no actores de la región, debutantes totales en la pantalla, logros del casting cuya aparente rusticidad y maleabilidad remiten al concepto bressoniano de los “modelos”, antagonistas de los profesionales del histrionismo. Del otro lado, tres de las figuras más importantes del cine francés contemporáneo. Nunca antes, jamás, había podido verse a Juliette Binoche, a Fabrice Luchini y a Valeria Bruni Tedeschi en roles tan impregnados de exceso, montados en un frenesí de morisquetas, griteríos y manierismos milimétricamente calculados. La primera parece estar siempre a punto de perder la conciencia en un delirio místico o un patatús provocado por el enojo; el segundo luce una vistosa joroba de guardarropía que decora perfectamente sus aires excesivamente desmañados e incompetentes; Bruni Tedeschi, finalmente, es la imagen vida de la represión emocional, un dique a punto de estallar por la presión.

Los Van Peteghem son como esos árboles frondosos y de frutos exuberantes que, a poco de mirarlos detenidamente, no logran ocultar un tronco destruido desde sus entrañas por el moho y la podredumbre. Pero hay una mutación en camino, una nueva rama que se destaca del resto: Billie, la encarnación de la androginia, la chica que se viste como chico o el chico que se viste como chica. Tal vez sea simplemente un rasgo de la juventud que desaparecerá con el tiempo, pero en sus peligrosas escapadas con su vecino circunstancial, el caníbal Ma Loute, La bahía ofrece en tono de sorna algo parecido a un romance, una mirada ¿esperanzada? al futuro.¿Qué futuro? ¿Hay futuro? Tal vez todo sea un sueño afiebrado, como si a una de esas típicas ilustraciones art decó de comienzos del siglo pasado se le hubiera inyectado una dosis brutal de LSD.

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