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Domingo, 25 de enero de 2004

NOTA DE TAPA

Músicos sin fronteras

Los tres flirtearon con algún Gran Momento del Rock: Fernando Samalea y Christian Basso tocaron con Charly García; Axel Krygier participó de la última gira de Soda Stereo. Pero lo que los une –además del sello Los Años Luz, que edita sus discos– es un programa artístico y personal enemigo de las mayúsculas. Son músicos porosos, nómades, eclécticos. No tienen ninguna debilidad por la ironía. Reivindican una tradición mestiza, heterodoxa, en la que conviven la música africana, The Police, Weather Report, el tango, los Talking Heads y el folklore. La cultura del entretenimiento los tiene sin cuidado, y al despotismo de la forma canción oponen la elegancia de una música instrumental abierta, siempre dispuesta a cambiar. Sobrevivientes de la modernidad porteña de los años ‘80 y ‘90, ya instalados en sus papeles de solistas respetados, Krygier, Basso y Samalea confirman y despliegan en este diálogo con Radar lo que vienen probando hace rato con sus obras: que más allá de las fronteras del rock hay vida. Y de la buena.

 Por Martín Pérez

Como perros de la calle. De las calles de Saavedra y Coghlan, más precisamente. Así es como Christian Basso recuerda sus comienzos callejeros y modernos de principios de los años ‘80 junto a Fernando Samalea. Sentados en una mesa del mítico Bar Británico, en los antípodas del barrio donde se iniciaron, el ex bajista y el ex baterista de Charly García reconstruyen sus primeros pasos musicales ante la atenta mirada de Axel Krygier, un perro acaso menos callejero y también algo más cachorro que sus dos colegas, pero astilla del mismo palo, sin duda. Otro brote del árbol de la modernidad porteña del que, dos décadas más tarde, apenas si quedan los nombres, los recuerdos y un presente bien alejado de aquellos raros peinados nuevos. Para estos protagonistas, al menos.
“Ninguno de nosotros es el mejor ejemplo de la modernidad de los ‘80: siempre fuimos muy eclécticos y tuvimos gustos más abiertos”, señala de pronto Samalea. Y agrega: “Comenzamos a escuchar con curiosidad nombres de bandas como The Knack y nos entusiasmamos con la visita de The Police, pero también fuimos al Luna Park a ver a Weather Report. No hay que olvidarse de eso”. La declaración atraganta a Basso con su tostado y lo obliga a aclarar los tantos: “Me acuerdo que nunca pude ir a ver a Weather Report, porque ese mismo día me habían echado de la escuela y estaba castigado. Me dio una bronca...”. Nunca tan modernos (ni siquiera cuando efectivamente lo eran), Fernando Samalea –eterno baterista devenido bandoneonista–, el bajista Christian Basso –reencarnado en director de pequeñas orquestas– y Axel Krygier –ex flautista folklórico tímido, hoy decidido silbador del calipso– son los mejores ejemplos de una incipiente escena de música instrumental ecléctica que durante el último año supo cobijar la tan posmoderna Buenos Aires. Una ciudad habitada por una tribu de espectadores cada vez más curiosos, que parecen no necesitar más de la ironía para permitirse disfrutar el pasearse por propuestas musicales sabrosas, libres y variadas, por más melancólicas y sensibles o híbridas y rítmicas que sean.
“Te confieso que a mí la ironía en la música no es algo que me vaya mucho”, aclara Basso. “Te digo más: ni siquiera me gusta la música que divierte. No me parece que sea algo muy noble divertir a la gente. La alegría la acepto porque es un estado de ánimo. Pero estoy en contra de la cultura del entretenimiento. Porque el mejor ejemplo es la filosofía televisiva: mirá y dejá de pensar”. Lejos de toda distancia irónica, entonces, pero decidido a pervertir los géneros más clásicos, el ex bajista y compositor de La Portuaria debutó como solista con el apropiadamente bautizado Profanía (2000), para luego ahondar en el cocoliche contemporáneo jugando muy en serio al grotesco musical con su flamante La Pentalpha (2003), editado por Los Años Luz, sello que comparten Basso, Krygier y Samalea. “Fernando me recomendó que les llevase mi primer disco, que me lo iban a editar”, cuenta Krygier. Y completa Basso: “Y después Axel me recomendó a mí, y también a Kevin Johansen”.
En tiempos quizá demasiado rockeros, los discos solistas de un baterista, un bajista y un saxofonista –instrumento que Krygier tocaba en La Portuaria– hubiesen merecido apenas una nota al pie dentro del devenir musical de la escena porteña. Ahora las cosas parecen haber cambiado, y estas ediciones no pasaron inadvertidas.
“Lo que pasa es que, por un lado, la industria musical está en crisis. Y por el otro, la revolución tecnológica empieza a hacer posible que los discos que grabás en tu casa suenen bien en cualquier lado. De algún modo nosotros nos estamos aprovechando de eso”, calcula Krygier, que después de su debut solista (Echale Semilla, 1999) editó la música original del espectáculo de danza Secreto y Malibú (2003). Para tocar en vivo en casi toda Europa su elogiado primer disco, Axel se instaló en Barcelona durante los últimos años. Ahora está de regreso, listo para grabar un nuevo álbum y también para tocar en vivo. Y para eso acaba de armar un grupo con Christian Basso, del que también participa su viejo compinche Alejandro Terán. A pesar de haber estado once años tocando la batería con Charly García, Samalea fue el primero de este orgulloso trío de Músicos sin Canciones -como los Médicos sin Fronteras, digamos– que se decidió a hacer su propia música. El Jardín Suspendido (1998) fue el resultado de esa decisión. Desde entonces y hasta ahora, el ex baterista de Clap, Metrópoli, Illya Kuryaki & The Valderramas y tantos más editó media docena de álbumes propios, entre compilados y discos-libro. También de vuelta en Buenos Aires, Samalea termina ahora de mezclar su último trabajo, para el que convocó a viejos cómplices como Richard Coleman, Gustavo Cerati, Fabián Von Quintiero... Y Charly García, por supuesto. “La última mitad del año pasado estuve viviendo y grabando discos en París, pero cuando estaba por empezar a tocar quise volverme para acá. Uno en la vida hace elecciones, y en cada una de ellas se pierde y se gana algo. Y lo que yo elegí fue recuperar esta ciudad”.
Y al mismo tiempo, claro, la ciudad los recupera a ellos. Y recupera toda la historia que vivieron en ella.

Silbad el calipso
Aparecían cada tanto por la clase. Eran mayores, así que pedían permiso a los profesores y se dirigían a los alumnos. “A los que quieran tocar en la orquesta del colegio, los invitamos a que vengan los sábados por la mañana”. Aunque en su casa podía pasarse todo el día tocando la flauta sobre discos de Jethro Tull, al siempre más joven Axel Krygier ni se le ocurría aceptar la oferta. “¿Ir al colegio un sábado a la mañana? Ni loco”, se justifica aún hoy. Pero un día no se limitaron a pedir permiso para entrar a su clase, y tampoco a hacer una invitación general: fueron directamente por él. Una compañera lo había delatado. “Fue Soledad Villamil”, la delata a su vez Krygier. “Les dijo que yo tocaba la flauta traversa y me vinieron a buscar”.
Alumno del Nacional Vicente López, Krygier tuvo la suerte de tener como compañeros a futuros músicos como Diego Frenkel, Juanchi Baleirón y Alejandro Terán, entre otros. “Eran chicos de quince años, como Terán, pero ya sabían que se iban a dedicar a la música. Así que de ahí en adelante pasé a ser músico yo también. Y a partir de ese día el secundario fue otra cosa”, confiesa Krygier, un fanático de Luis Alberto Spinetta que siempre supo que si quería dedicarse a la música tendría que estudiar, porque nunca había sido un niño prodigio. “De la banda del colegio pasé a una banda de folklore”, recuerda. “Copé el living de mi casa y lo convertí en sala de ensayo. Pero todavía recuerdo un momento clave en mi vida, que fue cuando en un pub de la esquina de mi casa tocó Clap. Nosotros estábamos tocando folklore con mis amigos, mientras en la esquina sonaba la música más moderna”, explica Krygier. Más tarde se tomaría su pequeña revancha tardía contra aquella modernidad que entonces lo dejaba afuera: en Echale semilla, confiesa sonriente, incluyó bien a propósito los instrumentos más folklóricos en las mezclas.
Aunque por entonces supo coquetear con la posibilidad de ser un músico ‘serio’, Krygier confiesa haber entrado al mundo del rock a los dieciséis años, cuando conoció a Kevin Johansen y se sumó como músico invitado a Instrucción Cívica, tal vez la última banda pop de la primavera alfonsinista. El grupo, de fama efímera, alcanzó a grabar dos álbums, el primero de los cuales reunió por primera vez a Krygier con Fernando Samalea, que aparecía tocando la batería. “Pero para mí todas esas cosas siempre fueron un chiste: yo estaba en la música rara, experimental”. A los dieciocho, Axel se compró su primer portaestudio y comenzó a grabar sus cositas. “Siempre me gustó el efecto de locura, de lo psicodélico. Eso de grabar y entrar en trance, dejar que las cosas surjan de un lugar inconsciente”, cuenta. Y mientras armaba y desarmaba el dúo experimental Mulo con Terán, Krygier terminó ingresando a la banda desde donde vería pasar gran parte de la década del ‘90: La Portuaria. “Aunque él era más de la cúpula y yo un músico invitado, comenzamos a sorprendernos compartiendo cosas con Christian Basso”, recuerda Axel. “De repente nos cruzábamos, porejemplo, en un concierto donde tocaban obras orquestales de Nino Rota. Nos dábamos cuenta de que teníamos cosas en común, y que esas cosas no podían formar parte del grupo”.
Antes de largarse a ser decididamente un solista, Krygier emprendió su último trabajo importante: participar junto a Terán de la última gira de Soda Stereo. “Cerati nos llamó porque nos había visto tocar con Mulo”, explica, “pero además porque nos quería como compinches en una gira que calculaba que iba a ser muy dura para él, por los roces con los otros dos integrantes de Soda. A mí, sin embargo, me daban un poco de vergüenza algunas cosas: por ejemplo, tocar el acordeón sobre algún clásico del grupo”. Y justo cuando empezaba a sentir cierto resentimiento por no poder hacer lo suyo, Krygier cambió la baqueteada portaestudio por una computadora, y con el protools empezó a convertir en temas los viajes o iluminaciones que solía registrar. “Para el 1996 ya tenía compuestos bastantes temas de Echale Semilla”, cuenta Krygier, que remasterizó el disco recién dos años más tarde y lo editó en el ‘99. “Enseguida empecé a recibir emails de todo el mundo: de Japón, Australia, Nueva Zelanda. Hasta la gente de Luaka Bop me escribió”. Entonces armó no una sino dos bandas: una acá y otra en Barcelona, donde se instaló a vivir los últimos años, para desde allí tocar en Festivales en toda Europa.
“Creo que hay algo muy explícito en el disco, y eso hace que la gente se sienta cerca de él aun cuando no tenga canciones. Lo que importa es la intención, toda esa cosa propia de las artes plásticas”, dice Axel, que no casualmente dibuja y pinta él mismo las portadas de sus discos. “Yo creo que la cosa va por el lado poético, y muy alejada de cualquier cinismo”, explica. Volvió de Europa con dos proyectos de disco en la cabeza. Uno se llama Vamos Los Gauchos, que continúa y profundiza las reminiscencias folklóricas latinas; el otro es Clubbing Dreams, que es mucho más funky. “Tal vez se terminen cruzando en uno solo, porque no me da para tanto”, se excusa Krygier, que con el tiempo ha ido alimentando un espíritu mucho más swing.
–Me acuerdo de un casete con cosas que Axel me dio allá por el ‘89 o el ‘90 –señala de pronto Samalea.
–No puedo creer que te acuerdes de eso –exclama Axel.
–Lo que me acuerdo es que eran grabaciones desprovistas de todo tipo de referencias. Y sin embargo eran más que recordables –dice el baterista. –Es que yo creo que al tipo que hace canciones se le aparecen las verdades en forma de verso –opina Krygier–. Pero siempre es una cosa que viene de un lugar que no controlás. Y a mí también me pasa así.

Jazz sin swing
“Si hay algo contra lo que reacciona mi música es contra esa cuestión, tan clásica del rock, de que el cantante es el único que tiene algo que decir”, aclara Christian Basso. Pero el autor de la música de muchos de los éxitos de La Portuaria no está demasiado de acuerdo con eso de Músicos sin Canciones. “Mis discos tienen canciones”, apunta: “el asunto es que crecimos escuchando música sin entender lo que decían los que cantaban, y yo nunca escucho las letras. Para mí la música va por un lado y la literatura va por el otro. Y ojo que la literatura es el cincuenta por ciento de mi vida. Pero a mí me gusta trabajar la música instrumental, aunque busco que sea cantable. Y pongo eso de un lado, y del otro un buen libro. Porque para mí la música ya es lo suficiente multívoca, ya dice demasiadas cosas como para, además, agregarle una letra”.
A pesar de ser hijo de un músico de jazz, Christian no lo tuvo tan fácil. Debía, por ejemplo, comprarse los discos de Los Beatles casi a las escondidas, ya que su padre se empecinaba en decir que ellos no tocaban en los discos. Cosas así. Basso aprendió a tocar el bajo con Rinaldo Rafanelli, integrante de Polifemo y el último Sui Generis, entre otros grupos del rock nacional más clásico. “Yo le debo mucho a Rinaldo. Me acuerdo que a los dieciséis quería dejar el colegio, por ejemplo. Y él meadvirtió que, si lo hacía, él dejaba de darme clases de bajo”. Si bien heredó de su viejo el mandato del instrumento como afición –su primer trabajo fue en el programa de TV Sábados de la Bondad–, la vida de Basso cambió una noche en que estaba tocando jazz en el Tortoni, junto a Pelican y Malosetti. “No sé cómo era que estaba tocando con ellos, porque ellos sabían y yo recién empezaba”, se pregunta hoy Basso, mientras Samalea recuerda que aquella noche él estaba entre el público. Una de las bandas de Samalea necesitaba un bajista y Basso fue invitado a participar.
“Así empezó una relación que nos llevó bastante lejos: pasamos de callejear de grupo en grupo a tocar nada menos que con Charly García”. Pero antes de la escala Charly, en la vida de Samalea y Basso estuvo Clap, la banda moderna de aquellos primeros ‘80. “Aquella fue una época de rebeldía constitutiva que a mí se me generó en la escuela. Necesitaba alguna válvula de escape de todo eso, y la encontré en la música y las drogas”, recuerda. “Si tuviera que volver atrás, me hubiera gustado vivir en una sociedad mucho más libre para no tener necesidad de gastar toda esa energía dionisíaca en cosas tan destructivas”. Para Samalea, el camino hacia Charly, además de Clap, incluyó escalas en Metrópoli, Fricción y la banda de Calamaro. Pero siempre todo enumerado bien rápido, a tono con la velocidad misma de los tiempos. “Fernando siempre fue un buen relaciones públicas: él iba haciendo la avanzada”, explica Christian. “Y después recibías el llamado: ‘che, en tres días tenés que aprenderte todos los temas de García’”.
Para Basso, lo más rescatable de haber tocado con García fue la presión musical que generaba el bigote bicolor sobre sus músicos. “Lo que se me hizo más difícil estando con él era que yo era consciente de que no era él”, dice algo enigmáticamente. “Me di cuenta muy rápido de que sólo él podía hacer lo que hacía. Algo de lo que no puede o no quiere darse cuenta toda la mogo élite que lo rodea, todos esos satélites que cualquier estrella tiene a su alrededor”. Pero así como al tocar la batería con Charly Samalea comprendió que ése siempre había sido su lugar, Basso, por su parte, comenzó a añorar los momentos más creativos de la época con Clap. “Tuve ganas de buscar otro horizonte, y al principio me dije ‘cuelgo todo y me pongo a estudiar’”, recuerda. “Así que empecé antropología y después me pasé a filosofía, pero vino una gira por España y me quedé por allá, tocando con Melingo en los Lions in Love”.
Aquel recuerdo dispara una anécdota que es la más recurrente a la hora de hablar con Christian Basso. “Todo el mundo me pregunta lo mismo: ¿No fue entonces cuando se fueron con Melingo a Marruecos? Es un viaje que parece haber adquirido categorías míticas. Y la verdad es que la pasamos fatal, con todo el psicopateo típico de frontera. Estuvimos allá como una semana y terminamos comprándonos unas túnicas y haciendo dibujos con unos palitos en el suelo de una plaza, jugando al ahorcado. Queríamos pasar desapercibidos, que no nos molestasen más”. En ese mismo viaje Basso terminó conociendo a Los Jaivas en París, y después de escuchar a Disidenten –un grupo que mezclaba influencias musicales alemanas, italianas y árabes– volvió con la idea de hacer algo así, pero con la impronta argentina y latinoamericana. La Portuaria, digamos. “Con La Portuaria estuve ocho años, y fue el momento creativo más materializado de mi carrera. Pero está claro que no fue el mejor ni el de más vuelo”, aclara. La crisis de separación del grupo lo llevó a refugiarse en la literatura, y aún más lejos: terminó viviendo en Denver, casado con una norteamericana. Al regresar estaba decidido: sacaría un disco, fuera como fuera. Y ese disco terminó siendo Profanía.
“Cuando yo era chico mi viejo tocaba en un grupo llamado Swing 39. Hacían jazz francés, cosas de Django Reinhardt. Fue una música que me quedó muy grabada: el jazz instrumental, la música de los gitanos. Después volví a entrar en ese mundo, pero por el lado de la música de películas italianas, de Nino Rota y Ennio Morricone. Y ahí fue cuando empecé a encontrar una articulación entre la música clásica y la popular. Descubríal jazz cafón, o el jazz sin swing. Empecé a explorar por ahí y me di cuenta de que lo que me llega es la poética del inmigrante, y no tanto la búsqueda latinoamericana”, explica Basso, que desde su primer disco solista adquirió un particular gusto por profanar lo culto. “Roll Over Beethoven”, dice, y se entusiasma. “La música que yo evoco lleva implícito un poco el volver al pasado, un recuerdo de aquella Argentina culturalmente poderosa. Porque si uno compara a la Argentina del ‘40, con todas sus orquestas de tango, con la actual de la bailanta y la electrónica, es como para agarrarse la cabeza. Por eso, a la salida de mis shows, propongo cambiar los celulares por salamines y abandonar las comodidades que nos da la tecnología. Y también esa cultura de la canción, que funciona y cuando la escucha la gente no se aburre. Porque ahora todo el mundo se aburre, y eso me parece deplorable: a uno, para entretenerse, debería alcanzarle con sus pensamientos”.

El jardín suspendido
A través de una amiga de su secretaria personal, Fernando Samalea se enteró de que Leonardo Favio tenía sus dos primeros discos. Y no sólo eso: que de vez en cuando los ponía en su equipo de audio y los escuchaba. Así fue como su pareja de entonces, María Eva Albistur, se atrevió a musicalizar uno de los poemas del cineasta y se lo envió a Buenos Aires desde Madrid. A partir de entonces se inició una relación que comenzó por correo: empezaron a llegar a Madrid encomiendas con libros y películas enviadas desde Argentina. Y cuando a fines del año pasado Samalea regresó a Buenos Aires para las fiestas, finalmente pudo conocer personalmente a Favio. Comieron juntos un par de veces, conversaron hasta la madrugada en los salones de la librería El Ateneo de Callao y Santa Fe, y Samalea llegó incluso a componer un par de cosas para el ballet de El Aniceto y la Francisca que el cineasta amenaza de vez en cuando con armar para Maximiliano Guerra. “Haberlo conocido personalmente es una de las cosas que más le agradezco a mi oficio”, dice Samalea, el baterista que aprendió a tocar el bandoneón y sueña alguna vez con hacer cine. “Desde chico soñaba con eso: hacía películas en el Cinegraph”, confiesa. Y agrega: “Para mí el cine es el arte más completo”.
Pero mientras cobijaba sus sueños de cineasta, Samalea se dejó llevar por otro impulso y a los seis años ya estaba sentado ante una batería. Su precocidad le sirvió para vivir los últimos coletazos del rock de los ‘70 y ubicarse en primera línea para vivir la modernidad de los ‘80. “Para mí fue fundamental tocar en Metrópoli y conocer a Richard Coleman y Ulises Butrón”, recuerda. El primer disco que grabó fue Vida Cruel de Calamaro, aquel que cerraba con un tema titulado “Principios”, un secreto, pero contundente alegato generacional. “No me importa, ellos se van a morir primero, yo tengo tiempo”, decía la letra, y con esa seguridad el más moderno rock nacional siempre siguió adelante sin exigirse demasiado. “Si no hubiese grabado ese disco, tal vez mi vida hubiese sido totalmente diferente”, especula Samalea. “Porque en uno de esos temas coincidieron Spinetta y García, y a partir de entonces comencé a tocar con él”.
La primera vez que Samalea tocó el bandoneón en vivo fue en la presentación de Cómo Conseguir Chicas, en el Gran Rex. “Me lo acababa de comprar”, confiesa. “Pero no fue una fanfarronada: me pasaba el día entero ensayando. Y de tanto escucharme practicar, a Charly se le ocurrió que tenía que tocar en un tema”. Así fue como Fernando terminó debutando como bandoneonista en vivo en el tema “No soy un extraño”. Samalea desembocó en el fuelle después de años de recorrer fascinado las biografías del Buenos Aires tanguero. “Me obsesioné tanto con ese mundo que en cada esquina veía el Buenos Aires de antes, con los tranvías y todo. Hice tal reconstrucción de ese mundo que en un momento me compré un bandoneón. Y cuando buscaba una voz para hacer mi música, nunca dudé: tenía que ser un lenguaje bien porteño”.
Antes de largarse a hacer lo suyo, Samalea completó su carrera de buen rocker tocando con los Illya Kuriaki & The Valderramas. “La vida me dioesa segunda oportunidad: ver la aparición de una nueva generación desde la primera fila”, dice Fernando, que después de girar por el mundo con Charly terminó embarcándose en las giras de cabotaje, a puro pulmón, del Nuevo Rock Argentino de la década del ‘90. “Nunca se me ocurrió pensar que ya lo había hecho antes: miraba todo con ojos nuevos”, cuenta. “Además no te das cuenta. Pensás que sos el más moderno de todos y de pronto mirás por encima del hombro y ves a toda una nueva generación dispuesta a pasarte por encima”. Así completó el círculo; ya no necesitaba imaginar el Buenos Aires que había desaparecido: le bastaba con recordar el suyo, que ya estaba desapareciendo.
A pesar de la porteñez, una de las cosas en las que insiste Samalea es que ser porteño, o al menos ser porteño de la época que es él, implica ser cosmopolita. “Renegar de eso es olvidar lo importante que fueron para nosotros las investigaciones de los Talking Heads en la música africana y toda la música que escuchamos durante nuestra adolescencia. Para nosotros, ser porteño es decir alguna que otra palabra en inglés, por ejemplo”, afirma este buscador musical que asegura tener lista una novela. A Samalea no le preocupa no andar corriendo atrás de las canciones. “Después de todo, uno corre siempre atrás de sus obsesiones infantiles, y las canciones nunca estuvieron entre ellas”, dice Samalea. Y extiende la definición a sus dos ocasionales compañeros de viaje.
Además de ese cosmopolitismo con un toque autóctono y de la prescindencia de la canción, otro tópico en el que confluyen las músicas de este trío de músicos es la mística del viaje. “Es más importante pensar en el viaje como búsqueda que como traslación geográfica”, apunta Basso. “Porque también están los viajes de la mente: por algo existen las drogas y los movimientos que las reivindican. Y los viajes que hacés con la literatura, que para mí son los realmente inspiradores. Después, sí: están los momentos de tránsito, que siempre es interesante vivir. Pero, como un baqueano me dijo una vez en un campo en Rosario: ‘Vaca que cambia de querencia, demora en la parición’. Y es verdad: si uno se está moviendo todo el tiempo, tarda en dar sus frutos”. A lo que Samalea agregaría: “Estar en un lugar hace que no puedas estar en otro. Hay que elegir”. Samalea, Basso y Kygier eligieron dejar de ponerse al servicio de las canciones para ponerse al servicio de su propia música. Eligieron recordar que tienen tiempo para empezar a usarlo, ahora, a su favor.

Christian Basso y Axel Krygier tocan juntos
el 21 de Febrero en el Teatro El Globo.

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Basso, Samalea, Krygier
 
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