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Domingo, 1 de febrero de 2004

LAS 12 GRANDES REVOLUCIONES DE LA MúSICA. EPíLOGO

Buenos Aires, 2004

Igor Stravinsky. John Cage. Charlie Parker. Coltrane. Piazzolla. Los Beatles... Si el siglo XX lo pensó, lo hizo y lo agotó todo, ¿cómo imaginar, hoy, la forma en que lo nuevo habrá de irrumpir en la música que vendrá? Cerrando una serie que lo llevó de una chanson de Guillaume de Machaut (circa 1300) hasta el lado B de Abbey Road, Diego Fischerman se interroga sobre la revolución del futuro y el futuro de la revolución.

 Por Diego Fischerman

A partir del siglo XX, la música se convirtió en montones de cosas que no había sido jamás. Fue silencio. Fue ruido. Se estructuró sobre formas inventadas para hacer olvidar a quien oía que se trataba de formas y de estructuras. Hubo músicas nuevas, por supuesto. Pero sobre todo hubo nuevas poéticas sonoras (por acción o por omisión) a las que se les dio el nombre de música.
Mucho de lo que había sido popular se estilizó y ocupó el lugar social de la música de concierto. Mucho de lo que había sido clásico se olvidó o apareció travestido como multitudinario show de apertura de eventos deportivos. Las voces de ópera, que gran parte del público rechazaba por artificiales, empezaron a ser un buen argumento de venta para canciones hipersacarosas, de las que antes entonaban esmirriados cantantes con anteojos. El jazz, el rock, la canción popular brasileña y el tango, entre otros géneros nacidos en bailes y fiestas callejeras, se hicieron, en algún momento, complejísimos: Coltrane, Frank Zappa, Caetano, Piazzolla, Genesis, Gentle Giant, Anthony Braxton, Paul Bley, Yes, Jarrett... Y los compositores clásicos (no todos, obviamente) se hartaron de que nadie los escuchara y trataron de reconquistar la sencillez. Apareció el minimalismo y, como no podía ser de otra manera, también el maximalismo de quienes los acusaron de simplistas y comerciantes.
Cada tanto se decretaba el fin definitivo de alguna manera de pensar la materia musical y esas maneras, cada tanto, resucitaban. La tonalidad murió hasta que, muchos años después, se descubrió que no había muerto. Desapareció la complejidad, pero apenas el tiempo suficiente para comprobar que sólo dormía, a la espera de que los idealizadores de la ingenuidad se agotaran (y agotaran al público). Apareció Emerson, Lake & Palmer y apareció el punk y apareció The Police y apareció Radiohead y Björk y R.E.M. y Spinetta, que nunca había desaparecido. El mundo parecía de Philip Glass y de John Adams, pero de golpe vinieron Kaija Saariaho, Pascal Dusapin y Magnus Lindberg y mientras tanto seguía estando György Ligeti, recreándose a sí mismo en cada nueva obra. Y en tanto Wynton Marsalis sancionaba desde el Lincoln Center que el jazz debía ser antiguo o no ser nada, músicos como Louis Sclavis, Marc Ducret, David Sánchez o –en lugares tan remotos como Argentina– Ernesto Jodos, Juan Quintero o Mariano Otero, se ocupaban de mantener la vieja costumbre de buscar lo nuevo.
El siglo XX cambió muchas cosas. O tal vez no cambió nada. Es posible que a fines del siglo XIV, después de escuchar una chanson de Guillaume de Machaut, también se haya experimentado la sensación de que no había más revoluciones posibles (aunque entonces todavía no las llamaran revoluciones). Quizá los que se reunieron en el palacio de los Gonzaga para escuchar esa extraña invención de Monteverdi que él mismo llamó “ritmo pírrico”, para llorar con esa narración –la historia de dos amantes que, ocultos por sus armaduras, combaten hasta la muerte– y también con esa música, supusieron que nunca sería posible volver a hacer algo tan nuevo, distinto y conmovedor. Es posible que la única gran novedad del siglo XX haya sido el descubrimiento de que, en tanto cualquier novedad era posible, ya no habría más verdaderas novedades.
Con certeza, el siglo XX, en materia musical, fue el primero que abolió las estéticas fijadas de antemano: cada obra debía fijar su propia estética y, antes, interrogarse sobre ella. Las grandes revoluciones –por lo menos en el campo de la tradición occidental y escrita, eso que, a pesar de su escaso clasicismo, todavía se llama “música clásica”– fueron más conceptuales que audibles. Apareció, en realidad, la categoría música para ser contada. ¿O acaso no alcanza con saber de la existencia de 4’33”, de John Cage, para comprender su valor? ¿Quién querría escuchar una obra que no hace más que oponerse a la idea de obra? ¿Es posible escuchar una obra que no quiere ser escuchada? Puede que sí. Tal vez el secreto de Cage no esté en el silencio sino en los sonidos con los que cada uno sea capaz de poblarlo. ¿Se puede ir más allá? Es posible. ¿Queda lugar para seguir haciendo canciones, para que suenen nuevas y sorprendentes? Parece que sí. Las canciones siguen haciéndose, y aún persiste esa antigua magia, anterior a cualquier cultura y presente en todas ellas, por la que una palabra cantada es más poderosa que una palabra. ¿Habrá nuevas revoluciones? Y si las hubiera, ¿se las llamará de esa manera? Una vez que todo se ha probado (pero ¿se habrá probado todo?), sólo queda repetir, seleccionar, mezclar de otra manera, combinar lo ya combinado. Pero, ¿fue distinto para Bach? ¿Fue de otra manera para Ellington, Parker, Davis o Tristano? Stravinsky, Piazzolla, Coltrane, Jobim, Gismonti, ¿no hicieron precisamente eso? Es factible que la próxima revolución no sea espectacular, que no haga irrumpir instrumentos ni sonidos nuevos, que no se escuchen explosiones ni movimientos cataclísmicos. La próxima revolución puede ser silenciosa, casi secreta. Y tomar estado público de a poco. Probablemente la próxima revolución sea la que muestre, otra vez, que las revoluciones son posibles.

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