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Domingo, 15 de febrero de 2004

PERSONAJES

El hombre que no quería crecer

Detrás de todo gran personaje hay un gran autor y detrás de Peter Pan está J.M. Barrie. De apenas un metro y medio de estatura; perseguido por el fantasma de su hermano muerto con el que su madre lo confundió durante la infancia; autor de obras de teatro, novelas y piezas periodísticas en las que la niñez es un paraíso y la adultez un infierno al que no habría que viajar; cuando Barrie conoció a los hermanos Llewelyn Davies su vida cambió para siempre: se inspiró en ellos, les inventó incesantes aventuras con tal de estar juntos, llegó a fraguar el testamento de la señora Davies para poder adoptarlos, y cuando finalmente la guerra y la muerte se los arrancó, el hombre que no quería crecer envejeció de golpe y se suicidó bajo las ruedas de un subte. Con el inminente estreno de Peter Pan como excusa, Rodrigo Fresán recorre vida y obra del padre de esa encarnación de la infancia que fue la contraparte eduardiana de la victoriana Alicia de Lewis Carroll.

 Por Rodrigo Fresán

“Todos los niños, menos uno, crecen” y “Morir sería una aventura terriblemente formidable” son dos de las frases más perdurables de ese mito todavía más perdurable que es Peter Pan. Frases –casi slogans, casi mantras, casi credos– que en su tan sólo aparente contradicción acaban delimitando la leyenda de un hombre que comenzó negándose a crecer y terminó envejeciendo rápido.

UNO
Y está claro que los grandes y luminosos clásicos de la literatura infantil –entiéndase por clásicos infantiles a esos libros que se heredan y permanecen junto a nosotros a lo largo de todas nuestras vidas y que legamos a lo que vendrá– suelen estar fundamentados en oscuras patologías de sus autores. Pero la relación entre el escocés James Matthew Barrie (1860-1937) y la figura de Peter Pan va mucho más allá del simple vínculo creador/creación y acaba funcionando como una suerte de autobiografía en clave, a la vez que como perfecta merecedora de todas las medallas de oro en una hipotética olimpíada freudiana.
Digno merecedor de muchas interpretaciones, una de las facetas más interesantes del advenimiento de Peter Pan es la de que su figura -personaje fronterizo en todo sentido– delimita perfectamente el pasaje de la diurna, apolínea y hembra era victoriana a las dionisíacas y viriles noches eduardianas. Si la Alice de Lewis Carroll define a la perfección a los supuestamente reprimidos súbditos de la reina Victoria (a quienes les gustaban las niñas, y por eso la adoptaron como perfecta encarnación de icono moral y siempre equilibrado, a pesar de estar rodeada de locos underground y de alucinaciones protolisérgicas), el Peter de Barrie vira bruscamente hacia la estética y la moral más salvaje del inmaduro Edward Príncipe de Gales, compañía ideal para pasar un irresponsable buen rato, dicen los que allí estuvieron. Así, Alice es una disciplinada testigo privilegiada del caos, mientras que Peter Pan es una máquina anárquica per se. Entre una y otro, se alza la sombra de Jack el Destripador.

DOS
En cualquier caso, los regios fueron quienes pusieron los cimientos para una obsesión cultural y británica con la infancia mientras que los principescos se propusieron llevar todo el asunto mucho más lejos: hacer del mundo un parque de diversiones donde ya no hubiera sitio para las tragedias dickensianas de Oliver Twist o de la pequeña Dorrit, y donde ser infantil por la mayor cantidad de años posible fuera el record a romper. En este sentido, Peter Pan funciona –funciona muy bien– como símbolo de una época que se negó imperiosa e imperialmente a crecer en edad pero sí en territorio hasta que la Gran Guerra puso las cosas, y los tiempos, en su justo y doloroso sitio. De todo esto –a partir de las criaturas imaginadas por Carroll y Barrie, así como por los también clásicos Edward Lear, Kenneth Grahame y A.A. Milne– escribe Jackie Wullschläger en el libro Inventing Wonderland (1995), donde analiza la fértil y siempre íntima relación entre lo que escribían los adultos para que leyeran los niños y lo que leían los niños para sorpresa de los adultos entre 1865 y 1930. Años en los que se “inventa” la infancia –con sus jugueterías, sus navidades, sus autores para niños, sus megajugueterías, sus abuelos, sus cumpleaños– tal como la disfrutamos y padecemos hoy. Una cosa está clara: dime qué leíste y te diré en qué te convertiste. El futuro dirá, claro, en qué modo la magia de Harry Potter marca ahora el mañana cada vez más cercano de nuestros días y de nuestras noches.

TRES
Mientras tanto y hasta entonces, Barrie continúa siendo el invencible paradigma del creador –con los mismos modales de un Frankenstein devorado por su monstruo–, a la vez que una buena historia. Exitoso autor de obras de teatro y libros y periodismo, donde aparecen una y otra vez los temas de la infancia como paraíso y de la adultez como territorio autoritario alque hay que resistirse a viajar como sea, Barrie descubre a los seis años las posibilidades de lo fantástico cuando su desconsolada madre lo confunde en la penumbra de una habitación con su hermano mayor recién fallecido. Barrie se descubre envidiando la eterna juventud de su hermano muerto y del amor sin imperfecciones que éste provoca en su madre, no la contradice y a partir de entonces habita una Tierra de Nunca Jamás desde la que apenas viaja para asistir a los estrenos de sus obras o recibir honores varios. Años después del fantasmal equívoco, en una carta, su ídolo Robert Louis Stevenson le aconseja que “un autor no debe ser como sus libros, debe ser sus libros”, y hace todavía más sólida su vocación: “No dejar de jugar nunca” convencido de que “nada de lo que ocurre después de los doce años de edad importa demasiado” y de que “lo segundo mejor después de ser niño es escribir sobre ser niño”.
Peter Pan –primero personaje secundario en la novela The Little White Bird (1902), luego triunfal héroe de obra teatral (1904) y por fin héroe de novela propia (Peter and Wendy, 1911)– surge de este credo artístico y existencial rubricado por un encuentro fortuito: una mañana de 1897, Barrie conoce a los niños George y Jack y Peter Llewelyn Davies mientras paseaba a su perro Porthos por los londinenses Kensington Gardens, jardines a los que acabaría regalando en agradecimiento una estatua de su más célebre criatura y creación. (“La estatua de Peter Pan no se colocó en su sitio sino hasta la noche del 30 de abril de 1912 en que estuvo terminada. Barrie quería que, a la mañana siguiente, los niños pensaran que la estatua había aparecido allí como por arte de magia”, explica Ed Glinert en A Literary Guide to London.) La fascinación de Barrie por los hermanitos Llewelyn Davies es mutua: Barrie comienza a contarles historias maravillosas y ellos no dejan de pedirle más aventuras de ese “niño perdido capaz de comprender el idioma de las aves y de las hadas”. Barrie se hace amigo de sus padres, quienes primero se preocupan por la obsesiva relación, pero enseguida sucumben al encanto de Barrie, quien –treinta y siete años, metro y medio de estatura– se convierte en el compañero de juegos ideal para sus hijos, a la vez que los utiliza como inspiración colectiva para el vampírico Peter Pan: “Yo creé a Peter Pan frotándolos, todos juntos, al mismo tiempo. Mis queridos muchachos; yo los froté unos a otros del mismo modo en que un salvaje les arranca el fuego a dos trozos de madera. Peter Pan no es otra cosa que el producto de esa chispa que les robé a ustedes”. Una película que se estrenará hacia fin de año -Neverland, dirigida por Marc Forest y con Johnny Depp en el rol de Barrie– narra este fuego, este amor.

CUATRO
Peter Pan –la obra de teatro– se estrenó el 27 de diciembre de 1904 en el Duke of York’s Theatre, convirtiéndose de inmediato en un éxito monumental, un fenómeno de masas, una de las primeras muestras de histeria colectiva en el mundo del espectáculo, una aceitada máquina de merchandising, una instantánea tradición navideña y –todo parece indicarlo– una maldición casi faraónica para sus seres más queridos y cercanos.
Entre 1907 y 1910, los padres de los hermanitos Llewelyn Davies -quienes ahora son cinco: George, Jack, Michael, Nicholas y Peter– mueren tan jóvenes y tan apuestos; y Barrie, más feliz que apesadumbrado, “hereda” a los huérfanos luego de, aseguran las versiones, haber modificado el testamento de la madre. Su relación con todos y cada uno de ellos, al igual que su matrimonio aparentemente “blanco” con la actriz Mary Ansell, quien acabaría pidiendo el divorcio cansada de ser más madre que esposa, han sido retratadas –según las intenciones de la biografía y el enfoque del biógrafo– con rasgos que van de lo angelical a lo patológico. La muerte de George Llewelyn Davies en las trincheras de la Primera Guerra Mundial marca el comienzo del fin del sueño de Barrie. Las trágicas desapariciones de su productor Charles Frohman (en el hundimiento del Lusitania) y de su amigo el capitán Robert Falcon Scott (en la Antártida) continúan el tono trágico de la obra de su vida. Y en 1921, Michael Llewelyn Davies –su favorito, “el más Peter Pan de todos”– se ahoga en un estanque junto a uno de sus compañeros de Oxford. Se archiva el expediente como “muerte accidental”, se sospecha un “pacto suicida homosexual” pero, en cualquier caso, Barrie se derrumba y ya nunca vuelve a ser el mismo. A partir de entonces, las fotos lo muestran siempre triste, los ojos rodeados por arrugas que parecen recién hechas con un maquillaje imposible de quitar: un retrato viviente de Dorian Gray, ese otro icono de la simbología victoriana de lo mortalmente inmortal. En 1922, Barrie dona todos los derechos de autor de Peter Pan al Hospital de Niños de Great Ormond Strett, quienes se beneficiarán de las incesantes puestas en escena y adaptaciones cinematográficas (y qué lastima que jamás se haya concretado aquella con Audrey Hepburn como Peter y Peter Sellers como Hook dirigida por George Cukor). Barrie se encierra a escribir en su mansión –por lo general historias de fantasmas– para salir, cada vez menos, a jugar con la pequeña princesa Margaret. Barrie murió en Londres en 1937, a los setenta y siete años, sin haber dejado de ser un niño, pero sin haberse comido el postre de una vejez feliz.
En 1960, su hijastro Peter Llewelyn Davies –respetado editor que no soportaba que le preguntaran una y otra vez qué se sentía haber inspirado a uno de los héroes más populares de la historia de la literatura– se arrojó bajo las ruedas del metro desde el andén de la estación de Sloane Square. Sus allegados aseguran que se encontraba agobiado por una depresión ocasionada por el reordenamiento de papeles y fotos familiares en un volumen al que no vaciló en titular, con cierta ironía, The Family Mausoleum o The Morgue. “Peter Pan se suicida”, tituló un periódico. A la hora de los obituarios, amigos y colegas recordaron que Peter Llewelyn Davies solía referirse a Peter Pan –una y otra vez, con una sonrisa entre amarga y resignada, una sonrisa tan británica– como a “esa espantosa obra maestra”.

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