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Domingo, 15 de febrero de 2004

CINE

Juvenilia

Después de su paso por Hollywood (Good Will Hunting y Finding Forrester), Gus Van Sant volvió al cine independiente: primero con Gerry, una película minimalista filmada en las salinas del norte argentino, y ahora con Elephant, un trabajo inspirado en la masacre de la escuela secundaria de Columbine pero
ubicado en los antípodas del documental de Michael Moore. Como prueba incontestable de la relevancia que ha vuelto a tener Van Sant, la polémica sobre su trabajo es de una virulencia y radicalidad que hacía tiempo el cine no despertaba. Radar vio la película que tiene fecha de estreno hacia mitad de año (y una probable royección en el festival de Buenos Aires) y expone el caso.

 Por Mariana Enriquez

El año pasado, Gus Van Sant ganó la Palma de Oro (mejor película y mejor director) en el festival de Cannes con Elephant, su película inspirada en la masacre de la escuela secundaria Columbine, el hecho de violencia más traumático para la sociedad norteamericana antes del atentado a las Torres Gemelas. Dylan Klebold y Ed Harris asesinaron a trece de sus compañeros, cargados de armas largas e incluso bombas; toda la nación entró en debate permanente. Michael Moore tomó el hecho como disparador de su documental Bowling for Columbine que demuestra la obsesión armamentista norteamericana; la película, valiente, honesta y efectiva, seguía siendo reduccionista en su insistente búsqueda de respuestas. De todos modos, Bowling for Columbine fue la más lúcida instancia de debate, cuando todo el país acusaba a los padres, los propios chicos y hasta a Marilyn Manson. Van Sant, en cambio, eligió un punto de vista radicalmente distinto. No hay nada en su película que se acerque a una solución o una explicación. Hiperrealista, implacable y en absoluto convencional desde el punto de vista narrativo, Elephant es una gran pregunta que nunca quiere ser contestada, que no explica, no pontifica, sólo expone y reclama interpretaciones del espectador. Diane Keaton, la productora, dijo: “Lo que me interesó de la película de Gus fue que no trataba de decir ‘ocurrió por esto’, ‘ésta es la causa’. Fuerza a sentarse y mirar cómo se desarrolla todo, y cada uno es responsable de lo que piensa”.
Elephant casi no tiene diálogo, ni guión. Van Sant vuelve a sus obsesivos planos del cielo y a su estética de falso documental casero. Sus actores no son profesionales –fueron reclutados entre adolescentes de las secundarias de Portland, Oregon– e improvisaron cada escena. La cámara sigue a los estudiantes en largos plano-secuencia por una escuela casi desierta, en un clima similar al del hotel de El resplandor de Stanley Kubrick, y captura una sensación de ausencia, soledad y vacío. Van Sant decidió usar el plano-secuencia como argumento contra la edición vertiginosa; su trabajo está directamente influenciado por el director húngaro Bella Tarr y otros cineastas de Europa del este, así como Kubrick estaba influenciado por Tarkovski. Los personajes se presentan apenas; John se preocupa por su padre borracho, Acadia va a una reunión para debatir la cuestión gay, Jordan camina de la mano con su chica popular (ella puede estar embarazada), Elias toma fotografías, Michelle odia su cuerpo y usa pantalones largos en la clase de gimnasia, Eric practica a Beethoven con dulzura en el piano mientras lo visita su amigo Alex, que juega a matar gente en un videogame y compra armas por Internet. Son sus últimos minutos de vida, y la tragedia que llegará inexorable no se anticipa jamás mediante efectos de algún tipo: no hay crescendo, no hay banda sonora –apenas el Claro de Luna de Beethoven–, ni siquiera los disparos cuentan con los efectos de sonido habituales. Es una película yerta que, desde distintos puntos de vista, llega al mismo punto final: la muerte.
Elephant está inspirada en la película del mismo nombre de Alan Clarke estrenada en 1988, sobre francotiradores de Irlanda del Norte, realizada para la BBC. Clarke llamó a su film así por el dicho de “un elefante en el living”; algo que no podemos evitar ver e incomoda, pero de lo que no se habla y se oculta, aunque sea imposible. La misma idea se puede aplicar a la película de Van Sant, pero lo que el director tuvo en mente fue la parábola de los ocho hombres ciegos que tocan distintas partes de un elefante: “Uno piensa que es una cuerda porque toca la cola, otro piensa que es un árbol porque toca una de las patas, otro cree que es una pared porque toca su costado, pero nadie puede ver la totalidad. No pueden llegar a la respuesta, porque la respuesta no existe”.

La polémica
La seria y fría película de Van Sant provocó un verdadero cisma en la crítica. Elephant es una intervención: al debate y la desesperación por encontrar respuestas racionales al apocalipsis adolescente, le opone todo lo contrario, la ausencia de sentido. Todd McCarthy de Variety escribió: “Elephant es hueca en el mejor de los casos, e irresponsable en el peor”. Van Sant le contestó: “Ése es el punto: lo que sucedió no tuvo sentido. El cine moderno sermonea. Uno no puede pensar, sólo recibe información. Este film no es un sermón”. Otros críticos, como Charles Taylor de Salon.com, vieron el film como ejercicio, una instalación: “Su mirada es antropológica y avant garde. Filma interiores etéreos y atrapa algo de la textura de la vida en una escuela secundaria –la sensación de tiempo suspendido, el aburrimiento– pero nunca va debajo de la superficie. Comparado con el documental cinema-verité High School de Frederick Wiseman (1968), que fue uno de los modelos de Van Sant, Elephant no ofrece nada acerca de las interacciones de la secundaria, o de los sentimientos de estudiantes que tratan de encontrarse a sí mismos en oposición con las mezquinas autoridades. Este es el tipo de película que será alabada por corregir la mirada de Holly-wood sobre la secundaria. Pero nada aquí parece tan verdadero como los mejores momentos de Fast Times at Ridgemont High o Carrie o incluso Buffy la Cazavampiros. Los actores no profesionales no actúan, porque Van Sant no está interesado en explorar a los adolescentes, sino en fetichizarlos. Tienen el mismo propósito que los muebles de la escuela: son detalles estáticos en las tomas. Y por momentos cae en el prejuicio. Si un cineasta heterosexual hubiera mostrado, como él lo hace, a los asesinos besándose en la ducha antes de cometer los crímenes, hubiera sido acusado de usar la vieja idea homofóbica de que los gays son potenciales asesinos. Está claro que el único motivo por el que existe esa escena es que Van Sant no pudo resistirse a la idea de poner a dos jóvenes besándose, idea enfatizada por cómo está filmada, con un punto de vista de espía”.
Muchos otros comprendieron y celebraron al film. Peter Bradshaw escribió en The Guardian: “Es deprimente que esta película sea despreciada por ser demasiado ‘artística’. Después de Columbine, Estados Unidos entró en estado de shock. Y Elephant explora clínicamente ese shock. Antes del 11 de septiembre, Columbine y el atentado en Oklahoma City fueron los asuntos más importantes en la vida norteamericana, y fueron problemas complejos e irresolubles porque no fueron actos de terroristas o perpetrados por extranjeros, sino por norteamericanos. Lo que los asesinatos de Columbine significan para la seguridad nacional continúa siendo una pregunta inquietante para un país enamorado de las armas. Elephant es una respuesta pertinente, así como uno de los mejores y más terribles films del año”. Roger Ebert, en el Chicago Sun Times, dijo: “No ofrece explicaciones para la tragedia, ni penetra en la mente de los asesinos, no elabora teorías sobre los adolescentes o la sociedad o las armas o el comportamiento psicopático. Simplemente observa el día mientras se desarrolla, y ése es un acto radical y valiente; se niega a aportar razones y asignar soluciones o curas, para que podamos cerrar el tema y salir adelante. Van Sant ha hecho un film en contra de la violencia quitándole a la violencia de su película energía, propósito, glamour, consecuencias y contexto social. Sólo sucede. Cuando lo entrevisté en Cannes, Van Sant me dijo que quería que la gente hiciera sus propias observaciones y sacara sus propias conclusiones. ‘No sé por qué esos chicos actuaron así. ¿Quién puede saberlo?’, me dijo. Es lo suficientemente honesto como para admitir que no tiene respuestas. Por supuesto, una película sobre una tragedia que no explica la tragedia, que no ofrece razones personales o sociales ni soluciones, va contra la ley de la industria del entretenimiento norteamericana. En lo que se refiere a la tragedia, Hollywood es el negocio de la catarsis”.
Gus Van Sant, mientras tanto, calla y se acomoda en su recobrado trono de cineasta arriesgado, que logró la proeza de salir del mainstream no sólo impoluto, sino aún más radicalizado. Para muchos, Elephant es el regreso del hijo pródigo, anticipado por Gerry (un excelente film minimalista, aún más extremo que Elephant, con Matt Damon y Casey Affleck,rodado en las salinas del norte argentino); el director más peculiar de EE.UU. es otra vez relevante. Drugstore Cowboy y Mi mundo privado parecen películas convencionales comparadas con estos últimos trabajos. Van Sant se ha vuelto loco, y son buenas noticias.

El recluso
Gus Van Sant acaba de cumplir 51 años y vive en Portland, la meca indie del mundo, donde llueve 150 días al año, ciudad de artistas, estudiantes y vagabundos, hogar de la librería de ediciones independientes más grande de EE.UU., y el distrito con mayor porcentaje de cineclubs. Su casa tiene varios sistemas de seguridad que la convierten en una fortaleza inexpugnable, y vive como un recluso. Hijo de una familia de clase media alta, Van Sant llegó a Los Angeles en los ‘80 y se fascinó con los taxi-boys de Sunset Boulevard, su primera obsesión, que quedaría plasmada en los films Mala noche (1985) y, sobre todo, Mi mundo privado (1991). Hizo su primera película después de los 30, casi al mismo tiempo en que se asumió como gay. Durante su etapa de cineasta independiente, clásico producto de las escuelas de arte norteamericanas, tuvo la rara habilidad de aplicar la sensibilidad indie en películas extrañas pero accesibles, que nunca fueron éxitos de taquilla pero convocaban a futuras grandes estrellas, entonces iconos juveniles. Los jóvenes son la obsesión de Van Sant, y es el director que les dio credibilidad a los famosos de hoy: Damon y Affleck en Good Will Hunting (1997), Matt Dillon en Drugstore Cowboy (1989), Nicole Kidman y Joaquin Phoenix en Todo por un sueño (1995), Uma Thurman en Even Cowgirls Get The Blues (1993) y, el dúo más famoso, River Phoenix y Keanu Reeves en Mi mundo privado. La muerte de Phoenix conmocionó a Van Sant, que se vio atrapado en una red de acusaciones: era señalado como el hombre responsable de la introducción del joven actor a las drogas duras. Van Sant no se ocultó, sin embargo, y habló cándidamente de Phoenix; a mediados de los ‘90 publicó una novela, Pink, sobre un director obsesionado con un joven estrella de infomerciales que muere súbitamente. Está dedicada y basada en Phoenix, que de no haber encontrado una muerte trágica seguramente se hubiera convertido en su actor fetiche. “Hasta hace poco, viví cerca de la familia Phoenix en Nueva York”, confiesa. “No estaba enamorado de él, sólo éramos amigos y colaboradores. Pero me costó mucho superar su muerte.” Hace poco, Van Sant tuvo que llorar a otro de sus mejores amigos, el cantautor Elliot Smith, que se suicidó clavándose un cuchillo en el corazón. “Supongo que me atrae la gente autodestructiva. Yo no tengo un pelo de salvaje; por eso me gustan los que lo son.”
La muerte de Phoenix arrastró a Van Sant hacia Hollywood; trataba de evitar los ambientes indies que conocía tan bien y le recordaban a su amigo. Y también planeó su incursión en el cine mainstream como parte de su proyecto artístico. “Creo que para cambiar algo hay que conocerlo, y además saber cómo hacerlo. Uno tiene que manejar los elementos que desea cambiar. Holly-
wood fue parte de mi educación. Good Will Hunting y Finding Forrester fueron mis intentos de hacer películas sentimentales y populares; son comerciales, pero para mi proyecto personal fueron experimentales. Además, no hice Good Will Hunting por dinero. En aquel momento, ni Matt Damon ni Ben Affleck eran grandes estrellas. Era un film de estudio chico e íntimo, como La laguna dorada o Gente como uno; nunca había encarado algo así, y fue un desafío. Y aunque ambas películas son muy distintas en estilo a mis films anteriores, tratan de lo mismo: jóvenes tratando de encontrar su identidad.”
Entre Good Will Hunting y Finding Forrester (2000), Van Sant realizó su film más controvertido: la remake de Psicosis de Alfred Hitchcock (1998) copiada plano a plano, exactamente igual, sólo que en colores. Para el casting, recurrió a varios de sus amigos excéntricos, como Vince Vaughn, Anne Heche y Viggo Mortensen –que todavía no podía soñar con que se convertiría en el rey de Gondor–. No fue un éxito comercial ni crítico, pero Van Sant no está arrepentido: “Una de las cosas con las que trabajamos en la escuela de arte fue la apropiación, o encontrar un objeto fundacional que nos obsesionara, al que copiábamos, pintábamos y rediseñábamos. Psicosis fue una versión de ese ejercicio. Lo vi como una intervención, pero para que funcionara tendría que haber sido un éxito. Y no lo fue”.
Después de Elephant, Van Sant no tiene muy claro hacia dónde ir. Como el único cineasta capaz de entretener con películas experimentales, no quiere retroceder hacia el minimalismo de Gerry, pero tampoco quiere volver a visitar la adolescencia, el terreno que mejor conoce. Está seguro, eso sí, de que su camino personal es el despojo. Duda que vuelva a trabajar en Hollywood –tiene el suficiente dinero como para prescindir de la industria– y quiere dejar de lado la idea de equipo. Mala noche, su primera película, contó con sólo tres técnicos. No trabajó con muchos más en Elephant. “Cuando hay mucha gente en el set, todo se arruina. Me gustaría trabajar solo, encargarme de la iluminación, la dirección de arte, lo que sea.” Su extraña y atrevida carrera siempre fue impredecible, y es imposible especular sobre su futuro. La única certeza es que Van Sant seguirá irritando y sorprendiendo. La obra de Van Sant reconcilia el cine de entretenimiento con el “cine-arte”, y demuestra que es tiempo de dejar atrás esa dicotomía.

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