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Domingo, 7 de marzo de 2004

LOS 12 GRANDES EQUíVOCOS DE LA MúSICA. CAPíTULO 1

Carlo Gesualdo, un hombre de su tiempo

Noble, asesino y loco, su música es la más extraña de la historia. Al menos eso pensó el siglo XX de las canciones de amor que escribió en el 1600 para las cortes italianas más sofisticadas de fines del Renacimiento. Pero las disonancias y la oscura expresividad de Carlo Gesualdo se explican menos por su locura que por una moda que no tardaría en pasar.

 Por Diego Fischerman

La última de las quince velas ya ha sido apagada. “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo”, suena, a oscuras, desde el coro. Es el Oficio de Tinieblas, en Sábado santo, y quien ha escrito la música ha hecho de las tinieblas su oficio. Pero don Carlo Gesualdo –Príncipe de Venosa y Conde de Conza, sobrino de los cardenales San Carlo, Alfonso (Arzobispo de Nápoles) y Federico Borromeo, nieto del Papa Pío IV y marido y asesino de su prima, Maria D’Avalos, entronizado en el siglo XX por Stravinsky y personaje central de una ópera del posmodernista ruso Alfred Schnittke– permanece en penumbras.
Sus biografías abundan en títulos como “músico y asesino”, “príncipe del sufrimiento” o “asesino a cinco voces”. Su música –o por lo menos los tres últimos de sus seis libros de madrigales y sus finales Responsoria et alia ad Officium Hebdomadae Sancta spectantia, publicados por su impresor particular en 1611– quedó olvidada durante tres siglos y resurgió, impregnada de un aura premonitoria, cuando la leyeron las vanguardias del siglo XX. Para la mirada del presente, las alteraciones cromáticas, las disonancias y los extremos contrastes expresivos de Gesualdo suenan a visionarios. Tal vez por eso creció la leyenda.
Quizás ésa haya sido la causa de que los dolores y culpas del príncipe, sus supuestos sadomasoquismo y homosexualidad y, obviamente, el crimen de su primera esposa, hayan desempeñado un papel causal. Había que encontrar la razón de una música tan extraña, y las extrañezas de su vida privada venían como anillo al dedo. En su época, no obstante, la recepción del arte de Gesualdo era otra. El hecho de que se lo considerara un autor extraordinariamente sofisticado, experto en el contrapunto y de gran refinamiento, pero jamás un delirante ni, mucho menos, un músico incomprensible, hacen, en cambio, al verdadero enigma.
Importa poco si el príncipe mató con sus propias manos a Maria D’Avalos y su amante Fabrizio Carafa, Duque de Andria, o si dio la orden a sus sirvientes; si hubo heridas de arma de fuego, como parece indicar el texto del informe procesal de la Gran Corte Vicaria de Nápoles, o si se trató de un apuñalamiento múltiple; si Don Carlo Gesualdo necesitaba, en efecto, que sus sirvientes (y algunos dicen que su segunda esposa, Eleonora d’Este) lo azotaran para que pudiera defecar.
El misterio mayor tiene que ver con la naturalidad con que los círculos intelectuales de la Italia del 1600 escuchaban esta música que para los oídos actuales suena, todavía, sorprendente. “Dolorosa alegría” y “suave dolor” son algunas de las oposiciones y oximorones que le servían de pretexto para explorar los contrastes. Es cierto que otros madrigalistas –Giaches De Wert, Luzzasco Luzzaschi o Filippo De Monte– habían experimentado ya con el uso de opuestos musicales asociado a opuestos narrativos. Tampoco era nueva la utilización intensiva de cromatismos. La particularidad del estilo de Gesualdo tenía que ver, más bien, con la profusión con que usaba esos recursos. Alguna época caracterizó sus madrigales como manieristas; el mote de extremistas les cabría mucho mejor. Aunque ni el regodeo con las imágenes tenebrosas de su poesía ni lo disonante de su música fueron su patrimonio exclusivo, don Carlo Gesualdo llevó ambas tortuosidades al extremo de lo posible.
No se trataba del endemoniado culpable, torturado por sus padecimientos y víctima de una compulsión que lo empujaba a las creaciones más enfermizas (que es, más o menos, el personaje que las visiones contemporáneas construyeron con él), sino de un compositor altamente profesional, perfectamente capaz de escribir a la moda. Pocos años después, el compositor Luigi Rossi decía, hablando de sus madrigales, que “están llenos del artificio necesario para gustar a los públicos más nobles”. En un momento en que las pequeñas cortes de los nobles italianos competían entre sí en cuestiones de riqueza, pero también en uno de sus signos más evidentes, la actividad artística (cuyo capital eran los compositores, cantantes, pintores, escultores e instrumentistas a su servicio), la originalidad estaba lejos de ser un dato irrelevante. Los autores (y no sólo Gesualdo) buscaban diferenciarse entre sí y satisfacer el gusto culto de la época por medio de extrañezas musicales, efectos dramáticos y textos en los que Eros y Tánatos se daban la mano.
Gesualdo no hace uso de las disonancias de modo más ilegítimo que otros autores de su época. Lo que sucede es que las utiliza todo el tiempo. Y es que no parecía haber muchos otros caminos frente a textos de amor en los que las palabras más frecuentes son “grito” y “muerte”, y en los que se llega a límites de genialidad y belleza conceptista –a la manera de su contemporáneo madrileño Francisco de Quevedo– como los de “S’io non miro non moro”, del Quinto Libro de Madrigales: “S’io no miro non moro, / Non mirando non vivo; / Pur morto io son, nè son di vita privo, / O miracol d’amore, ahí, strana sorte, / Che’l viver non fia vita, e’l morir morte” (Si no miro no muero, / no mirando, no vivo; / por lo tanto muerto estoy, pero no de vida privado. / Oh milagro de amor, ah, extraña suerte, / que el vivir no da la vida y el morir no da la muerte).
Tres años y cuatro meses después del asesinato de su primera mujer, acompañado por Ferdinando Sanseverino, Conde de Saponara, por el Conde Cesare Caracciolo y el músico Scipione Stella, Gesualdo partió a Ferrara para contraer matrimonio con Eleonora d’Este, sobrina del Duque Alfonso II, el 21 de febrero de 1594. Las festividades, descriptas en La máscara de Bottrigari, incluyeron la representación de I fidi amanti, una favola boscareccia compuesta especialmente para la ocasión por Ercole Pasquini. También escribieron versos para los festejos los poetas locales, y Vincenzo Rondinelli dedicó al príncipe su tratado de acústica De soni, e voci.
Don Carlo y Eleonora no se conocían. Para el tío de la prometida, la boda significaba una posible intercesión del influyente cardenal Alfonso Borromeo en un litigio por tierras que la casa d’Este mantenía con la Iglesia. Para Gesualdo implicaba acceder a la corte más refinada de Italia en materia musical. Allí, el propio duque supervisaba un grupo de cantantes virtuosos –entre los que estaban las famosas damas para quienes se componía la musica reservata o segreta, Tarquinia Molza, Anna Guarini, Livia d’Arco y Laura Peverara– y revistaban compositores como Luzzasco Luzzaschi. Fue allí donde Gesualdo empezó a hacerse conocer como músico.
Entre marzo de 1595 y el mismo mes del año siguiente, el compositor publicó sus Libros III y IV. Después estableció su capilla musical y una imprenta en su propio castillo. En sus últimos días, el príncipe Don Carlo se retiró a su habitación, “vecina a la cámara del cembalo”, sin hablar con nadie. Nunca volvió a salir. El 18 de septiembre de 1613 murió, según dicen, en el medio de espantosos dolores intestinales. Lo enterraron en Nápoles, en la Iglesia de Gesù Novo, al pie de la lujosa Capilla de San Ignacio. Lo sobrevivió su propio mito, que luego alimentaron la ópera que Schnittke estrenó en Viena en 1995, un documental dirigido por Werner Herzog y la peregrinación al castillo de Gesualdo de Igor Stravinsky. “Los músicos debemos salvar a Gesualdo de los musicólogos, pero los segundos lo han hecho mejor hasta ahora. Todavía hoy es poco respetable para las academias, todavía demasiado excéntrico y cromático, todavía difícil de cantar”, escribió Stravinsky. Todavía faltaba sacarlo de las tinieblas.

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