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Domingo, 21 de marzo de 2004

Con los brazos abiertos

Quiénes son los científicos y voluntarios que se entregan a recrear la crucifixión con
clavos y todo.

 Por Rodrigo Fresán

El libro se titula Stiff: The Curious Lives of Human Cadavers –lo que podría traducirse como Fiambre: Las curiosas vidas de los cadáveres humanos–, fue editado en el 2003, está firmado por la periodista norteamericana Mary Roach y es otro de esos interesantes y logrados ejercicios del nuevo ensayismo. Uno de esos libros donde lo particular y privado –el libro empieza con Roach contemplando el cuerpo muerto de su madre y termina con los trámites de donación de la propia osamenta de Roach, divertida ante la idea de que, en unos años, un estudiante de medicina al verla en la mesa de autopsias exclame: “¡Hey, me tocó la tipa que escribió el libro aquel sobre los fiambres!”– sirve de punto de partida a amplias y rigurosas investigaciones que nos involucran a todos. Sobre todo en este caso, porque de algo podemos estar seguros: nuestro futuro nos reserva ese cadáver que no es otro que el cuerpo que, por ahora, nos lleva de aquí para allá. Así, el libro de Roach disecciona las vidas y obras de los ladrones de tumbas y de los enterrados vivos y de los cultores de la gourmandise post-mortem y canibalesca, las diversas velocidades de la putrefacción, lo que ocurre con los cuerpos a la hora del choque de automóviles o el accidente aéreo o las bombas o las balas, y las últimas modas en lo que a ritos funerarios se refiere. Y digámoslo: es un libro mortalmente divertido.
Pero tal vez el capítulo más interesante –y el que mejor le viene ahora a este suplemento– es el titulado “Santo Cadáver: Los Experimentos de la Crucifixión”. Aquí, en diez páginas, Roach clava la crónica de aquellos obsesionados con averiguar –con pasión obsesiva digna de la serie forense CSI– qué ocurre durante la tortura de la cruz y cómo fue que murió Cristo y que, en su afán investigador, acaban pareciéndose un poco a ese divino asesino serial en aquella mala copia de Seven que supo protagonizar el siempre barato Christopher Lambert. Y a no olvidar nunca aquellas inmortales palabras del inmortal stand-up comedian Lenny Bruce: “Si ustedes creen que existe un Dios, un Dios que hizo nuestros cuerpos, y al mismo tiempo condenan a los que utilizan ese cuerpo para actividades que consideran por mucho como pecaminosas, entonces la culpa no es nuestra sino del fabricante”. Está claro que Bruce se refería a otro tipo de actividades de las que retrata Roach en su libro.
Roach cuenta que en el año 1931, un tal Padre Armailhac se presentó en París durante lo que se conoce como Conferencia Laennec –reunión anual de los más prestigiosos anatomistas– y abrió un maletín y comenzó a repartir fotos del célebre Sudario de Turín y les pidió que, por favor, lo ayudaran a legitimar la autenticidad de la reliquia que, ya por entonces, comenzaba a ser puesta en duda. El Dr. Pierre Barbet –al que Roach define como “célebre pero no demasiado humilde”– se llevó a Armailhac a su despacho y así comenzó una manía que acabaría cristalizándose en un libro publicado en 1953 con el título de Un doctor en el calvario: La pasión de nuestro Señor Jesucristo descripta por un cirujano. Cuenta Roach que el libro es de lo más bizarro y que, en realidad, lo que narra es el modo en que Barbet se va obsesionando con el sacro lienzo a la vez que va cayendo en la más celestial de las perturbaciones religiosas. Para decirlo sin demasiadas vueltas: Barbet comienza a clavar clavos en manos y pies de los cadáveres no reclamados de clochards parisinos para, enseguida, construir una cruz en los sótanos del instituto forense y así escenificar pasiones.
Y se sabe que están los que certifican que las manchas en el sudario son sangre (como lo asegura el sudarista Alan Adler) y los que (como Joe Nickell, autor de Pesquisa sobre el Sudario de Turín y una de las cabezas desmitificadoras del Comité para la Investigación Científica de las Cuestiones Paranormales) las descartan como una vulgar y poco inspirada mezcla de “óleo rojo con témpera naranja”. En cualquier caso, nada de esto podía importarle entonces a Barbet. Lo que sí le importaba a Barbet era determinar el porqué de esas dos manchas alargadas y que, según él, se debían a los esfuerzos de Jesús por enderezarse en la cruz para respirar mejor y postergar la inevitable muerte por asfixia. Barbet midió lasvariaciones de estas manchas para así calcular “con exactitud” las diferentes posiciones de Cristo durante su tormento. Una vez conseguido esto, se puso a crucificar cadáveres y, sí, hay fotos de ellos en su libro y aparecen encuadrados, siempre, de la cintura para arriba; por lo que, precisa Roach, es difícil saber si Barbet los clavaba con taparrabos evangélico o con pantalones bohemios.
La siguiente preocupación de Barbet tuvo que ver con la ubicación exacta de los clavos. Gran parte de la imaginería cristiana muestra al mesías con las palmas de sus manos atravesadas pero, Barbet lo supo enseguida, esta situación no hubiera demorado en mostrarse ineficaz porque es difícil que las manos perforadas aguanten todo el peso del cuerpo. Así que el siguiente paso fue perforar varios brazos “previamente amputados” a la altura de la muñeca. Barbet “gastó” varios brazos hasta encontrar lo que consideró el sitio exacto: algo conocido como “Sitio de Destot”, punto del tamaño de una arveja entre las dos filas de huesos de la muñeca. Barbet experimentó el éxtasis al comprobar que su punto coincidía al milímetro con la marca en el sudario para él cada vez más santo. ¡Aleluya!
Aquí y ahora, el más famoso sudarista es un tal Frederick Zugibe, forense en Rockland County, Nueva York. Zugibe –que no tiene gran respeto por la memoria de Barbet– no está para nada preocupado por probar la autenticidad del sudario. Lo suyo es una suerte de hobby al que se ha dedicado durante el pasado medio siglo y que comenzó cuando leyó el paper de un estudiante de biología sobre la “fisiología de la crucifixión” y, enseguida, aquel evangelio según Barbet. Así, hace cuarenta años que Zugibe construyó y alzó una cruz en el garaje de su casa; ahí está desde entonces (de vez en cuando la desmonta para reparaciones); y a lo largo de las décadas ha venido reclutando a un grupo de santos voluntarios de la local Tercera Orden de San Francisco para que se suban ahí y sienta lo que sintió el jefe. Roach le preguntó a Zugibe cuánto le paga a cada uno de ellos. Zugibe responde: “Absolutamente nada. Lo cierto es que ellos me pagarían a mí, si pudieran. Están siempre entusiasmadísimos por experimentar esa sensación”. Queda claro que Zugibe utiliza correas de cuero en lugar de clavos, aunque “de tanto en tanto” reciba pedidos de entusiastas más que dispuestos a llevar el asunto hasta sus últimas consecuencias.
Lo primero que descubrió Zugibe fue que, en su cruz, nadie parecía experimentar dificultad alguna a la hora de mantener el aliento y respirar; por lo que nadie hacía esfuerzo alguno por incorporarse, enderezarse, etcétera. Las manchas alargadas en el lienzo –teorizó– no eran entonces otra cosa que los rastros de sangre aguada al lavar el cadáver una vez desclavado de la cruz. Y otro golpe para Barbet: la marca en el sudario no coincidía con la ubicación del “Sitio de Destot”. Zugibe lo asegura: los clavos entraron por la palma de la mano pero, en ángulo descendente, salieron por entre los huesos de la muñeca.
Zugibe publicó sus artículos en varias revistas especializadas y, por supuesto, vienen con fotos. Roach señala que el aspecto más perturbador de todos es la expresión en los rostros de los especímenes utilizados: “Los voluntarios suelen tener el aire ausente de quien está esperando que llegue el colectivo”. Y agrega un párrafo donde se preocupa ante la idea de profesionales que deberían estar ocupados salvando a los vivos utilizando cadáveres o perdiendo el tiempo para predicar o condenar propaganda religiosa. Y Roach se pregunta si es lícito que alguien que ha donado su cuerpo para que la ciencia avance se vea indefenso e involucrado en estos ritos un tanto impertinentes porque –en el caso de un hipotético Cristo, en el caso de cualquier muerte violenta y verificable– lo que en realidad importa no es cómo murió sino por qué lo mataron. Y arriesgarnos a cambiar las reglas de este milenario juego que ahora perpetúa Mel Gibson con los peores modales posibles. Como bien dijo el escritor y humorista Jules Feiffer: “Cristo murió por nuestros pecados. Atrevámonos a volver inútil su martirio dejando de pecar”.
Hágase nuestra voluntad.

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