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Domingo, 21 de marzo de 2004

DANZA

Yendo de la cama al horno

Valeria Kovadloff repone un espectáculo de danza-teatro en el que se interroga en clave tragicómica sobre el lugar de la mujer: ¿la cocina o la oficina?

 Por Analía Melgar

Locas. Imbéciles. Obsesivas. Brujas. Histéricas. Éstos son algunos de los epítetos que el saber popular adjudica sin discriminar a la población de mujeres. ¿Y si la vulgata tuviera razón? Punto perdido presenta dos casos clínicos que lo confirman: asumen con orgullo los insultos y desmienten los enérgicos discursos feministas hasta dejarlos caer en el ridículo, reducidos a un mero palabrerío alejado de la cotidianeidad. La realidad pesadillesca de las protagonistas de la obra se circunscribe al ámbito de la cocina, a los metros que separan la cocina de la cama, y el recorrido de la habitación a las hornallas se ejecuta de riguroso delantal o en deshabillé.
Punto perdido es un espectáculo de la bailarina y coreógrafa argentina Valeria Kovadloff. Estrenado en 2003, se enmarca dentro de lo que se conoce como danza-teatro, un nombre lo suficientemente ambiguo como para albergar las expresiones más diversas de la danza contemporánea. En esta ocasión se trata, más bien, de “teatro danzado”: colocados en un tiempo y un espacio singulares, los personajes enfrentan un conflicto, dialogan y reflexionan, siempre con el cuerpo dispuesto a ponerse al servicio del drama. Entonces las palabras se enriquecen con movimientos alejados del naturalismo, exacerban el bocadillo y grafican la problemática. En Punto perdido, además, no hay música; no, al menos, en el sentido tradicional: lo que las intérpretes “bailan” es el ritmo que sostiene a sus breves parlamentos.
Un puñado de frases entrecortadas permite acceder a la historia: Bety (Natalia López) es invitada a una fiesta a la que debe llevar un plato dulce para compartir; Mabel (Gabriela Goldman), que podría ser su hermana o su amiga, descarga las fobias y obsesiones que le despierta la posibilidad de concurrir a la cita. En ese clima de angustia, los dos personajes se dedican a cocinar. Surgen, así, el grotesco y la risa. El grado de patetismo es tan alto –las alpargatas son sucias, las chinelas viejas y los talles amplios– que sólo las carcajadas del público puede conjurarlo. Y la comicidad arranca ya con los edulcorados versos de José Luis Perales que anticipan el romanticismo berreta de las dos protagonistas: “Te quiero, te quiero, /Y eres el centro de mi corazón, /Te quiero, te quiero, /Como la tierra al sol”.
Más tarde, cierto erotismo mal encauzado deriva en una salva de caricias sensuales aplicadas a un bollo de masa, cuadro de neurosis doméstica que se completa con los gemidos de Julio Iglesias. Y con una radio AM que susurra a las dos jóvenes: “Abrázame/como si fuera ahora la primera vez,/como si me quisieras hoy igual que ayer/Abrázame”. Un momento inolvidable. El éxtasis sobreviene con una lluvia de polvo de harina y grumos al grito lésbico de “¡Vení que te hago escalope, Mabel, vení!” Desopilante.
Escenografía, utilería y vestuario contribuyen a ambientar la depresión. El escenario del Camarín de las Musas queda reducido a una esquina de pocos metros cuadrados y ayuda a generar encierro, roces, encuentros. La escenografía recrea un living/cocina avejentado en el que se destacan un horno y una heladera de juguete, como si los personajes no pudieran egresar de sus juegos infantiles (hacer muñequitos de masa) para convertirse en mujeres sexualmente asumidas.

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