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Domingo, 4 de abril de 2004

PLáSTICA

Padre nuestro

Nacido en el Piamonte, Augusto C. Ferrari vivió más de la mitad de sus casi cien años en Buenos Aires. Fue pintor, fotógrafo, arquitecto, autor de panoramas y de unas rarísimas fotos con modelos para sus frescos en iglesias. Ahora, algunos notables de la plástica contemporánea –su hijo León, Luis Felipe Noé, entre otros– lo recuerdan en un magnífico libro-homenaje.

 Por Laura Isola

Publicado el año pasado en Buenos Aires por Licopodio, Augusto C. Ferrari (1871-1970). Cuadros, panoramas, iglesias y fotografías es varias cosas al mismo tiempo. La más obvia: un libro con una cuidada edición que incluye estudios notables sobre las distintas disciplinas que ejerció este hombre casi centenario. Abre el juego Luis Felipe Noé, que advierte que el rescate de Augusto Ferrari es un antídoto contra “la amnesia nacional”. Por su parte, Luis Príamo argumenta bien su hipótesis sobre la “fotografía de pintor” y el lugar que ocupó esta práctica dentro de la inmensa actividad de Ferrari. Se sabe por otras fuentes –la de Ferrari hijo, el reconocido artista plástico, por ejemplo– que el descubrimiento del fotógrafo fue retrospectivo. “Nunca mi padre tomó a la fotografía como un arte y muchas de sus fotos se perdieron”, declara León: el anecdotario familiar, al que se accede sin pedir permiso, revela que el abuelo Ferrari dejaba que sus nietos jugaran con los negativos hasta romperlos.
Siguiendo el índice, Roberto Amigo, en un artículo muy informativo, resuelve con justeza el ciclo pictórico de este artista piamontés, llegado a la Argentina en 1914, y Fernando Aliata, por último, dedica páginas brillantes a su tarea arquitectónica: los dos puntos sobresalientes de su estudio son la relación entre la llegada de Ferrari y el momento histórico por el que atravesaba entonces la Iglesia Católica, y la inteligente resolución, en términos de “influencia”, de los vínculos entre Europa y América. En este caso, Aliata rompe el corsé conceptual que sofoca la dialéctica centro-periferia y analiza de qué modo Ferrari utiliza su formación europea para pensar la arquitectura religiosa en Buenos Aires.
Pero la importancia del libro no se limita a este elenco de artículos, como lo prueban las reproducciones de los trabajos del artista. En ese sentido, dejar para el final el principio del volumen es una decisión no sólo pertinente sino también conmovedora. El prólogo, firmado por Susana y León Ferrari, anuncia que este hombre –su padre, entre otras muchas cosas– fue largamente ignorado por el mundo académico, y lo más interesante es que Augusto C. jamás se apoyó en esa indiferencia para acomplejarse o soñar revanchas. Al contrario: el asunto parecía no importarle mucho. Ferrari estaba más interesado en producir acontecimientos artísticos extraordinarios como las pinturas en San Miguel y el Divino Rostro, la gran iglesia de Capuchinos en Córdoba, los panoramas, las fotos de hombres y mujeres terrenales, anónimos, y de sus parientes, que usaba como modelos para futuras divinidades.
Esa despreocupación por la falta de reconocimiento tuvo su merecida reparación tal vez en la forma más pura y desinteresada: el amor, ese amor que sólo saben dar los buenos hijos. La forma para la que don Ferrari se preparó toda una vida.
Si “Giusseppe el zapatero” –el tango en el que Gardel, con ese tiqui, tiqui, tiqui, tac, cantaba la vida del inmigrante italiano que con cada golpe en la suela iba cincelando el sueño de m’hijo el dotor mezclado con el cansancio y la vida sacrificada– es una punta de la soga de las amarras de los barcos que llegaron a la Argentina a fines del siglo XIX, Augusto C. Ferrari, pintor, arquitecto, fotógrafo y padre de León Ferrari, está justo en el otro extremo. El problema no es de clase ni de títulos: zapatero vs. artista. Tampoco asume la indecorosa forma del enfrentamiento: ninguno de ellos se vio libre de sacrificios, ni de incomprensiones lingüísticas, ni de la proverbial desconfianza criolla, ni de la añoranza por la tierra. Lo que delimitan estos dos sujetos –uno ideal y tipificado, el otro genial y de carne y hueso– es la gama de los inmigrantes italianos que desembarcaron en el puerto de Buenos Aires: un abanico que va desde el campesino instalado en la gran ciudad latinoamericana hasta la importante corriente de artistas y arquitectos del norte de Italia que se arriman entre 1895 y 1914. Sin embargo, lahistoria que parecía unirlos termina separándolos, ubicándolos en estantes distintos de la cultura popular: para el primero hay un tango; el segundo, hoy, recién hoy, tiene un libro.

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