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Domingo, 11 de abril de 2004

PLáSTICA

El mandato de los sueños

Una muestra curada por Ana López reúne la obra póstuma de Feliciano Centurión, muerto de sida hace siete años. Radar evoca la figura de este artista paraguayo que pintaba y bordaba los soportes más íntimos y cotidianos –sábanas, frazadas, almohadones– con las imágenes que le dictaban los sueños.

 Por Marta Dillon

No puedo, aunque quise, escribir este texto sin recordar el amparo de sus manos de pájaro secándome las lágrimas, una tarde de marzo en la que el otoño todavía obligaba a abrigarse. Qué mejor entonces que el abrigo de sus palabras, las que él no podía decir entonces pero ya empezaba a bordar recordando el movimiento de las manos de su madre que hacía bailar las agujas en las siestas paraguayas, en ese lugar tórrido y lejano, la “conflictiva tierra natal” de Feliciano Centurión.
Imposible evitar que su ausencia campee en las pocas salas de esta pequeña galería del bajo. Imposible que su cuerpo entero de los últimos días no vuelva como un ave exótica y gigantesca, de huesos notorios pero livianos –como un cóndor famélico en la jaula de su departamento–, tomando sopas macrobióticas para conjurar un virus que ya había esquivado las artimañas con que lo había enfrentado. Es imposible para mí no recordar el desconcierto que me produjo aquella tarde en que me consolaba, cuando, rodeados de las frazadas que pintaba siguiendo el designio de sus sueños, me dijo que el sida podía ser una buena noticia. Imposible no recordar que Feliciano está muerto en este tiempo real, aunque la primera de las obras que apareció ante quienes bucearon en los embalajes amorosos que él mismo preparó para sus piezas fuera una tela gastada por el tiempo que proclamaba Estoy vivo, como si en el momento de bordarla él necesitara recordarlo, afirmarlo, grabarlo como una marca que, en definitiva, lo ha sobrevivido.
¿Y por qué evitarlo? ¿Y a quién le importa? ¿Es que no se puede descansar entre sus obras sin pensar que murió hace siete años y que murió de sida? De pie frente a esa obra que él nunca quiso mostrar, esa que deja reposar la cabeza de un cordero de sonrisa insinuada sobre un rojo, más que rojo charco de sangre, me deshago también de la respuesta. Ahí está, expuesta, la primera sensación después del diagnóstico que Feliciano ocultó, porque, como dice su amiga Ana López –curadora de esta muestra–, él no quería ser, no quería que lo vieran como a un alma herida. Aunque la herida estaba abierta y él tuvo que pintarla con la belleza de la que era capaz, aunque más no fuera para guardarla mezclada entre tantas otras piezas, fruto de su continua producción. Pero más allá de ese gesto de pudor, su obra cambió después de esa noticia, como cambiaron también su vida y su forma de mirar y hacer. Cambiaron las parejas de hombres que se entrelazaban sobre un fondo de selva, pintadas sobre sábanas por monstruos marinos que él volvía queribles después de haberlos arrebatado de sus sueños. Porque era en la inconsciencia donde nacían las imágenes.
Feliciano no explicaba por qué elegía rescatar a un animal en extinción de su Paraguay natal, el yaguareté, para pintarlo sobre una frazada. Tal vez no quisiera hacerlo. La imagen le había venido en sueños, y él era fiel a ese mandato que no dominaba más que cuando había logrado quitárselo de encima. Pero si antes del diagnóstico de vih positivo hacía honor a lo que se podría llamar livianamente la temática gay, después tuvo que apartar los ojos de su propio ombligo para bucear en mares más hondos pero también más firmes. Universos que estaban allí desde antes que los imaginara, y que seguirían estando cuando él se hubiera ido. Es paradójico, pero por entonces su obra, levemente dramática, era considerada superficial, casi decorativa. Hasta que irrumpió la palabra sobre esos soportes cotidianos que elegía para evitar que el resto del mundo siguiera mirando al costado.
Y sin embargo él, él, que decía que se podía vivir bien con vih, que era una oportunidad para la toma de conciencia, él prefería vivir con la ilusión de que podía ocultarlo. Aun cuando tuvo que cambiar el formato grandilocuente de sus frazadas por pequeñas almohaditas, necesarias para evitar que las aristas de sus huesos se rozaran, aun cuando sobre ellas había bordado las pocas palabras que lo sostenían y que se animaba a escribir, y no a pronunciar, cuando la vida misma se le escurría –descanso, añoranza–, Feliciano insistía en creer que era preferible que otros no supieran de su alma herida. Como había preferido evitar ver decerca la muerte de otros amigos, la de Liliana Maresca, por caso, de la que se resguardó encerrado en su taller, para después bordar sobre un viejo juego de servilletas, palabra a palabra, una frase de ella: El amor es el perfume de la flor.
Ese doble movimiento, se me ocurre, fue fatal para Feliciano, que murió cuando ninguno de los que nos habíamos juntado con frecuencia en otros funerales esperábamos ya volver a hacerlo: sobre el sida se contaban otras noticias, cosas que hablaban de cócteles de drogas que evitaban la muerte y a las que ya nos hemos acostumbrado tan bien que no merecen ni la sorpresa. Pero eso tampoco importa frente al hecho consumado de sus cenizas en una urna y sus obras rescatadas del embalaje del tiempo, que todo lo corrompe: obras expuestas para ser vendidas –”a precio de artista vivo”, se escuchó en su inauguración–, porque ésa es también una forma de preservarlas, de incluirlo en las colecciones en las que no tuvo tiempo de pedir espacio porque la enfermedad lo sorprendió trabajando, mirando para otro lado, pienso a veces, mirando tan adentro, digo otras, que los límites del cuerpo se hacían estrechos. Y la amenaza del final lo devolvía al principio, a los bordados en las manos de su madre, a los iconos infantiles, a lo fundamental.
Así sucedió con otros artistas que también murieron de sida en los ‘90. Lo describió alguna vez Jorge Gumier Maier, que este año prepara una retrospectiva de la obra de Feliciano Centurión en la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas. Por alguna razón, la producción de los artistas que murieron de sida, en tanto afectada por su relación con la enfermedad, tuvo que ver con celebrar ese tiempo que quedaba antes de una muerte que era indefectible. Y sus pequeñas cosas, sus recuerdos infantiles, el placer que se consumía como las últimas gotas de agua en el desierto.
Y a pesar de que resulta imposible evitar su ausencia, tangible como un escollo; a pesar de no poder evitar el recuerdo de sus manos como palomas acariciándome el mismo día en que yo supe que también tenía sida, de la impotencia que trae otra vez su negativa a tratarse con medicamentos y a pedir más ayuda que las papillas de su hermana; a pesar de su cuerpo envuelto en encajes como en una crisálida, rumbo al fuego que lo convertiría en cenizas; a pesar de todo eso, sus obras son bellas en sí mismas. Sencillas hasta la exasperación, tan nítidas que podrían confundirse con lo que navega en la superficie. Pero siguen abrigando. Como si esas frazadas que en su momento fueron tan novedosas como soporte de pintura nunca hubieran perdido, al menos para quienes saben mirarlas, su destino original de amparar del frío.

Feliciano Centurión. En la galería Alberto Sendrós, Tres Sargentos 359. Hasta el 9 de mayo.

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