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Domingo, 2 de mayo de 2004

PLáSTICA

Altas calorías

En Relativo a la alimentación, la muestra colectiva que inaugura el espacio Eterna Argentina, trece artistas nacionales revitalizan el género de la naturaleza muerta y exploran las mitologías culturales que irradian el pan, la carne, el cerdo, los ravioles, los tomates y las uvas nuestras de cada día.

 Por María Gainza

“Uno es lo que come”, suelen repetir los norteamericanos apurando un triple Big Mac con papas fritas. Saben de lo que hablan. Después de todo, el país que inventó el culto de la comida chatarra y se dedicó a inocularle al mundo sus células clandestinas –porque si uno es lo que come, mejor que todos comamos lo mismo– miró para atrás y entendió que una hamburguesa no es simplemente una hamburguesa, y que la comida ha estado desde siempre cargada de ideas y memoria. Desde las mesas de ofrenda egipcias a las latas de sopa Campbell de Warhol, los artistas se las ingeniaron para dar forma a sus inquietudes a través de la representación de los alimentos, y así convirtieron un género históricamente menor –la naturaleza muerta– en una herramienta de exploración social.
Relativo a la alimentación es un título no demasiado feliz para una muestra que sí lo es. Aquí, como en la última cena, los invitados son trece: Alberto Passolini, Sebastián Bonnet, Gabriel Baggio, Eugenia Calvo, Karina El Azem, Carolina Grinblatt, Vicente Grondona, Esther Iglesias, Enrique Llambías y Margarita Paksa. Todos ellos acudieron a la cita con algo más que una botella de vino bajo el brazo.

I
Curadas por Patricia Rizzo, estas imágenes de alimentos, carnes, pastas, helados, pan, cerdo y tomates proponen una relectura de la naturaleza muerta, género al que tanto trabajo le costó hacerse un lugar en la historia del arte. Considerada durante mucho tiempo un tema secundario para la pintura, la naturaleza muerta (o bodegón, como la llaman los españoles), que incluye la representación de objetos inanimados como frutas, caracoles o flores, no se sostuvo por sí sola hasta bien entrado el siglo XVII. Pero si miramos bien veremos que siempre estuvo ahí, haciendo de relleno en las composiciones, a la sombra de dioses mitológicos y figuras bíblicas. No hubo tumba de egipcio importante que no ostentara una mesa de ofrendas con cervecita y pan pintados en la pared. En Grecia, a su vez, Plinio escribió sobre lo que podría entenderse como una temprana competencia de naturalezas muertas. En su Historia Natural contó que, como parte de una decoración, Zeuxis eligió pintar unas uvas tan reales que los pájaros se acercaron a picotearlas; su contrincante Parrhasios, entonces, pintó una mesa con algunos objetos y una cortina que la cubría. Pero el trompe l’oeil le salió tan bien que Zeuxis cayó en la trampa, trató de descorrerla y perdió la competencia.
Abriéndose paso a codazos por la historia, fue recién con el auge económico de Holanda en el siglo XVII –con la riqueza en manos de una burguesía liberada del catolicismo, que hacía de la compra de cuadros la forma predilecta de invertir los excedentes monetarios– cuando las naturalezas muertas –paradójicamente– florecieron. Van Dyck se especializó en el queso, Heda en la plata, Van Huysum en las flores y Coorte en las conchas y espárragos.
Se ve que, de tanto insistir, un buen día recibieron la atención que merecían y hacia el siglo XIX se convirtieron en el más refinado instrumento de búsqueda ontológica para el artista moderno. Y si no, visiten, en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, la pequeña naturaleza muerta de Cézanne, propietario de un ojo que no sólo ve sino que también piensa, y miren esas solitarias masas apretadas sobre el lienzo, paradas ahí como los últimos sobrevivientes en la tierra después de un temblor. Y comprueben si esa muchacha no ha recorrido un largo camino.

II
Pero volvamos a la muestra (porque, como diría Borges, toda digresión es una diablura). Volvamos a esta selección de imágenes que no pretende ser solemne ni pretenciosa, y que más que emitir un discurso perentorioparece, en todo caso, una reunión de amigos, de ésas en las que todos tienen algo que decir sobre el tema y lo dicen al mismo tiempo. Por ejemplo Benedit que, con su caja de madera, que protege amorosa una humilde mazorca de maíz, parece rescatar los signos perdidos del alma americana, no como una exaltación del campo sino haciendo memoria y recordando el papel de lo rural en la construcción de lo argentino. Y uno piensa en esos textos escolares repitiendo que hubo un tiempo que fue hermoso y que éramos el granero del mundo y se pregunta si eso, al fin de cuentas, no fue una maldición. Como la tristeza del niño rico, que de tanto tener, al final, no tiene nada. Entonces alguien, Vicente Grondona, relata un sueño que empieza en un jarrón y continúa en un dibujo y que describe un banquete opíparo, como los de Giovanni Bellini, donde sátiros persiguen a ninfas revoltosas y Baco anda por ahí cubierto de uvas. Pero todo es recuerdo esfumado y borroso y tiene la sensualidad de las cosas que se ven a través de una cortina que el viento ondula.
Gabriel Baggio, recién llegado, arrastra bolsas cargadas de añolotis, ravioles y ñoquis recreados en cerámica de brillantes colores, como un homenaje a la gran “reserva calórica” con que los argentinos hemos subsistido y que tanto nos recuerda los almuerzos de domingo en casa de la abuela. En la punta de la mesa, alguien acota que cuanto más pobres somos, más carbohidratos complejos comemos. Y todos se callan. Pasa un ángel. Y Sebastián Bonnet pregunta: pero ¿acaso los argentinos no teníamos la vaca atada? Y sí... Pero miren cómo cuidaremos nuestras cosas que la vaquita terminó ahí, con su cuero desplegado, empapelando la pared. Alguien en la otra punta dice que sería ideal suprimir de la dieta las tres P (pan, pasta y postres), pero que en este país se hace lo que se puede y nosotros al menos no tenemos la vulgaridad de Estados Unidos, con esos panchos gigantes y plastificados que colgó Claes Oldenburg o esas tortas kitsch que pintó Wayne Thiebaud. Y que, claro: desde ya que esas obras, para el público norteamericano, eran pastelazos en la cara.

III
Pero la comida siempre habla de muchas cosas a la vez. Por eso dentro de las naturalezas muertas existe un grupo especialmente sensible: las vanitas o memento mori. Son, básicamente, aquellas imágenes que nos recuerdan que indefectiblemente todos iremos a parar al mismo asador. Que todo es transitorio en esta vida. El siglo XVII utilizó la calavera y la vela como sus emblemas más frecuentes; hoy, los esqueletos de la fruta de Carolina Grimblat, el tomate chamuscado de Passolini, la vaca-cortina de Bonnet, las fotos de una naturaleza muerta de Chardin deteriorándose y, debajo, el fútil intento de autoconservación de su dueño (Enrique Llambías) son prosaicas alegorías modernas de la misma inquietud: las formas que eligen los artistas para hablar de los momentos lindantes entre la vida y la muerte, para reflexionar sobre la sensación de morir más que sobre el significado de la muerte, eso que tan claramente captara Gustave Courbet en La Trucha, de 1872, donde un pez –¿o pescado?– cuelga de un anzuelo al ras del agua. En Inglaterra, no hace mucho, Sam Taylor Wood realizó un video Still life que simula ser una pintura de manzanas, peras y duraznos, pero durante los cuatro minutos que dura, las frutas, maduras, se fruncen, se oxidan y se pudren. Todo pasa. Y ante tamaña angustia, la pintura de Suárez se levanta como un altar laico: una mesita apenas cubierta por un mantel de papel manchado, donde el pan, el vino y el plato de fideos adquieren connotaciones eucarísticas. Servidos ahí, dentro de lo que parece un baño de azulejos celestes alzándose como un frío cielo de otoño y donde alguien, que apenas probó bocado, ya no está más. Y la soledad de esa imagen es inmensa.
Después, asolando un bucólico pueblito francés pintado sobre un plato, andan unas gigantescas nubes de puré y esos pedazos de carne chamuscada de las fotografías de Eugenia Calvo, que recuerdan historias de catástrofe;la de Irlanda, por ejemplo, cuando un par de malas cosechas de papa provocaron la muerte de una quinta parte de la población; o, sin ir más lejos, la de Argentina, un país que produce al año 2.450.000 toneladas de carne y cuya población se muere de hambre. Hay historias de opresión –en el cerdo atado y relleno de Margarita Paksa– y también de felicidad, porque finalmente un buen plato es puro deleite: ahí aparecen los bodegones de mostacillas festivas de Karina El Azem, las bananas danzantes de Diana Aisenberg, los espaguetis tipo vedette con plumas de Alberto Passolini, enrulados en el tenedor como pierna de mujer bailando un tango.
Porque, después de todo, como las velas y teteras que cobraban vida en La Bella y la Bestia, las naturalezas muertas están más vivas que nunca, y la muestra de Rizzo en Eterna Argentina, un nuevo multiespacio de Palermo, aprovecha esa renovada energía y encima se ríe de sí misma: ironiza su propia condición –la galería está en un restaurante–, se hace cargo y lo pone todo sobre la mesa.

Relativo a la Alimentación en Eterna Argentina, Santa Fe 3651.

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1. Gastro diva, 2003. Alberto passolini.

2. Sin título, de la serie "El método tradicional", 2003. Eugenia Calvo.
 
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