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Domingo, 2 de mayo de 2004

LOS 12 GRANDES EQUíVOCOS DE LA MúSICA. CAPíTULO 3.

Carl Philipp Emanuel Bach, el genio de la familia

Compositor dilecto de Federico El Grande de Prusia, fue un músico personal, lleno de audacia. Sus sonatas inspiraron a Mozart y a Haydn. Fue el verdadero inventor del Romanticismo, y hasta se dio el lujo de descubrir algo que la música le agradecería siempre: el valor del silencio. Tuvo un único problema: era hijo de Johann Sebastian Bach. Y Bach hubo, hay y habrá siempre uno solo.

 Por Diego Fischerman

Fue el hijo de Dios y la historia ni siquiera le reservó el papel de Cristo. Si su apellido hubiera sido Hauptmann, Greiner o Schwerfel, no cabe duda de que hoy sería uno de los grandes compositores de la historia y –con certeza– el más importante de los que estuvieron activos a mediados del siglo XVIII. Pero a Carl Philipp Emanuel Bach, el verdadero inventor del Romanticismo, le tocó ser hijo de Johann Sebastian. Ni siquiera de Tomaso Albinoni o de Dietrich Buxtehude; no: fue hijo del único músico de la historia con el que la historia construyó el mito del Unico. Podría haber habido dos Mozart, dos Haydn y hasta dos Beethoven. Dos Bach, jamás.
“¿Así que su padre es ese famoso improvisador en el órgano que escribió magníficos contrapuntos a la vieja manera? ¿Por qué no lo invita a la Corte para que venga a probar mis fortepianos y nos deleite con su antiguo arte?” La frase tal vez no sea textual, pero algo muy parecido debe haberle dicho Federico El Grande de Prusia, rey, flautista y compositor, a su compositor de confianza, Carl Philipp Emanuel, antes del viaje que desembocó en la célebre Ofrenda musical, una serie de cánones y fugas -más una sonata en trío– sobre un tema sugerido por el monarca con la que Johann Sebastian retribuyó la invitación. Y es que hubo una época en la que el famoso –es más: el importante– era su segundo hijo. Alguien que se hizo aún más importante en los últimos años de su vida, cuando decidió abandonar a su antiguo patrón, de quien el musicógrafo viajero Charles Burney escribió en 1772: “En la música, como en las maniobras de sus soldados, Su Majestad hace reinar una disciplina tan draconiana que basta que un miembro de sus tropas se separe aunque sea un poco de la regla, inventando, modificando u ornamentando un solo pasaje de la partitura, para que se le ordene, de parte del rey, que adhiera estrictamente a la regla, so pena de graves sanciones”. Para un músico no hay nada peor que otro músico. Más cuando es el rey.
Toda la obra de Carl Philipp Emanuel es personal, interesante y llena de giros inesperados. Sus conciertos para cello, cuerdas y bajo continuo, las sonatas para flauta y clave, los cuartetos para clave, flauta, viola y cello, sus cantatas profanas –como Phyllis und Thirsis– y el bellísimo Magnificat. Pero en sus sonatas y fantasías para teclado, que Mozart y Haydn reconocieron como modelo (y cuya expresividad y sentido del misterio, sin embargo, recién pudo retomar Beethoven), en sus Sinfonías de Hamburgo, en sus últimos conciertos para clave (que colocan al teclado, siguiendo las enseñanzas del padre y ya para siempre en el papel protagónico, no ya como acompañante) y en una obra extrañísima, vanguardista, distinta de cualquier otra alguna vez compuesta: un Concierto Doble para clave, fortepiano y orquesta escrito en 1788, el mismo año de su muerte, funciona como una especie de autobiografía musical.
Su estilo corresponde a lo que, globalmente, se denominó empfindsamersitille, una de las tantas palabras alemanas más o menos intraducibles cuyo significado se acerca al de “sentimentalismo”. Sin embargo, Carl Philipp Emanuel Bach hace un uso único de esas normas más o menos colectivas y de época que pasaban por acentuar las líneas melódicas por sobre los entretejidos contrapuntísticos, los movimientos armónicos claros y el uso abundante de disonancias sobre los tiempos fuertes, en forma de apoyaturas (que luego serían bautizadas como “suspiros de Mannheim” y con las cuales Leopold Mozart le aconsejaría a su hijo Wolfgangus que tuviera cuidado). Y su secreto –además de la agitación que sus melodías y movimientos armónicos se las arreglan siempre para poner en primer plano– es el silencio.
Que se sepa: Carl Philipp Emanuel Bach fue el primero en usar el silencio con una idea de suspenso, de tensión. El primero capaz de callar para que lo que sonara después fuera inesperado. Se podría decir que BachJr. hizo, con el cuerpo estético del barroco tardío y del estilo galante, lo que unos cincuenta años después haría Beethoven con el clasicismo. Ese concepto de teatralidad del hecho sonoro, de drama implícito en todo discurso musical y, sobre todo, la idea de que la música representaba pasiones, nacen con el otro gran genio de la familia Bach. Alguien que, además, llegó a contar su historia en una obra póstuma que mezcla los gestos del barroco y los del clasicismo. Más que mezclarlos, en realidad, los hace chocar como fuerzas gigantescas. Allí se enfrentan el viejo Bach, que cristalizó las leyes del contrapunto barroco pero también experimentó en lo tímbrico y lo formal, y el nuevo Bach, su segundo hijo, que construyó con ellas un lenguaje de altísimo voltaje expresivo.
Allí, puestos sobre el escenario, dramatizando la oposición, se enfrentan el clave –el instrumento que había ocupado el lugar de sostén obligado en toda la música de casi dos siglos– con el fortepiano, el instrumento llamado a reemplazarlo. Esa singular invención, que en lugar de pellizcar las cuerdas las martillaba, podía hacer lo que ningún otro instrumento había podido hasta el momento: tocar el mismo sonido forte o piano sin que hubiera desafinación ni cambio de color. Esa posibilidad era tan importante que terminó nombrando el instrumento, llamado más tarde pianoforte y, luego, simplemente piano.
En el Concierto catalogado como H 479 (o Wq 47, según el catálogo), escrito en Mi Bemol Mayor para clave, fortepiano y una orquesta que incluye dos flautas y dos cornos, los dos teclados –la vieja y la nueva estética– se contestan, discuten, se superponen, litigan. Uno, el más nuevo, es capaz de aumentar el volumen, jugar con el dramatismo del crescendo. El otro es, sencillamente, la tradición: no necesita subir el tono; sabe quién es y de dónde viene. “Mi único profesor de composición y de clave ha sido mi padre”, decía Carl Philipp Emanuel Bach. Y tenía razón.

Una grabación reciente y muy recomendable del último concierto mencionado es la del grupo Musica Antiqua Köln y está incluida en el CD Bachiana. Double Concertos (Archiv/Universal 471 579). En cuanto a las fundamentales Sinfonías de Hamburgo, un CD doble de bajo precio, editado por Decca (L’Oiseau Lyre 455 715), ofrece una excelente versión dirigida por Christopher Hogwood. El álbum se completa con las dos sinfonías WQq 174 y 176, la Fantasía para teclado Wq 59/6 y los tres Cuartetos para flauta, viola, cello y fortepiano.

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