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Domingo, 9 de mayo de 2004

CINE

Palabras de la tribu mexicas

El Viernes Santo de 1519 Hernán Cortés llegó a la región conocida como Chalchicueyecan para fundar la Villa Rica de la Veracruz. En menos de dos años, y con apenas 500 soldados, 100 marineros, 32 ballestas, 16 caballos, 14 cañones, 13 escopetas y 11 navíos sometió un imperio de veinte millones de personas y lo anexó a la corona española. Casi 500 años después, Martín Caparrós llega al mismo lugar con una cámara, un director y el propósito de reconstruir los pasos de aquella conquista. El resultado es Crónicas Mexicas, una mezcla de documental y road movie donde conviven el imperio perdido y el gobierno de Fox, las ruinas turísticas y la visita del Papa, la población indígena y Eva Perón. En esta nota, escrita durante la filmación, Caparrós examina con tristeza las esquirlas todavía incrustadas en el cuerpo mexicano tras la brutal aparición de aquel conquistador de conquistadores.

Por Martín Caparrós

México. Algún lugar en la ruta de Cortés. Por alguna razón que se me escapa, Rita Clavel me ordena caminar y caminar. Quizá sea, precisamente, para obligarme a perseguir esa razón; quizá la razón sea cualquier otra. Lo cierto es que Rita Clavel me ordena caminar por calles de Jalapa, playas veracruzanas, ruinas de un templo en Cempoala, las 365 iglesias de Cholula, el gentío del Zócalo de la Ciudad de México. Rita Clavel está dirigiendo un documental –con producción general de Eduardo Montes Bradley– sobre la invasión de Hernán Cortés, mis crónicas de viajes y la dudosa intersección entre una y otras. Se supone que estamos reproduciendo aquel trayecto y tratando de leer, en ese viaje, el cambio de esos tiempos a estos tiempos. Todo muy bien y muy prolijo, hasta que descubrimos que el martes 30 de julio, día de nuestro arribo, también llegaba a este país un visitante menos ordinario: el obispo de Roma, señor Karol Woyjtila. El señor Woyjtila venía en nombre de la iglesia que encabeza y que tiene en México, parece, legión de seguidores desde que -precisamente– Hernán Cortés destruyó sus precedentes ídolos para garantizar la pasación de mandos.
Para eso, también, se cargó a unos cuantos naturales.

–Cortés era un héroe que cuando pasaban los barcos cargados de oro los atacaba, se los llevaba.
–¿Y para qué?
–Para él, pues. No iba a ser para nosotros.
El viejo no tenía más de seis dientes y me mostraba con las manos El Bobo, un pueblo de la costa donde florecen mangos y santarritas y flamboyanes en sus llamas, paraíso de olores tropicales y casitas detrás de brutas rejas.
–¿Qué pasa, tienen mucho miedo?
–No, por qué. México es una democracia. Acá el que tiene la plata puede hacer lo que quiere.


En Argentina, en cambio, pasa lo mismo pero hay poca plata –y cualquiera lo sabe–. En un pueblo de pescadores de laguna que se llama Mandinga, un negro cincuentón arregla con primor sus redes. Tiene un pantalón bastante roto, una camiseta que ya dejó de serlo y ningún rastro de zapatos.
–¡Ah, argentino! Allá sí que no tienen ni para la comida...


En cambio aquí, en la sierra que rodea a Cholula, el sol raja la tierra. O mejor: el sol parte la tierra ya rajada, partida, fisurada. Un campesino con sandalias y sombrero al tono trata de ararla con su arado de palo. Su buey, de lejos, parece un poco chico. Cuando me acerco resulta claramente vaca: hay diferencias, todavía, bastante perceptibles. Yo intento un chascarrillo:
–Pero, no es de machos hacer trabajar a las hembras.
Le digo, y su mirada se ensombrece. Es duro cuando te das cuenta de que dijiste lo que no debías.
–No señor, ya lo sabemos, pero usted no sabe lo difícil que se ha puesto la necesidad.
Me dice, y me explica que la vaca también le da leche y quizás un ternero y que en cambio el buey no le da nada y que él no puede permitirse semejante lujo y siguen las disculpas. Yo trato de explicarle que era un chiste: hablemos de diferencias culturales.


–¿Y quedan indios en México?
–Todos los mexicanos somos indios.
Me dice un lechero que transporta su leche en dos tachos sobre los lomos de su burra por las calles de Antigua, Veracruz, y me explica que losmosquitos ya no le hacen daño pero a su burra sí, y que justo esta mañana se ha olvidado de ponerle el repelente.
–Algunos también son castellanos, pero todos toditos somos indios. Y ahora pues, tenemos nuestro santo.


El señor Woyjtila vino a México porque es un papa viajero y además, porque ha decidido santificar a un indio. Juan Diego era un pastor que, en pleno siglo XVII, dijo que había visto a la virgen varias veces. En el siglo XVII no había televisión, la virgen se llamó de Guadalupe y es la patrona del país. Ay de los países, decía Brecht, que todavía necesitan patrones –sin pensar que no hay ninguno que no tenga su buena cantidad.
Entonces el señor Woyjtila vino a México para nombrarlo santo: la iglesia extraña que se trajo Cortés, que impuso aquí con tanta sangre, ya tiene a una de sus víctimas como alto dignatario: el círculo se cierra, y hasta queda bonito.
El señor vino a México y se nota que le cuesta mucho caminar, hablar, estar sentado. Dos mil años atrás, cuando los papas decidieron que los papas serían papas por vida, un anciano en estas condiciones no era -dirían ahora– viable: se moría. La inadaptación entre las viejas costumbres y las técnicas nuevas –los triunfos de la medicina– produce la triste figura de un hombre que se enfrenta a un trabajo que su cuerpo ya no puede enfrentar. Es una pena –y sería misericordioso que lo dejaran jubilarse, descansar tranquilo. Es un derecho –casi– universal.


–Ustedes son gringos.
–No, no ves que hablamos castellano
como tú.
–No, no hablan castellano como yo.
–Bueno, pero hablamos castellano.
–No, ustedes son gringos. Güeros, gringos.
–Pero, el castellano...
–Ustedes no hablan castellano.


–Mis hijos no quieren retomar mi trabajo. Ellos creen que es mejor ser profesionista.
Me dice, con su melancolía, un talabartero de la ciudad de Puebla, y me cuenta que su padre era talabartero, y su abuelo, y que ahora cuando él se muera se habrá acabado todo: más de cien años de hijos obligados a ser como sus padres. Suena espantoso, y sin embargo me da pena. Pero el hombre se anima: sus monturas son espectaculares y me cuenta que se las ha comprado el rey Juan Carlos, el mero mero de la Volkswagen alemana, el cantor nacional don Vicente Fernández.
–Si hasta de la Argentina le han comprado, una vez, hace tiempos, a mi padre.
–¿Y sabe para quién sería?
–Sí, claro, yo estaba muy muchacho pero sí me acuerdo. Era para un regalo. Se la iban a dar al marido de Evita Perón.
Después de tantas dudas, ahora ya sabemos bajo qué forma el General entró en la historia.


La visita del señor Woyjtila está por ser un éxito: suele pasar con estas cosas. Hasta que al presidente mexicano señor Fox se le da por besarle el anillo. El señor Fox es un católico ferviente y se lo besa; de inmediato, catarata de gritos y susurros. Resulta que México es un país laico, con larga separación entre la iglesia y el estado, y el beso parece más que un beso: sucede, algunas veces. Los diarios truenan, los políticos rayan: que ha puesto a su país de rodillas con los labios trompita chupeteando el metatarso equivocado, que ha deshonrado su alta investidura, que por qué no se va a besar a su señora. En la Argentina por mucho más hacemos mucho menos. En la Argentina hay una ley que dice que ninguna persona viva puede tener un monumento público, y el mismo señor Woyjtila tiene una estatua frente a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Sería curioso ver qué ley se aplicaría a quien tratara de hacer cumplir la ley, de reparar ese delito.


El viaje se termina: yo camino y camino, Rita grita, la cámara me mira. No habremos aprendido mucho. Sí, una tontería que explica aquella historia. Lo sabíamos, lo habíamos escuchado: Hernán Cortés invadió con cuatrocientos hombres y dieciséis caballos un imperio de veinte millones de personas y lo venció en menos de dos años: lo ocupó, lo anexó a su corona. Y siempre nos contaron que lo había conseguido por la fuerza de su convicción, la ayuda de su dios, el miedo de los locales a esos hombres que creyeron dioses. Algo de eso hubo, por supuesto, y la colaboración de miles de indios que sufrían el imperio azteca y veían a los españoles como liberadores pero, también: que los indios peleaban de a uno en fondo.
Para un azteca, en esos tiempos, la batalla era la única posibilidad de ascenso social: si apresaba a muchos enemigos y los sacrificaba a los dioses, conseguiría honores y ascensos. Por eso sus batallas eran de uno contra uno: ayudar a un compañero en la pelea era privarlo de esa oportunidad. Y, además, no querían matar al enemigo: sólo atraparlo, que es mucho más difícil. Por eso esas batallas de treinta mil contra quinientos se transformaban en cientos de batallas de uno contra uno –y, en esa lid, con caballos y algunos arcabuces, los españoles fueron superiores. Hablemos, una vez más, de choque cultural.
Si los indios hubieran tenido la astucia de cambiar sus costumbres de pelea ahora estaríamos hablando, quizás, en alguna variante del náhuatl. Hablemos, una vez más, de astucia, de adaptación al medio, al desafío. Una vez más, de buscar los caminos cuando es posible todavía.

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